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Arqueología de altura (II parte)

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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Tal y como señalábamos en la entrega anterior, los europeos distan mucho de ser los primeros seres humanos en aventurarse en altitudes superiores a los 5 o 6.000 metros. Los verdaderos pioneros fueron los quechuas, aymaras, uros, jaqarus, pehuenches o atacameños que habitaban, y siguen habitando, los territorios que más tarde se convertirían en las repúblicas de Perú, Chile, Argentina y Bolivia. Sus incursiones en los volcanes y nevados andinos debían ser bastante habituales a tenor del centenar de yacimientos descubiertos desde que Bión González y Juan Herseim hollaran la cumbre del Llullaillaco en diciembre de 1952. La magnitud e importancia de estas exhumaciones ha provocado de rebote la aparición de una nueva especialidad o dimensión dentro del ámbito de la Arqueología denominada Arqueología de (Alta) Montaña liderada por Johan Reinhard y sus numerosos discípulos.

En otro orden de cosas, es preciso señalar que todos y cada uno de estos enclaves comparten algunas características comunes. La primera y más importante reside en el hecho de que todos, sin excepción, han sido localizados al sur de la ciudad peruana de Cuzco, en las regiones más áridas, montañosas e inhóspitas de los países citados más arriba. Si es así es porque, por un lado, el perfil romo y el origen volcánico de este sector de los Andes facilitó el acceso a sus cimas y, por otro, el transporte o la extracción de materiales y la construcción de estructuras relativamente sólidas. La segunda está relacionada con la anterior y tiene que ver con el valor arqueológico y el grado de conservación de las piezas rescatadas. La elección de estos emplazamientos, que no tuvo nada de casual, les permitió escapar del saqueo, el expolio y la destrucción a la que se vieron sometidos otros yacimientos del mismo período y, por extensión, el conjunto del patrimonio material de las culturas pre-hispánicas. Las figurillas votivas de oro y plata, los amuletos fabricados con conchas marinas, las ofrendas en forma de alimentos y hojas de coca, las víctimas de los sacrificios rituales preservadas en estos santuarios son lo más parecido a una cápsula del tiempo porque han permanecido en el lugar durante cinco siglos sin más alteraciones que las producidas por las inclemencias meteorológicas y el paso de los años. Allí fueron depositados y allí han sido recuperados al cabo de medio milenio.

Sin duda, los hechos que, a lo largo de las décadas, han recibido más atención por parte de expertos, medios de comunicación y público en general han sido los relacionados con el hallazgo de enterramientos humanos y de los cadáveres de los individuos que, previsiblemente, habían sido sacrificados para propiciar a los dioses.

En 1954, un grupo de tres andinistas capitaneados por Luis Gerardo Ríos Barrueto descubrió a dos sospechosos huyendo a la carrera de las inmediaciones de la cima del cerro El Plomo, un nevado de 5.424 metros de altitud visible desde Santiago de Chile. Al parecer, los dos individuos trasportaban un saco conteniendo un objeto muy pesado. Como se supo más tarde, acababan de desenterrar los restos momificados de un niño de ocho o nueve años que, además de estar acompañado por un riquísimo ajuar, portaba un tocado elaborado con plumas de cóndor. La recuperación y análisis de esta momia permitió averiguar que su muerte se remontaba al período incaico y que no había sido accidental sino provocada.

Una década más tarde, otra pareja de escaladores tropezó con una cabeza humana que sobresalía del suelo muy cerca de la cumbre del cerro El Toro, una montaña de 6.168 metros situada en los límites de Chile y Argentina. Tras desenterrar el resto del cuerpo, los expedicionarios decidieron trasladarlo y depositarlo en Mendoza. Los forenses que se ocuparon de él concluyeron que correspondía a un varón de 20 años que había sido embriagado con alcohol de maíz antes de ser ejecutado ritualmente.

Finalmente, otro montañero argentino llamado Antonio Beorchia corrió una suerte semejante en lo más alto del nevado Quehar (6.160 metros). Cuando regresó al lugar para recuperar el cadáver, sólo fue capaz de localizar algunos fragmentos del mismo porque unos buscadores de tesoros sin escrúpulos habían utilizado dinamita para facilitar las labores de búsqueda y expoliar los objetos que, supuestamente, integraban su ajuar.

¿Cuál o cuáles fueron las razones por las que los incas, sus súbditos o los miembros de las minorías sometidas a su poder construyeron estas estructuras sacrificiales en lugares tan extremos? A diferencia de lo sucedido en México con los rituales realizados por los aztecas, no existe ni un solo testimonio que arroje pistas sobre esta clase de prácticas. No obstante, existen varias conjeturas. La más extendida señala que formaban parte de un culto solar propio de la civilización incaica. Otros, como Reinhard, sostienen que el destinatario de estas ceremonias no era el sol sino los dioses y genios que residen en los nevados y a los que atribuían y siguen atribuyendo el control de la meteorología y, sobre todo, el de las lluvias y nieblas que fertilizan y dan vida a los desiertos de altura que se extienden por estos territorios andinos. Y es que las montañas, como escribía M. Eliade en su Tratado de historia de las religiones, son sagradas por participar del simbolismo de la trascendencia (alto, vertical, supremo…) y por ser “el dominio por excelencia de las hierofanías atmosféricas, y en su virtud, la morada de los dioses”.

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