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Sobre este blog

El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.

Madrileños por el mundo

Madrileños por el mundo

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No hay momento más apropiado que un verano, y además no hay otro verano más acertado que este, para leer Una guía sobre el arte de perderse de Rebecca Solnit. Yo misma lo estoy haciendo y sé que no soy la única. En la portada aparece una chica adentrándose en lo que aparenta ser un trozo de papel rasgado. Está claro que esa grieta no lleva a ningún sitio pero aún así se mete dentro de ella para desaparecer por un rato. He ahí la esencia misma del veraneo.

Dice la autora (siguiendo a Walter Benjamin, y siguiéndolo sin duda por alguno de sus paseos a la deriva por la ciudad) que uno se pierde estando plenamente presente en algún sitio (y, por tanto, yo diría que plenamente ausente de otro) y que no es lo mismo acabar perdido que perderse, pues hablamos de una elección consciente y una conducción voluntaria, más psíquica que física, a la cual se accede a través de la geografía. Siguiendo la pista que nos van marcando Walter y Rebecca, aprovechar el verano para hacer un viaje de descubrimiento de sitios (también conocidos como “destinos turísticos”) es un lamentable error.

No estoy diciendo que haya que quedarse en casa, pero sí planteo que el mejor verano es aquel en el que te diluyes. Esta primavera se nos prohibió deambular, el cual es el rito de iniciación al perderse, por lo que me he propuesto hacerlo mucho este verano. Es mi principal objetivo. Recuerdo el miedo que surgió en la desescalada ante las herramientas de control del contagio del coronavirus. No sabíamos cómo de lejos llegarían nuestros viajes y pronosticamos un futuro próximo orwelliano, en régimen de vigilancia exhaustiva. Todavía no sé bien por qué, aunque intuyo que, además del dinero, la laxitud propia del verano tiene algo que ver en que finalmente no haya habido apps de geolocalización del contagio ni parecen estar funcionando como deberían esos detectives que son los rastreadores. Aquí en Galicia vamos a tener que llamar a un número de teléfono para comunicar a la Xunta dónde vivimos, quiénes somos y de dónde y cuándo llegamos. Solo tendrán que hacerlo los que lleguen de lugares que las autoridades consideren peligrosos. Haya o no rebrotes en Madrid, tengo la intuición de que nos incluirán.

Siempre ha habido cierta aversión en Galicia hacia los madrileños como especie invasora. Recuerdo que, de pequeña, a principios de julio se decía “ya llegan los madrileños”, sin importar que fueran de Toledo, Valencia, Barcelona o Soria. Seguramente, cuando Coruña empezaba a recuperar su densidad natural a finales de agosto, la gente diría “qué gusto que ya se han ido los madrileños”. No lo escuché nunca porque yo era una de esas madrileñas que volvían a casa para empezar el curso escolar, pero sabía que se decían esas cosas porque las hermanas de mi madre se lo contaban a ella por teléfono, cuando les preguntaba por la ciudad que ella, con pena, había dejado atrás. Aunque la familia supiera que nosotros, un pequeño apéndice desgajado, emigrado, estábamos en Madrid, para ellos nosotros nos perdíamos, nos perdíamos en el invierno, y no nos rescataban hasta el julio siguiente, cuando tiraban de la cuerda larga que nos habían amarrado a la cintura.

Hubo un momento en la desescalada que Feijoó dijo algo sobre los madrileños que pretendían venir de vacaciones a Galicia. Fue muy sutil, pero todos entendimos que había una incomodidad bajo sus palabras, una advertencia quizás. Yo me tomé lo de los madrileños como quien dice gallegos en Argentina. Otras personas, en cambio, se lo tomaron de manera literal y comenzaron a soliviantarse; de las brasas del Real Madrid y del bocata de calamares, surgió un nacionalismo madrileño, improvisado y resentido, que se quejaba de que “no nos quieren”. Hubo algún madrileño que propuso hacer boicot y recordó que España tiene mucha costa donde plantar la sombrilla. Con semejantes antecedentes, llegué a Coruña este verano rogándole a mi familia que por favor relajara el acento madrileño en público.

A pesar de todos los chistes —que, en honor a la verdad, hacíamos más nosotros que ellos—, la cosa no parecía que fuera a pasar de ahí hasta que llegaron los del Fuenlabrada. En mitad de un clima de funeral por el inminente descenso de categoría del Dépor, tuvo que ser un equipo madrileño el que viniera cargado de coronavirus para hacer realidad la profecía de Feijoó. Aunque tiene su importancia, el tema está un poco sacado de quicio y ha comenzado a adquirir proporciones de serpiente de verano, esas noticias que en invierno no lo son tanto, con apasionantes giros de guion y personajes muy bien perfilados. Un repaso a La Voz de Galicia, por ejemplo, nos aporta casi una pieza del tema por cada sección, con enfoques de todo tipo, desde el sanitario (cómo ha podido suceder esto), al empresarial (historietas relativas al presidente del club), al deportivo (el club coruñés hace lo que puede para evitar la degradación a Segunda B) pasando por el ultralocal, con dos historias que han tenido amplia cobertura: una boda que ya había sido pospuesta en una ocasión y que tenía que celebrarse en el hotel de los confinados (la novia estaba al borde del ataque de nervios, comentó ella misma) y la preocupación de los socios de La Solana, el club deportivo situado en el hotel (una institución tan arriagada en la ciudad casi como el propio Dépor) por si los futbolistas habían utilizado o no las instalaciones.

Es el gran tema de esta ciudad en estos días, lo cual nos permite hablar de algo cuando el verdadero tema es la nada. En este escenario de postconfinamiento, A Coruña languidece, no ha llegado a despertar del todo. La programación cultural, muy dependiente de las instituciones, es anecdótica, profiláctica incluso. Como si la ciudad quisiera desaparecer por un tiempo, pasar desapercibida, diluirse en la oscuridad que hay en los intervalos entre fotogramas de una película, a los que Rebecca Solnit llama terra incógnita. Perderse.

“Terra incógnita” o “aquí hay dragones” se leía en los mapas antiguos para marcar los territorios inexplorados, los que ni siquiera sabían dibujar. El arte de perderse necesariamente nos lleva al fin del mundo, al último trozo de tierra, del que Galicia tiene algún pedazo. No hay que llegar a estos terrenos para explorarlos pues querríamos que siguieran siendo terra incógnita en el futuro, se viene a ellos para despejar incógnitas sobre uno mismo. En el fin de la tierra, por donde deambula la muerte, se piensa mejor sobre todo lo que no sabemos. Y además, está fresquito. Los jugadores del equipo de Fuenlabrada, confinados en el Hotel Finisterre —dónde mejor— han sido perdidos, aunque estén geolocalizados en unas coordenadas muy precisas, aunque haya un grupo de cámaras y periodistas en la puerta del hotel recogiendo todo lo que se pueda saber, que es nada, su ausencia respecto a las personas y los lugares en los que deberían estar en este momento, su desaparición, les regala esta magia de perderse durante 14 días en terra incógnita.

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El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.

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