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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

El silencio no es neutro

EL SILENCIO NO ES NEUTRO

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Decía Elie Wiesel que “el comienzo del genocidio perpetrado por el nazismo contra la población judía fue el lenguaje”. No las armas, ni siquiera las leyes. Antes de que se levantaran muros o se cavaran fosas, hubo palabras. Palabras dichas en voz baja, repetidas en panfletos, en discursos, en canciones, en los patios de las escuelas. Palabras que fueron restando humanidad a otros seres humanos. Que empezaron llamándoles “invasores”, “parásitos”, “enemigos del pueblo”, y terminaron justificando su expulsión, su exclusión… su exterminio.

La historia nos ha dejado testigos de ese trayecto. Lo vimos en la Alemania nazi, donde los judíos dejaron de ser personas para convertirse en plaga. Lo vimos en Ruanda, donde la radio decía que los tutsis eran “cucarachas” antes de que comenzara la matanza. Lo vimos en Bosnia. Lo estamos viendo con total impunidad en Gaza. Lo hemos visto, con otras formas, en nuestras propias fronteras.

Y, sin embargo, cada vez que escuchamos hoy a alguien decir “no son personas, son terroristas”, cada vez que se trivializa el dolor ajeno, que se hace mofa del vulnerable, actuamos como si no supiéramos nada. Como si las palabras no dolieran, no desangraran, no empujaran.

Pero sí empujan.

Las palabras pueden ser cuchillos o pueden ser manos tendidas. Con ellas se construyen trincheras o puentes. Se puede condenar o redimir. Se puede educar para el odio o sembrar conciencia.

Basta pensar en cómo una sola frase puede quebrar el alma de alguien. ¿Quién no recuerda un insulto grabado en la infancia como una cicatriz? ¿Y quién no ha recibido alguna vez palabras que salvaron, que dieron cobijo, que fueron abrigo cuando no quedaba nada más?

La palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha”, escribió Montaigne. Pero vivimos tiempos en que esas mitades parecen enemigas. Las redes sociales se han convertido en campos de batalla lingüísticos, donde cada expresión se interpreta como una trinchera ideológica, donde el matiz es traición y la compasión, debilidad.

Asistimos a una peligrosa banalización del lenguaje. Se normaliza el insulto, se legitima el odio, se viraliza el desprecio. Y lo peor no es que nos insultemos. Lo peor es que ya no nos escuchamos.

En este mundo de ruido y prisa, de titulares que buscan el escándalo y comentarios que buscan la herida, la palabra ha dejado de ser encuentro para ser trinchera. Pero una sociedad que no cuida su lenguaje es una sociedad que se deshumaniza. Porque las palabras no son sólo vehículos de ideas: son la materia prima con la que construimos la realidad. El lenguaje moldea el pensamiento, y el pensamiento moldea el mundo.

Cuando nombramos al otro como amenaza, dejamos de verlo como persona. Cuando usamos etiquetas para simplificar la complejidad de los demás, perdemos la capacidad de empatizar. Y sin empatía no hay democracia posible, ni convivencia, ni futuro.

En La lengua de las mariposas, aquella inolvidable película basada en un cuento de Manuel Rivas, un maestro enseña a su alumno que las palabras son flores. Que el conocimiento empieza por los nombres. “La libertad es tener palabras”, le dice. Pero cuando llega la barbarie, cuando las palabras se infectan de miedo, el niño aprende a gritar como insulto, como traición. Y ahí está toda la tragedia: en cómo el lenguaje de la infancia también puede ser domesticado por el miedo.

Nos estamos olvidando de que la palabra es la primera forma de resistencia. Fue palabra lo que levantó a Rosa Parks de aquel asiento, palabra la que incendió el poema de Lorca, palabra la que gritó Silvio Rodríguez desde el sur, o la que escribió María Zambrano cuando dijo que “pensar es ante todo agradecer”.

La convivencia también está hecha de palabras. Escuchar a alguien decir “te creo”, “te acompaño”, “te entiendo” puede ser la diferencia entre caer y sostenerse. Las palabras que nombran el dolor sin juzgar, las que ofrecen refugio, las que no reducen al otro a su etiqueta o a su error, también son parte de esa justicia que no siempre cabe en las leyes.

No es ingenuidad defender el lenguaje de lo humano. Es una forma de resistencia. Una resistencia necesaria, política y urgente. Porque hoy, mientras se alzan discursos de odio en parlamentos, en medios, en patios de colegio, en cenas familiares, también podemos elegir no anestesiarnos. Podemos elegir decir algo. Podemos recuperar el poder transformador del lenguaje. No para imponer, sino para tender la voz. Para nombrar sin herir. Para hablar desde lo que somos: vulnerables, humanos, imperfectas.

Porque cuando callamos ante la injusticia, también estamos diciendo algo. Y porque cuando hablamos con respeto en medio del desprecio, también estamos sembrando algo.

Tal vez no podamos cambiar el mundo con una palabra. Pero sí podemos recordar que el mundo se cambia palabra a palabra. Que la compasión también se contagia. Que la historia no sólo nos advierte: también nos invita a no repetir.

Y que las palabras pueden volver a ser eso que un día fueron: un lugar para encontrarnos, también (y sobre todo) desde la diferencia.

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