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Lo que sostiene la vida

Septiembre, un mes para volver a abrir las agendas.

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Septiembre siempre llega con la sensación de recomienzo. Es un mes que nos enfrenta a la disciplina del tiempo, a la necesidad de ordenar la vida después del paréntesis veraniego. En Aragón, septiembre tiene un peso especial: se siente como un umbral, como el instante en que la tierra se prepara para la cosecha tardía y la ciudad retoma su pulso. Es, de algún modo, la metáfora perfecta de lo que significa habitar aquí: empezar de nuevo, persistir pese a las dificultades, imaginar horizontes, aunque el cierzo insista en recordarnos que nada se sostiene sin esfuerzo.

Este verano ha dejado cicatrices: incendios, sequías, olas de calor que nos recuerdan que el cambio climático ya no es un aviso, sino un hecho. Pero también fiestas, reencuentros, plazas llenas de música y vida, la alegría obstinada de quienes se niegan a que el territorio se apague. Aragón vive entre esos dos extremos: la fragilidad de lo rural que se vacía y la vitalidad de una sociedad que, pese a todo, sigue inventando maneras de estar.

Y septiembre nos obliga a pensar qué hacemos con todo ello. ¿Qué significa volver a la rutina en un territorio que lucha por mantener su población, que carga con la herida de la despoblación y el envejecimiento, pero que al mismo tiempo posee una fuerza cultural, económica y social que lo sitúa en el corazón de España y de Europa? ¿Qué significa reiniciar el curso político en un país que necesita cohesión territorial y que a menudo olvida que sin sus comunidades intermedias -esas que no son ni centro ni periferia- no hay futuro común posible?

En medio de esas preguntas, hay una verdad que se impone: la vida se sostiene gracias al trabajo cotidiano y silencioso de cientos de miles las mujeres. Lo hemos visto durante los meses estivales y lo vemos ahora, cuando las escuelas abren y son, otra vez, las madres y abuelas quienes reajustan tiempos y recursos para que todo encaje. Lo vemos en lo rural, donde sin mujeres no hay futuro; pero también en la ciudad, donde la desigualdad en el reparto de los cuidados sigue siendo la grieta principal de nuestro bienestar colectivo.

El feminismo lleva décadas recordándonos que lo importante no es sólo crecer, producir o competir, sino garantizar que la vida pueda vivirse en condiciones de dignidad. Y eso pasa por reconocer que los cuidados son el verdadero centro de la economía, que la corresponsabilidad debe dejar de ser consigna para convertirse en práctica real y que la igualdad de género no es un asunto de justicia parcial, sino la base misma de una democracia avanzada. Aragón no es ajeno a esa tarea: lo que ocurra aquí —cómo atendamos a la población más vulnerable, cómo garantizamos servicios en el medio rural, cómo distribuimos tiempos y cargas— es una forma concreta de responder a los grandes retos globales.

Porque septiembre, además de ser rutina, es promesa. Es el momento en que podemos decidir que la persistencia no sea solo aguante, sino transformación. Que nuestros pueblos no sean únicamente postales de un pasado que se extingue, sino espacios de innovación social y sostenibilidad. Que Zaragoza, Huesca y Teruel no se piensen únicamente como ciudades administrativas o logísticas, sino como laboratorios de igualdad, cultura y convivencia.

Persistir, sí, pero también abrir caminos. La igualdad, los cuidados, la sostenibilidad, la cohesión territorial: estos no son asuntos accesorios, son la agenda más urgente. Porque septiembre no es sólo un mes en un calendario cada vez más frenético, es una figura retórica que nos habla de comenzar, de abrir un cuaderno nuevo, de imaginar que todavía podemos hacerlo mejor. Y Aragón, con su historia de persistencias y resistencias, tiene la oportunidad de convertir ese comienzo en ejemplo: demostrar que la vida, cuando se sostiene con justicia social, se convierte en un futuro compartido.

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