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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Tu silencio no te protegerá

Imagen de archivo (08/05/2017) Paco Salazar (i) y Alfonso Gómez de Celis, a su llegada a una reunión con responsables de la gestora del PSOE. EFE/MARISCAL

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Cuando los casos de acoso sexual emergen en organizaciones políticas, la reacción inmediata suele ser defensiva. No siempre explícita, pero sí reconocible: se mide el impacto, se calcula el daño y se intenta encajar el relato. Sin embargo, lo verdaderamente relevante no es que estos casos aparezcan, sino cómo se gestionan. Porque la violencia machista no irrumpe de manera imprevisible; se manifiesta allí donde existen relaciones de poder desiguales, dependencia, en este caso política, jerarquías informales y culturas organizativas que no han sido revisadas con profundidad.

Los partidos políticos forman parte de la sociedad. No están al margen de sus contradicciones ni de sus violencias. Pensarlos como espacios inmunes no sólo es ingenuo, sino peligroso, porque desplaza el foco del análisis y dificulta la adopción de medidas eficaces. La cuestión no es quién queda señalado, sino si las estructuras internas están preparadas para responder con rigor, justicia y cuidado cuando una situación de acoso se produce.

En ese punto, la ruptura del silencio es importante, pero no como un gesto heroico ni como una consigna moral. Hablar suele ser el último paso de un proceso largo y desgastante, marcado por la duda, el temor a las consecuencias y la conciencia de que lo que se diga no afectará sólo a quien habla. Por eso, cuando una denuncia se formula, la responsabilidad no recae en quien la expresa, sino en el marco que la recibe.

Acompañar es una de las tareas más complejas y menos comprendidas. No se trata de gestos simbólicos ni de apoyos retóricos, sino de una práctica concreta que exige formación, criterios claros y una ética del cuidado sostenida en el tiempo. Acompañar implica reconocer el impacto de la violencia sexual, respetar los ritmos, ofrecer información comprensible y garantizar que la persona afectada no quede aislada ni instrumentalizada. Supone, también, entender que el acompañamiento no puede depender de afinidades personales ni de equilibrios internos, porque eso reproduce exactamente las dinámicas que se pretende erradicar.

Los protocolos frente al acoso sexual y por razón de sexo son una pieza central de este entramado. Pero no basta con que existan. Deben cumplir estándares exigentes de transparencia y calidad democrática. Han de ser públicos, accesibles, fácilmente localizables y redactados en un lenguaje que no excluya. Cualquier persona debe poder conocerlos sin intermediación y sin necesidad de pertenecer a determinados círculos ni de activar relaciones informales. La opacidad, en este ámbito, no protege; genera desconfianza y refuerza el silencio.

Igualmente, esenciales son los canales de denuncia. Claros, múltiples y accesibles. Canales que no obliguen a atravesar jerarquías ni a exponerse ante personas con vínculos políticos directos. Que garanticen confidencialidad y ausencia de represalias como principio operativo, no como declaración de intenciones. La experiencia acumulada demuestra que cuando los itinerarios son confusos o percibidos como inseguros, las denuncias no desaparecen: se enquistan.

Hay un elemento del que se habla poco y que resulta determinante: quién gestiona estos procesos. No es suficiente con un compromiso genérico con la igualdad ni con una trayectoria política coherente. La intervención en casos de violencia machista requiere formación específica, conocimiento técnico, comprensión de los impactos psicosociales del acoso y capacidad para evitar la revictimización. La falta de formación no es neutral. Produce errores, sesgos y decisiones que agravan el daño.

Se han hecho muchas cosas mal. Activaciones tardías, respuestas improvisadas, procedimientos poco claros, prioridad del control del daño reputacional sobre la protección efectiva. Reconocerlo no debilita a las organizaciones; lo contrario sí. Pero el aprendizaje sólo es posible si se abandona la lógica defensiva y se apuesta por una revisión honesta y profunda de las estructuras internas.

Utilizar estos casos como arma partidista es una forma más de vaciar de sentido el compromiso con la erradicación de la violencia machista. Reduce una cuestión compleja a una disputa binaria y envía un mensaje disuasorio a quienes podrían hablar. La violencia machista no es patrimonio de nadie ni puede abordarse desde el cálculo político. Exige sensatez, rigor y una voluntad real de cambio.

Este momento ofrece una oportunidad. No para proclamar ejemplaridades, sino para demostrar coherencia. Para invertir en formación, revisar protocolos, fortalecer canales, profesionalizar equipos y asumir que la igualdad no es un discurso, sino una práctica exigente que atraviesa la vida interna de las organizaciones.

Porque el silencio, como advirtió Audre Lorde, nunca ha sido un lugar seguro. Y porque sólo cuando se construyen estructuras que no lo necesiten, es posible hablar de un compromiso real con la democracia, la igualdad, la dignidad y la justicia.

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