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Edward Whymper durmió aquí

Edward Whymper.

José Luis Mendieta

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Por un instante sintió que moría en vida. Todavía le costaba creer que su recuerdo se hubiera desvanecido en tan poco tiempo, que no mereciera una atención extra. Sentado en un banco de la estación de Zermatt, asistía a cómo la ausencia de luz traía un frío helador y se llevaba a los turistas a disfrutar de la habitación en sus hoteles. Contra todo pronóstico, él no había tenido esa suerte y parecía que esa noche iba a tener que afrontar un vivac imprevisto.

Después del segundo hotel en el que pidió alojamiento para escuchar, con leves variaciones, un “imposible señor estamos en plena temporada alta y no disponemos de habitaciones libres”, decidió continuar un poco más con la búsqueda pero ya no como necesidad personal sino con el mismo espíritu con que había observado, descrito y publicado las costumbres locales pocos años antes. Vista la circunstancia, había decidido llevar su papel de observador a constatar lo que pasaba con él mismo.

Bien podría, pensó, haber reclamado mayor atención, y llegado el caso a declamar una selección de su extenso repertorio de reproches e invectivas, arte en el que desde joven se consideraba un maestro, como cuando se reencontró con aquel pintoresco guía de sombrero puntiagudo, chaleco escarlata y pantalones azul índigo que le iba a llevar a Val Tournanche y le dejó abandonado a mitad de camino, cuando se asustó al contemplar un descenso de los que estimulan los sentidos. Ese guía que le había dejado solo llevándose su mochila con sus lápices de dibujar montañas y sus dineros, al encontrarle a su regreso soportó sonriendo los calificativos de mentiroso y ladrón pero respondió sacando la navaja al oír que le llamaba cerdo.

1905 estaba siendo un año cerdo. A una caída en un camino de montaña que le rompió algunas costillas, le sucedió un golpe en la cabeza debido a un accidente de tren que le hizo perder la memoria durante un tiempo. Ahora, en Zermatt, el golpe en la cabeza parecía haberlo recibido otro. Seguramente, tampoco se mereciera ser recordado afectuosamente por los nativos, con quienes jamás había sido políticamente correcto. Entendía que alguna, en realidad varias, de sus descripciones parecieran humillantes pero eran tan reales como, en el lado contrario, sublime la figura del jorobado Meynent abrumado ante la maravillosa belleza de las montañas que escalaba con valentía, la destreza de su guía Croz o el ímpetu de Carrel. Sin embargo, muchos de los que había conocido en las montañas carecían de las dosis necesarias de valor, paciencia, perseverancia y fortaleza que hacen falta para escalarlas pero les sobraba superstición y cara dura. En estos valles, la mayoría temía tanto al Matterhorn que no lo deseaban.

El sí escaló el Matterhorn. Pero sólo él y los Taugwalder, padre e hijo, regresaron. Le dolía el recuerdo de los cuatro muertos –el guía de Chamonix Michel Croz, y sus compatriotas británicos Hudson, Douglas y Hadow– que cayeron rotos en pedazos 1.400 metros montaña abajo desde casi la cumbre, del juicio con tribunal en Zermatt y del popular en Londres a su regreso. Después de todo no tuvo más miedo que antes a la montaña sino a los errores que se cometen, como una imprudencia o un despiste momentáneo que pueden arruinar toda una vida, pero sobre todo a uno del cual se había dado cuenta desde sus primeras escaladas: si no sabes escalar, aprende, porque no deberías estar en ellas.

Y él, ¿por qué había aceptado al joven e inexperto Hudson que perdió pie, cayó sobre Croz y arrastró a la cordada? ¿Por qué se había retrasado en la cumbre dibujando el paisaje, después de consensuar el orden lógico de bajada pero sin supervisar cómo se encordaban? ¿Por qué Taugwalder el Viejo le dio la cuerda fina, la que se rompió, al grupo de cuatro que iniciaba el descenso, atados entre sí con cuerda gruesa que no se rompió? Para las tres encontraba una razón que no le hacía sentir culpable del accidente, pero para la última la respuesta le aterraba. Taugwalder no cortó la cuerda, y le defendió por ello, pero ¿por qué eligió una cuerda que podía romperse más fácilmente que la otra para encordarse con lo que consideraba, seguramente, la parte débil de la cordada?

Zermatt parecía haber dejado atrás la tragedia y ahora se beneficiaba del éxito. Justo lo contrario que él, pensó. Tampoco había propiciado la gloriosa y también trágica escalada del Matterhorn de ese 14 de julio de 1865 desde Zermatt por hacerles un favor que hubiera de ser cobrado algún día. De hecho, el favor lo necesitaba la vertiente italiana que, como había escrito, llevaba un importante retraso respecto de sus vecinos del norte. Sabía, como también lo supo el ministro Quintino Sella, que el lado desde el cual se ascendiera por primera vez tendría un gancho atractivo para atraer ingresos llegados del incipiente turismo alpino. Escaló desde Zermatt porque estaba convencido después de 10 intentos de que, pese a su apariencia imposible, la estructura de la montaña opondría, a la roca desplomada del lado contrario, una sucesión de roca escalonada. Por un lado tuvo razón, pero por otro su admirado Jean Antoine Carrel se la había quitado cuando tres días después escaló su Cervino por su arista del Lion deseada. Sí, Carrel fue uno de los pocos que realmente amaban de manera pura las montañas, un hombre con recursos y original, coraje y determinación que disfrutaba adentrándose en terreno desconocido. Su muerte en 1890 después de poner a salvo a sus clientes durante una tormenta en el Cervino, le había afectado más de lo que el propio Carrel, por fin su compañero en el Chimborazo, podía imaginarse.

Por un instante pensó en una pequeña venganza, en dejar testimonio de esa pequeña muerte en vida que trataba de encajar como una observación científica más, al estilo de sus observaciones botánicas. Quizá a los 50, 100 o 150 años de aquella ascensión su nombre, como el de Carrel, sería recordado. Seguro que su fama trascendería a la segunda muerte que significa pasar al olvido, pero ese día nadie había llegado a recibirle a esta estación inaugurada ¿cuándo? ¿unos quince años antes? Ese día nadie tuvo un hueco para él ni como reconocimiento ni por hospitalidad con pago. Por eso, en ese banco de la nueva estación de Zermatt sobre el que iba a pasar la noche tapado con una mantita de picnic tal vez dejaría un mensaje: Aquí durmió Edward Whymper, 40 Aniversario del Matterhorn.

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