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El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

Sobre la necesidad de una segunda Ilustración (o tercera)

Foto: Jorge Riechmann

Jorge Riechmann

La realidad, o más bien las realidades, están traspasadas de innumerables semejanzas y diferencias. De entre ellas, las sociedades humanas, en las sucesivas etapas históricas, conceden importancia cultural (o se la niegan) a diferentes conjuntos de semejanzas y diferencias. Diferencias siempre hay para todos los gustos, pero unas se consideran significativas y otras no. O sea: no todas las diferencias (y semejanzas) son relevantes transculturalmente ni transhistóricamente, pese a las ilusiones que podamos hacernos al respecto. Por el contrario, el que un determinado conjunto de semejanzas y diferencias tenga relevancia cultural para determinada sociedad en determinado momento de la historia determinará en buena medida las pautas de construcción sociopsicológica de la realidad para esa sociedad.

Por ejemplo, ciertos estudios psicológicos sobre las reacciones de la gente que visita zoos (en sociedades occidentales contemporáneas) han mostrado que los niños tienden a ver semejanzas entre los seres humanos y los animales no humanos, mientras que los adultos ven diferencias. Los niños y niñas parecen sentir un parentesco espontáneo entre ellos y los animales.

Pues bien: podemos entender al menos un aspecto de aquel movimiento cultural y social que fue la Ilustración europea de los siglos XVII-XVIII como un intento para atenuar, hasta borrarla, la importancia concedida en las anteriores formaciones sociales europeas a ciertas diferencias fácticas o culturales entre los seres humanos. La Ilustración sentó el principio de que los seres humanos nacen esencialmente libres e igualesnacen esencialmente libres e iguales: lo hizo poco a poco, en un proceso ambiguo e inconcluso que ha durado varios siglos (¡todavía hoy siguen existiendo muchos millones de personas esclavizadas en el mundo... por no hablar de las brutales desigualdades socioeconómicas que no han dejado de crecer en los decenios últimos!).

Ahora bien: ya que existen manifiestas diferencias entre los seres humanos (sexo, color de la piel, estatura, fortaleza física, disposiciones intelectuales y estéticas, etc.), ¿en qué sentido podemos decir que son iguales? El pensamiento ilustrado afirma que lo son en dignidad, en derechos, en todo lo atañedero a su participación en la vida pública; que todos son igualmente merecedores de respeto. Afirma que las diferencias debidas a la inteligencia, las habilidades sociales, el sexo o el color de la piel no han de impedir que todos los humanos tengan los mismos derechos en la vida política, social y económica. Notemos que los hechos no pueden justificar ningún principio de igualdad o desigualdad, ya que tal principio no es una descripción de hechos sino una norma, principio o ideal moral.

Afirmar el principio de igualdad humana en este sentido constituye un progreso moral que hoy nos parece casi autoevidente (o así queremos creerlo), aunque no lo es en absoluto; y haríamos bien en tener presente el difícil camino que tuvo que recorrer esta idea de la igualdad, y el que aún le queda por recorrer. Por no poner más que dos ejemplos: el sufragio universal femenino no se generalizó hasta después de la segunda guerra mundial, y en una democracia como Suiza no terminó de obtenerse hasta el año 1971. La esclavitud legal no se abolió en Arabia Saudí hasta 1962 (y aunque hoy no exista como categoría jurídica en ningún país del mundo, sí que hay esclavos de hecho en países como la India, China, Pakistán… casi 36 millones en todo el mundo en 2014, según datos de la ONG Walk Free).

El progreso moral consiste precisamente en que, a pesar de las muchas y evidentes diferencias de hecho que existen entre los seres humanos, hemos aprendido (o parece que vamos aprendiendo, o al menos querríamos hacerlo) a respetar a los demás seres humanos como iguales nuestros. Hemos relativizado esas diferencias, poniendo en primer plano lo que nos une y no lo que nos separa.

Pues bien: acaso hoy lo que está históricamente a la orden del día sea una profundización del pensamiento ilustrado (algunos autores han hablado de una “segunda Ilustración” o de una “ilustración de la Ilustración”) que, complementando a esa semejanza esencial entre todos los seres humanos “descubierta” por la primera Ilustración, “descubra” o ponga de manifiesto otra semejanza esencial: el parentesco que nos vincula con todos los demás seres vivos (y, más estrechamente, con los animales superiores). También aquí las diferencias que nos separan de los otros animales y las plantas son manifiestas: y también aquí, como en el caso de la primera Ilustración, de lo que se trata es de enfatizar más lo que nos une que lo que nos separa. Si el objetivo de la primera Ilustración era conseguir la paz entre los seres humanos, el de la segunda sería lograr la paz entre los seres humanos y la Naturaleza no humana. (En ninguno de los dos casos “paz” equivale a “ausencia de conflictos”).

Se trataría de “ilustrar a la Ilustración”, por ejemplo, con una psicología moral menos esquemática que la de las Luces dieciochescas, que tenga en cuenta los abismos de la psique humana evidenciados en la terrible historia del siglo XX (como lo hace Jonathan Glover en ese libro espléndido que es Humanidad e inhumanidad, ed. Cátedra 2001); o también recordando esas “Ilustraciones olvidadas” que encarnaron las feministas o los defensores de los animales del siglo XVIII (como hace Alicia Puleo en su indispensable Ecofeminismo, ed. Cátedra 2011), vale decir tratando de recuperar tradiciones minoritarias que como preciosos hilos de Ariadna podrían guiarnos en los terribles laberintos del presente.

La moderna biología evolucionista nos enseña, efectivamente, nuestro parentesco (más o menos cercano: más cercano con los mamíferos que con las coníferas) con los demás seres vivos del planeta, parentesco fundamentado en la existencia de antecesores evolutivos comunes. Sin ir más lejos, todos los vertebrados terrestres descendemos de los mismos crosopterigios (peces pulmonados) que hace unos 350 millones de años se atrevieron a dar el arriesgado paso que los llevó a tierra firme. Acaso hechos semejantes no carezcan de toda relevancia para nuestra sensibilidad moral.

Sin duda los humanos somos seres vivos singulares, muy especiales en ciertos aspectos (uno de ellos, sin ir más lejos, es precisamente la capacidad de sentir simpatía y tratar moralmente a los miembros de otras especies vivas); pero al mismo tiempo somos seres vivos como los demás: no nos separa de ellos ningún “abismo ontológico”. Si la primera Ilustración enfatizaba que todos los seres humanos nacen iguales (created equal, rezaba la Declaración de Independencia americana), la segunda Ilustración subrayará que todos los seres vivos compartimos un común origen (evolutivo) natural; que todos pertenecemos a la misma naturaleza; y que la biosfera es el común espacio vital de todos nosotros. Como observó hace decenios el filósofo José Ferrater Mora, “el problema de la igualdad humana se amplía, convirtiéndose en lo que podría llamarse 'igualdad sintiente', cuando se abandona el especismo y se admiten los titulados 'derechos de los animales' en tanto que derechos de todos los seres sintientes. Importantes modificaciones en el concepto de igualdad, así como en el de justicia, pueden resultar de semejante ampliación, pero es dudoso que ello lleve a la tesis de la desigualdad: más bien refuerza la tesis de la igualdad” (voz IGUALDAD HUMANA en su Diccionario de filosofía).

Notemos para concluir que, si echamos bien las cuentas, esa posible “segunda Ilustración” sería más bien la tercera para Occidente. El filósofo judío estadounidense Hilary Putnam ha insistido en que no existió una sola ilustración, la Ilustración con mayúsculas de los siglos XVII-XVIII, sino tres ilustraciones: la primera vinculada a Sócrates, Platón, Epicuro… y la tercera (sin cristalizar del todo) que según él estaría vinculada a la figura de John Dewey (Ética sin ontología, ed. Alpha Decay 2013), aunque aquí sin duda nos correspondería ampliar el santoral.

Cuando la filosofía logra encarnar en un movimiento más o menos popular, con gran capacidad de impacto cultural, la llamamos ilustración. Por eso hablamos de una “Ilustración griega”, de la Ilustración con mayúsculas en la Europa de los siglos XVII y XVIII, y hoy estaría a la orden del día esa “Tercera Ilustración”… si fuésemos capaces de impulsar un potente movimiento de reconstrucción crítica de nuestra cultura. Una Tercera Ilustración consciente de los puntos ciegos de las dos anteriores (y por eso resuelta a la autocrítica en forma de “ilustración de la Ilustración”) y animada por valores como libertad, igualdad, solidaridad, sustentabilidad, biofilia…

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El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

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