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En una calle de un país cualquiera había un niño, se llamaba Daniel y no hablaba.
Daniel tenía una impresión de sí mismo deformada y quizás esa era la razón por la que nunca hablaba. Daniel tenía gato y piedra, pero sobre todo tenía una colección de gomas que nunca utilizaba y que eran su gran tesoro, la parte de su corazón que nadie podía ni podría acariciar. Daniel bajaba a primera hora todos los días a la calle, se detenía en la papelería y revisaba las nuevas gomas y las acariciaba y soñaba que un día, no muy lejano, sería el propietario de todas las gomas del mundo.
Un día Daniel desapareció y nadie lo echó de menos, solo la dueña de la papelería, pero no porque lo quisiera, sino porque se quedó con miles de gomas que fueron envejeciendo en cajas dispuestas en el almacén, cada día más sucio y abandonado.
Años después, muchos años después, Daniel volvió al barrio; al principio nadie lo reconoció y nadie hablaba con él: era un intruso que no sabía mirar a los ojos y que jamás dedicó a ninguno de los vecinos ni una sonrisa ni un saludo, así que poco a poco la gente dejó de verlo y aunque estaba, era como si no estuviera y aunque respiraba, era como si no respirara. Daniel no existía y a nadie le importaba la suerte que pudiera correr y era como si Daniel nunca hubiera sido niño, siempre adulto y adusto. Siempre invisible.
Era verano y en el mundo, más allá de las fronteras de esa calle, los hombres andaban intentando encontrar razones que les permitieran justificar el desastre y devenir de una sociedad maltratada y pisoteada. Un día hubo un ruido ensordecedor y la sangre empezó a brotar desde el alma de miles de hombres sin rostro; Daniel era uno de ellos. Alguien gritó:
-¡Mirad es Daniel, el niño de las gomas, el que nunca hablaba!
La gente se empezó a acercar, rodearon su cuerpo magullado y herido y susurraron su nombre en voz tibia: “Daniel, Daniel, Daniel…”. Él sonrió y comprendió que al final del viaje quedaba su rostro sudando dolor e incomprensión, sin embargo estaba feliz, ya que por fin era visible al mundo, aunque solo fuera porque su cuerpo era un saco de metralla y su cabeza una bola de sangre oscura.
-Sí; soy yo –susurró.
Alguien corrió calle arriba, diciendo que el niño de las gomas había vuelto, que se estaba muriendo y que hablaba. El revuelo fue cada vez mayor, incluso algún vecino se acercó hasta su cuerpo con una caja repleta de gomas que jamás habían sido usadas. Todos supieron siempre quién era Daniel, pero lo temían porque no era como ellos y la impresión deformada que habían alimentado del niño de las gomas les había hecho prisioneros de sus miedos y de su escueta y cotidiana realidad.
Daniel apenas escuchaba, pero sí sintió algo cálido sobre su rostro y pensó que era lo más hermoso que había sentido nunca. Le hubiera gustado ver esas manos, pero sus ojos deliraban y su corazón deambulaba entre nubes que eran gomas de colores claros y formas exóticas.
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