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Los efectos de la pandemia Covid-19 están siendo devastadores para la población de todo el mundo, pero para unos más que para otros. Algunos seguimos cobrando un sueldo y vivimos en países con niveles aceptables de equipamientos, infraestructuras y servicios. Son países en los que pagamos impuestos y el Estado nos provee de todo aquello que permite desarrollarnos y vivir con seguridad y protección como educación, sanidad o justicia. Sin embargo, los hay que están perdiendo sueldos y muchas otras cosas a nuestro alrededor. Y ya no digamos de quienes han tenido la tremenda mala suerte de haber nacido en otras partes del mundo, en países donde esas condiciones antes aludidas no existen, y en zonas donde esta pandemia supone una nueva gota que colma el vaso.
Estos días asistimos a las llegadas de cayucos e inmigrantes por vía irregular a las costas canarias. Las imágenes de niños y adultos muriendo en el agua en su intento de alcanzar la costa son dramáticas. Parece ser que hasta 85% de esas personas que buscan su salvación son de origen marroquí, aunque también muchos proceden de Mauritania, Mali y Senegal. Se trata de jóvenes procedentes de países africanos azotados por situaciones de sequía y paro crónico, en los que la economía ya estaba hundida y ahora la crisis ligada a la pandemia ha agravado todavía más la situación. El turismo internacional se ha detenido en esos países y el poco turismo que tenían no genera ya ingresos para hoteleros, guías turísticos, taxistas, comerciantes y vendedores de la calle. Además, tampoco quienes se dedicaban a la pesca ahora pueden faenar y los precios del pescado se han desplomado. Otros eran temporeros que trabajaban por cinco euros al día, en trabajos precarios, o vivían de la caridad de amigos y de ONG. Son personas que declaran que nunca hubieran pensado emigrar, porque ganaban lo suficiente para sobrevivir y eran felices allí. La pandemia los ha dejado sin nada y es preferible endeudarse con todo lo que tienen a esperar la muerte lenta allá donde estaban, sin esperanzas ni expectativas de mejora. Además de esos factores, las mafias juegan un papel importante: son las que cobran entre 1.500€ y 2.000€ a cada inmigrante y las que deciden qué nuevas rutas activan, como la actual a Canarias desde Marruecos. Deberíamos intentar ponernos en la piel de estas personas e intentar entenderlos cuando veamos esas imágenes.
Esta es la realidad, objetiva, que nos golpea diariamente. Vivimos en un mundo globalizado, donde la información circula, y donde la ansiada vida en un país europeo se convierte en un sueño para cualquiera que esté rodeado de pobreza y sufra tremendas desigualdades. Sí, el mundo es desigual y algunos hemos tenido la suerte de nacer en el lado de los afortunados. Cambiar el funcionamiento del mundo parece una tarea muy difícil y parece que, ni los gobernantes, ni las grandes fuerzas que lo dirigen, están por la labor de intentarlo. Intentar cambiarlo, me refiero, con ahínco y convencimiento, más allá de las donaciones y parches económicos dirigidos hacia los países en vías de desarrollo. En ocasiones, hasta incluso me pregunto si cambiar algo sería posible.
La solución de esas desigualdades económicas mundiales no parece que esté en la agenda internacional. Tampoco los países europeos acaban de diseñar una política común europea -más allá de los cierres y controles de fronteras-; pero tampoco los Estados hablan claro sobre el fenómeno ni parecen tener clara su posición respecto a la entrada de inmigrantes, de cuántos, desde dónde y para qué.
Por supuesto que hablar de cayucos e inmigrantes indocumentados no es hablar de la totalidad del fenómeno migratorio -no dejemos que un árbol nos tape el bosque-. Pero, como señalaba líneas arriba, el mensaje de los dirigentes no parece estar muy claro: por un lado se nos dice que nuestros países europeos occidentales envejecen y pierden vitalidad demográfica, por lo que necesitaremos mano de obra de origen extranjero, cuando por otro lado, un 11% de la población de origen extranjero nos parece demasiado. También la sociedad es contradictoria e hipócrita en ocasiones, al poder pensar quizás que no queremos demasiados inmigrantes, cuando muchas familias los contratamos para tareas domésticas y de cuidados de niños y/o mayores, contribuyendo así, tan directamente, a mantener nuestro bienestar. Algo similar ocurre con los empresarios, quienes se benefician de su trabajo a cambio de sueldos, en ocasiones, inferiores a los percibidos por la población nativa.
Todos necesitamos ser más rigurosos en cuanto a la temática migratoria se refiere, hasta dar con un discurso más claro y definido. Yo, aquí, de entrada, no pretendo mezclar churras con merinas al hablar de la llegada de indocumentados y de los posibles beneficios de los inmigrantes de origen extranjero, porque hablar de cayucos no es hablar del fenómeno global de la inmigración. Urge, por lo tanto, que como países y como sociedades nos posicionemos con políticas claras y no tambaleantes ni partidistas sobre un fenómeno que ha existido y seguirá existiendo siempre.
Raúl Lardiés Bosque es profesor titular de Geografía en el campus de Huesca de la Universidad de Zaragoza. Adscrito a la Escuela Politécnica Superior de la capital altoaragonesa, imparte también docencia en la Facultad de Filosofía y Letras.Es también investigador principal en España del Proyecto H-2020 (U.E.) “Migration Impact Assessment to Enhance Integration and Local Development In European Rural and Mountain Areas” (MATILDE).
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