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Una imagen, desgraciadamente poco habitual en el panorama político español, se repitió el pasado sábado en muchas ciudades del Estado: los alcaldes o alcaldesas abrazando, besando, gritando y tocando al pueblo. Nuevos máximos dirigentes de las instituciones municipales que estrenaron su cargo mimetizándose con la ciudadanía. Rodeados de la gente que les ha llevado hasta allí. De personas normales. Como ellos y ellas.
Las plazas de Zaragoza, Madrid, Barcelona, Valencia, Cádiz, A Coruña, Compostela o Ferrol rezumaron alegría por sus cuatro esquinas. Los mismos cosos que hace cuatro años exhalaban rabia, para enfado de cierta parte de la clase política y social española, se convirtieron en lugar de encuentro de jóvenes y mayores que confían en que los históricos comicios del 24M supongan un cambio real en el devenir de nuestras ciudades.
Se respiraba satisfacción por el logro conseguido. Porque son los mismos que llenaron las plazas antaño, “perroflautas” les llamaban, los que ahora ocupan muchas de las corporaciones municipales. Sinónimo de esperanza para algunos. Horror y pánico para otros. La indignación ha cambiado de bando.
Esas imágenes emocionaron a los que creen que desde muchos ayuntamientos se había defenestrado al pueblo. Y con él, no lo olvidemos, también a la democracia.
Pero, de igual forma, dichas instantáneas escocieron. Llamaba la atención ver como un rabioso Eduardo Inda se rebrincaba en el plato de Al rojo vivo porque la gente gritara “Sí se puede” en el Ayuntamiento de Madrid. Una falta de respeto a la institución, dijo que era.
La foto, realizada por Vera Benavente, de los concejales de Zaragoza en Común bailando, aplaudiendo y sonriendo al salir del Consistorio de la capital aragonesa también ha levantado ampollas por las redes sociales. ¿Por qué? Después de darle muchas vueltas no he encontrado una razón más convincente que la pura rabia. El enfado y la rabieta por ver que esos a los que se ha vituperado e insultado. Aquellos a los que, con desdén y desaire, se retó a que formaran un partido político; no solo lo han hecho, sino que encima han ganado y han levantado de sus poltronas, por la vía de las urnas, a los que creían que estaban en su coto privado.
Yo soy de los que se alegraron. De los que ayer vieron un cambio necesario. De los que prefieren que las alcaldesas besen al pueblo antes de encararse con trabajadoras de la Sanidad o decir a quien las critica que las van a identificar. De los que piensan que las propias actuaciones de muchos alcaldes y alcaldesas en España (fuera de la ley algunas, deleznables moral y éticamente muchas más) han conminado a la ciudadanía a tomar esta decisión.
Quizás sea esa la reflexión que debieran hacerse algunos de los ya ex primeros ediles: dejar de lado por fin la mezquina táctica del miedo, “¡que vienen los soviets!, ¡que vienen los comunistas!”, y pensar que han sido sus propios errores, su actitud prepotente y distante la que les ha llevado ahora a la oposición. En caso de que sea ahí donde estén, ya sabemos que Rita Barberá hizo gala de su poca educación y nulo saber estar hasta el último momento.
De momento no parece que sea así. Los últimos y desesperados movimientos de Esperanza Aguirre en Madrid o Eloy Suárez en Zaragoza, regalando la Alcaldía a los que hasta hace muy pocos días eran abominables socialistas, más bien demuestran todo lo contrario. Puede que hayan sido los postreros coletazos generados por las ansias de poder de cierta clase de políticos. Tal vez todavía haya esperanza.
El cambio, al menos de nombres y siglas, ya se ha producido. Los votos de los ciudadanos han aupado al sillón a los que hace cuatro años gritaban en las plazas. Ahora llega lo más difícil: gobernar. Dirigir ayuntamientos endeudados, extirpar vicios enquistados y airear las instituciones (como han repetido muchos de estos primeros ediles durante la campaña electoral).
Es el momento de devolver la confianza prestada. De no decepcionar a cientos de miles de personas que han puesto en sus manos la complicada labor de pilotar el cambio. La gente estará ojo avizor, alerta para denunciar el más mínimo movimiento que pueda recordar a tiempos pasados. Prestos para participar en la toma de decisiones, porque es eso lo que les han prometido. Porque es por eso por lo que les han votado.
No será fácil. Un proceloso camino se vislumbra. Con multitud de palos en las ruedas. Pero están ahí, en los ayuntamientos, porque consideran que no son insalvables. Porque se ven capaces de superarlos. Es hora de demostrarlo. De devolver la confianza a la ciudadanía. De devolver el poder al pueblo.