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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

El balance incómodo de la igualdad

María, una joven en la manifestación del 25N.

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Hay años que se recuerdan por lo que ocurre y otros por lo que se repite. En Aragón, 2025 pertenece claramente a los segundos cuando se mira desde la vida de las mujeres. No ha sido un año de rupturas ni de conquistas espectaculares, sino de continuidad. Y la continuidad, cuando habla de desigualdad, tiene algo inquietante: revela hasta qué punto ciertas cosas siguen considerándose normales.

La igualdad, vista desde lejos, parece un asunto bastante ordenado. Hay leyes, planes, discursos, días señalados en el calendario. Pero cuando se baja al detalle —al tiempo, al dinero, al cansancio— el dibujo se vuelve más irregular. Las mujeres siguen teniendo peores ingresos de media y continuan asumiendo la mayor parte de los cuidados. No es una anomalía estadística, es una estructura que se reproduce con constancia.

En Aragón, las diferencias territoriales siguen marcando el mapa de la desigualdad. En las ciudades, la brecha salarial se disimula con complementos y trayectorias fragmentadas; en el medio rural, se vuelve más directa y cruda. Allí donde faltan servicios, son las mujeres quienes sostienen la vida cotidiana, muchas veces a costa de su propia autonomía. No hay épica en eso, sólo una repetición silenciosa que rara vez ocupa el centro del debate político.

Los cuidados continúan siendo el gran asunto pendiente. Se habla de conciliación como si fuera un problema de agenda personal y no una desigualdad estructural atravesada por el género. Se apela a la corresponsabilidad mientras el sistema sigue descansando, mayoritariamente, sobre el tiempo de las mujeres. El resultado es sabido: reducciones de jornada, carreras profesionales interrumpidas e ingresos más bajos, desde la vida laboral activa hasta las pensiones. Virginia Woolf escribió que para pensar hace falta una habitación propia; en 2025 muchas mujeres siguen sin disponer siquiera del tiempo necesario para imaginarla.

La violencia machista no puede separarse de este contexto. No es un fenómeno aislado, sino una expresión extrema de una desigualdad más amplia. Este año hemos vuelto a vivir una sensación persistente de desgaste. Persisten las agresiones, persisten las denuncias y persiste, también, cierta fatiga social que se cuela en el lenguaje, en el tono y en la manera de relativizar. Como si nombrar la violencia contra las mujeres resultara ya incómodo. Como si insistir fuera exagerar, en un contexto de negacionismo y banalización que apuntala la impunidad y refuerza las estructuras que hacen posible la desigualdad estructural entre mujeres y hombres, y la violencia que legitima.

Y, sin embargo, el año no ha sido sólo repetición. También ha habido movimientos casi imperceptibles. Mujeres jóvenes que no aceptan determinados pactos, aunque todavía no sepan cómo romperlos. Hombres que empiezan a asumir cuidados sin convertirlo en un gesto heroico. Profesionales que empujan cambios pequeños desde dentro de instituciones lentas. No son titulares, pero son desplazamientos.

El feminismo aragonés ha seguido ahí, menos visible quizá, pero constante. Más atento a sostener que a brillar. En un contexto de mayor ruido y polarización, esa perseverancia tiene algo de resistencia tranquila. No promete finales felices, pero evita el retroceso. Y eso, en determinados momentos históricos, no sólo no es poco, sino que es imprescindible.

Cerrar 2025 desde la igualdad no consiste en celebrar ni en lamentarse, sino en mirar con honestidad. Reconocer que sabemos lo que ocurre y que no es nuevo. Que la desigualdad no se mantiene por falta de diagnóstico, sino por falta de voluntad para alterar lo que resulta cómodo. Y que la vida de las mujeres sigue siendo un buen termómetro democrático. Si se mira con atención, el año queda bastante claro.

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