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De los Aragón a los Borbones, de los Habsburgo a los Bonaparte. Por Zaragoza han pasado las diversas casas reales que han gobernado esta tierra; en esta ciudad incluso se han asentado, aunque de tapadillo, dinastías centenarias de lejanos imperios. Esta es la estrambótica historia de Eugenio Láscaris, vecino de Zaragoza y heredero al trono de Grecia.
La dinastía de los Láscaris gobernó el Sacro Imperio Romano de Oriente entre 1204 y 1261. Tras el saqueo de Constantinopla por los reinos occidentales, el gobierno bizantino hubo de trasladarse al exterior, donde los Láscaris formaron el imperio de Nicea que recuperaría Constantinopla en 1261.
La familia volvería a expatriarse a Italia tras el golpe de uno de los generales para luego retornar a Constantinopla hasta su caída definitiva en manos turcas en 1453. Y así, danto un salto de casi 500 años, los encontramos residiendo plácida y secretamente en la parroquia de San Miguel de los Navarros en Zaragoza.
Un abogado zaragozano, de origen oscense y de nombre Manuel Lascorz, apura sus últimas horas en el número 23 de la calle de San Miguel. Estamos en agosto de 1906 y junto al lecho de muerte, su hija Josefina y su hijo Eugenio escuchan atentos y atónitos la historia oculta de la familia. Manuel había llegado a Barcelona desde la lejana Constantinopla junto a su padre, el príncipe Vittorio-Teodoro, abuelo de Eugenio y Josefina, acosados por el sultán Mohamed II que trataba de abortar cualquier pretensión griega de restauración bizantina. De hecho, el apellido Lascorz era una tapadera para ocultar la verdadera alcurnia.
Lo que Manuel cuenta a sus hijos parece sacado de un novelón de Walter Scott: la huida en un carguero ruso con el pasaporte de un marino pariente suyo; la llegada a Barcelona y de allí, al pueblo oscense de Plan donde residía una rama lejana de los Láscaris que se hacían llamar Lascorz. Al parecer, uno de estos Lascorz de Huesca, también llamado Manuel, se embarca por entonces rumbo a Italia a combatir junto a Garibaldi. En este barrullo de nombres y avatares, reales o imaginados, Manuel aprovecha para pegar el cambiazo de identidad y simular su apellido principesco tras el pirenaico de Lascorz.
Escribe Luis Landero en “Juegos de la edad tardía” que toda gran mentira debe tener un poso de realidad para resultar creíble. Así sucede con la crónica de Manuel. Es un hecho cierto que en torno a 1270 una infanta bizantina llamada Irene, hija de Teodoro II Láscaris, llega a la corte de Jaime I. Al poco tiempo se casa en segundas nupcias con Arnaldo Roger, conde de Pallars. La descendencia de ambos se asentaría en Aragón.
Es probable que Manuel conociera esta crónica por su condición de secretario de la Diputación Provincial de Zaragoza. El acceso a legajos antiguos le permitiría armar una fábula que con el tiempo fue adornando. El hogar donde creció Eugenio rebosaba de ornatos y cachivaches de procedencia helena, en un intento por forzar la realidad de un linaje ficticio.
Es de imaginar el efecto que semejante ambiente familiar y un relato tan bien sazonado de aventuras provocaría en el joven Eugenio. Sin embargo, el aspirante zaragozano al trono griego era un tipo listo y práctico. Estudió con brillantez derecho y ejerció como procurador, oficio con el que supo ganarse muy bien la vida, llegando a ser decano del colegio de procuradores entre 1932 y 1937.
Sus conocimientos jurídicos le permitieron reforzar la trama y los personajes de la comedia griega legada por el padre. De esta forma, Eugenio maniobró hasta lograr en 1935 el cambalache registral de su apellido, de Lascorz a Láscaris. Su esposa, Nicasia Micolau, hija de un pastelero turolense, fue anotada en el certificado matrimonial de 17 de enero de 1920 como Nicasia Micolav, un evocador apellido eslavo. Años después, la prensa saludaría a la hija del humilde confitero como “la Princesa Nicasia”.
Y es que, sea escritura pública o tirada de prensa, el papel aguanta bien cualquier engañifa, aunque para ello hay que tener buenos padrinos. La nómina de contactos de Eugenio era sustanciosa: alcaldes de Zaragoza, como Miguel Allué Salvador, compañero de estudios de Eugenio, y Ricardo Horno Alcorta; o el magnate Tomás Castellano Echenique, entre otros.
Eugenio contaba con buenos enchufes también entre la prensa. Útil a sus pretensiones fue la amistad con los zaragozanos Leopoldo Romeo (a quien el escritor Rafael Cansinos Assens retrata en “La novela de un literato” dirigiendo con vehemencia el madrileño La Correspondencia de España) y sobre todo con Fernando Castán Palomar en cuyo diccionario de “Aragoneses ilustres” de 1934 incluiría a su amigo Eugenio: “descendiente de la antigua familia imperial de los Láscaris”.
El propio Castán firmaría una entrevista en el semanario madrileño Estampa en julio de 1930. El diálogo entre Castán Palomar y Eugenio, como no podía ser menos, tiene un punto de bizantinismo: el procurador muestra su reticencia a opinar sobre la situación en Grecia, país por cierto que nunca visitaría, exigiendo que la charla no trascendiera al público. Por supuesto, el semanario publicó la entrevista y además con fotos de Eugenio y su hijo Teodoro. Una doblez bien calculada, aunque mal disimulada. Eugenio Láscaris llevaba décadas opinando en prensa sobre la política griega.
“—¿Estás en comunicación constante con aquel país?
—Sí, sí; todo esto son carpetas de correspondencia, de notas cruzadas, de periódicos que me son adictos.“
En esto no fabulaba el procurador. Por increíble que parezca, Eugenio logró hacerse un hueco en la agenda política helena. Con el primer ministro Venizélos mantuvo correspondencia y su rival, el general Metaxás, reconocería públicamente cierta “teórica legitimidad” del aspirante zaragozano. En octubre de 1935 se reuniría en la finca de su amigo Tomás Castellano en Ricla con una delegación del general golpista Nikolao Plastiras. Hasta el patriarca de Constantinopla tragó el anzuelo y envió sus bendiciones al procurador aspirante al trono.
Llegados a este punto, es posible que el personaje de Eugenio Láscaris resulte simpático por sus habilidades de tunante y una imagen atildada de heterónimo de Pessoa. Pero este leguleyo zaragozano con ínfulas tiene un punto siniestro. Tras el golpe de julio de 1936 se alistó de inmediato en los paramilitares zaragozanos de “Acción Ciudadana”, para acabar enrolado en las filas del carlismo con grado de capitán honorario del Requeté.
Sus contactos con la prensa le permitieron ejercer como publicista del gobierno militar de Burgos. El 19 de febrero de 1937, Heraldo de Aragón publicaba una carta que Eugenio había remitido a la prensa helena para explicar al pueblo griego la “nueva reconquista de España” como reacción a los “horrores cometidos por los rojos”. En el fondo, Eugenio buscaba medrar en la “Nueva España”.
Por tales méritos, el oscuro procurador Eugenio Láscaris logró un puesto como juez militar en el tinglado jurídico organizado por Franco. Su firma como instructor aparece en varios sumarios abiertos en Zaragoza desde 1938. El 7 de junio de 1939, acabada la guerra, Eugenio es nombrado instructor de responsabilidades políticas con destino en San Sebastián. Posteriormente sería trasladado a Barcelona donde volvería a ejercer como juez militar hasta 1943. Para entonces, el ayuntamiento de Zaragoza le había concedido la medalla de plata de la ciudad.
Dos años antes de su muerte en 1962, un juzgado de Zaragoza hizo borrar las anotaciones de su falso apellido en el Registro Civil, esfumándose de un plumazo toda pretensión disparatada al trono griego: “El primer apellido del inscrito, así como el primero de su padre y primero también de su abuelo paterno, quedan modificados en la forma siguiente: Lascorz en lugar de Láscaris”. Y así acaba la vanidad del mundo, como papeles viejos.
Para ampliar esta bizantina historia pueden leer el documentado estudio de Carlos Sancho Domingo sobre este peculiar y siniestro personaje zaragozano.
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