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El santo del mes

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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Las manifestaciones de devoción o piedad religiosa no son muy habituales entre los montañeros como, por otra parte, tampoco lo son en la población general. A pesar de ello, y al igual que sucede con tantas y tantas actividades y profesiones, este deporte cuenta con su propio santo protector, con una advocación destinada específicamente a velar por la integridad física de los montañeros, rescatarles de cualquier apuro o protegerles en caso de accidente.

El personaje elegido por la Iglesia para ejercer estas actividades es San Bernardo de Menthon o San Bernardo de Aosta cuya festividad es celebrada cada 15 de junio. Su presencia en el santoral católico no es nueva, se remonta al año 1123, pero hubo que esperar nueve siglos, hasta 1923, para que el papa Pío XI (Achille Ratti) tomara la decisión de encomendarle la misión de ocuparse de la salud y el bienestar de los alpinistas. De hecho, esta fue una de las primeras disposiciones que adoptó tras ser proclamado sumo pontífice el 6 de febrero de 1922.

Pero volviendo a San Bernardo, es preciso señalar que existen pocas, poquísimas referencias biográficas acerca de su vida, obra y milagros. No solamente son escasas sino que, además, son extremadamente confusas porque algunas sitúan su nacimiento y muerte en el 923 y 1008 respectivamente, mientras que otras manejan los años 1020 y 1081. En cualquier caso, su nacimiento tuvo lugar en un castillo de la Alta Saboya llamado Menthon perteneciente al distrito de Annecy. Tras ser consagrado sacerdote, se entregó en cuerpo y alma a predicar la palabra de Dios entre los habitantes de las aldeas de la vertiente meridional de los Alpes. Y fue en el curso de estas visitas cuando concibió el proyecto de construir dos albergues-hospital a fin de alojar y prestar asistencia a los viajeros y peregrinos que frecuentaban las rutas que atravesaban este macizo montañoso. El primero, bautizado con el nombre de Gran San Bernardo, fue edificado al pie del Mont Joux o Monte Júpiter, el collado de 2.473 metros que comunica el valle de Aosta con el de Entremont en el Valais suizo y muy cerca de las ruinas de un templo romano consagrado a Júpiter Penino. El segundo, o Pequeño San Bernardo, se levantó al suroeste y a menor altura que su compañero, junto al puerto que une Aosta con la comarca de Tarentaise y que anteriormente fue testigo del paso de las tropas y de los elefantes reclutados por Aníbal para invadir Italia.

Para no dejar ningún cabo suelto, San Bernardo decidió fundar la Congregación Hospitalaria de San Nicolás y San Bernardo del Monte Júpiter, una comunidad religiosa destinada a conservar los edificios y satisfacer las demandas de las personas que ocasionalmente buscaban refugio en sus instalaciones. Su trabajo de proporcionar alojamiento y comida a los viajeros pronto se vio sobrepasado por una tarea mucho más importante como la de prestar socorro a los caminantes accidentados, perdidos o sepultados por los aludes. Para hacerlo e incrementar la eficacia de los rescates decidieron buscarse un aliado y lo encontraron en un perro, o una raza de perros, que desde entonces lleva su nombre.

Si se nos permite hacer una digresión, es necesario subrayar que la devoción a San Bernardo nada tiene que ver con las cruces y los motivos religiosos que erizan las cumbres de muchísimas montañas (sólo en los Alpes italianos hay censadas más de mil cruces). La idea original es atribuida al papa León XIII, aunque los detalles son algo confusos. Todo comenzó en septiembre de 1896 durante la clausura del XIV Congreso Católico Italiano. Algunos de los asistentes propusieron que la llegada del nuevo siglo debía ser saludada con un homenaje a la figura de Jesucristo Redentor y a los 19 siglos transcurridos desde su nacimiento y que la mejor manera de hacerlo era erigiendo cruces conmemorativas en la cima de otras tantas montañas. La iniciativa, aprobada y bendecida por el propio papa, rápidamente comenzó a cobrar forma y a extenderse a otros países católicos. Los más diligentes en poner en marcha este proyecto fueron los propios italianos que, tras barajar varias posibilidades, seleccionaron no 19 sino 20 montañas repartidas por toda la geografía nacional para dar prueba de su fe. Algún tiempo después, en 1899, el comité encargado de la elección de los emplazamientos y de la coordinación y financiación de las obras remitió una circular a las diócesis en la que declaraba sus intenciones en los siguientes términos: “las altas cumbres de las montañas que dominan las regiones itálicas son lugares propicios para levantar un recuerdo imperecedero del homenaje al Redentor y testimoniar la consagración a Jesucristo del siglo XX”.

Un siglo después, la mayoría de esas cruces y de las que, por mimetismo, se erigieron en otras latitudes siguen ahí, expuestas a los elementos e inmunes a la secularización y al abandono de las prácticas religiosas. Muchas ya no están solas, se encuentran acompañadas por toda suerte de inscripciones, placas conmemorativas, belenes, epitafios o esculturas que demuestran la carga, el capital simbólico, religioso o no, que antes y ahora otorgamos a estos extraordinarios parajes.

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