El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
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El verano es una estación de extremos. Sol que abrasa, fiestas que estallan, cuerpos que se muestran y palabras que se sueltan. Y, sin embargo, para muchas personas LGTBI, hay un extremo que permanece intacto: el del silencio. Ese silencio denso que no es frescor de sombra, sino niebla de armario. Un armario que no se rompe con la llegada del buen tiempo. A veces, incluso, se refuerza.
Porque no todas las libertades florecen con el calor. Hay quienes, en verano, se reencuentran con su tierra y, al hacerlo, también con el peso de las miradas que una vez les preguntaron “¿y tú qué eres?”, con la tensión de los pronombres evitados, con la pregunta muda que late entre los platos del mediodía. “¿Se lo habrá dicho ya a los padres?”, como si amar de forma no heteronormativa fuese una noticia que diera tiempo a digerir entre el postre y la siesta.
El regreso al pueblo, tan cargado de raíces, también puede arrastrar el eco de una identidad negada. Pero no por eso vamos a renegar del territorio. Aragón no es una frontera, es un cuerpo vivo, plural, que cambia. Como dijo Labordeta, “somos como esos viejos árboles batidos por el viento que azota desde el cierzo”. Y, aun así, nos mantenemos en pie.
Quien ha crecido en un entorno pequeño sabe que el cariño puede venir sin palabras y que muchas veces el miedo convive con el amor. Lo rural no es enemigo de la diversidad: lo es, a veces, la costumbre. La inercia. La idea heredada de que lo diferente se lleva “para fuera”. Pero lo que se va no siempre vuelve. Y lo que vuelve, lo hace con heridas que no se ven.
En los pueblos, las identidades disidentes no siempre encuentran un espejo donde mirarse. No hay referentes, ni protocolos, ni apenas espacios donde preguntarse con libertad quién soy. Y, sin embargo, también ahí germina la resistencia. He visto a una madre en Sádaba callar a un tío con una sola mirada cuando habló de “desviados”. He visto una bandera arcoíris colgada en el balcón del Ayuntamiento de Remolinos con un torrente de Orgullo y a un grupo de adolescentes bailando “Lo Malo” como si fuera un conjuro. Porque a veces lo es.
La cultura ha sido siempre refugio. “Hay golpes en la vida, tan fuertes... yo no sé”, escribió Vallejo. Y, sin embargo, seguimos escribiendo, cantando, habitando nuestros cuerpos. A veces con miedo, pero también con deseo. Deseo de ser, sin más.
Hace mucho tiempo que sabemos que los contextos rurales presentan dificultades específicas: menor acceso a recursos, invisibilidad, discriminaciones normalizadas. Pero también sabemos que en muchos de esos lugares hay una humanidad que late más fuerte que los prejuicios. Y que cuando se acompaña, cuando se forma, cuando se escucha, algo empieza a cambiar. “El mundo cambia con tu ejemplo, no con tu opinión”, decía Paulo Coelho. La diferencia entre un entorno hostil y uno que acoge puede ser tan simple —y tan profunda— como una palabra dicha a tiempo.
Zaragoza, Huesca y Teruel han empezado a tejer redes. Las comarcas, las asociaciones, las escuelas, algunos centros de salud... pequeños nudos de luz que permiten que una adolescente trans no tenga que irse para poder ser. Pero aún falta. Faltan recursos, campañas sostenidas, formación real y continua. Falta que las fiestas mayores celebren también la pluralidad de sus hijas. Que, en la peña del pueblo, quien ame diferente no tenga que hacerlo en voz baja.
Una persona me dijo una vez que salir del armario no es un acto único, es una gimnasia cotidiana. En verano, con la familia, las amistades de la infancia, el vecindario que lo sabe todo... esa gimnasia se vuelve maratón. Y, sin embargo, hay quienes se atreven. Se plantan en la plaza, piden una cerveza y no bajan la mirada. Y eso también es activismo.
Porque hay muchas formas de ser valiente. Como escribir tu nombre con “x” en la ficha de la piscina. Como ponerte la camisa que sabes que hará hablar a media calle. Como besar a quien amas al caer el día, mientras suena de fondo esa canción de Amaral que dice “salta del andén, no mires atrás, hoy no ha sido un día fácil para ti”. Y, aun así, lo has vivido con dignidad.
Que nadie se equivoque: no se trata de imponer banderas, sino de desplegar alas. De que la libertad no sea un favor, sino un derecho. De que no haga falta irse para respirar. Que el cierzo no arrastre lo que somos. Que cada pueblo tenga su historia diversa y que esas historias no se callen más.
Este verano, ojalá más personas puedan volver a su tierra y decir: “Estoy aquí. Soy así. Y este también es mi hogar”. Que “estos días azules y este sol de la infancia” nos recuerden que, al fin, encontramos nuestro lugar.
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