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El abominable pueblo vasco

Iñaki Ochoa de Olza

Pronto habrán pasado 16 años desde que le conozco. Estábamos escalando en Yosemite y alguien nos dijo: “Ése de ahí también es vasco”. Se llama Tamayo. No habíamos oído hablar de él y eso que entonces José Carlos, vizcaíno de Sestao, ya era casi una leyenda. “¿De verdad que tienes 30 años?”, preguntamos incrédulos desde la inmadurez de nuestros 20. Desde luego sus rizos, su sonrisa y su frescura no los aparentaban. Él estaba en aquella ocasión con Lazkano, otro buen fichaje, y escalaban El Capitán todas las semanas por diferentes rutas y como quien no quiere la cosa. Con los años he tenido la fortuna de compartir con Tamayo algunas buenas escaladas y tres expediciones al Himalaya. Pude descubrir a alguien sensible e inteligente como pocos, cariñoso pero duro de pelar, austero y exigente consigo mismo y con los demás. No tengo ni idea de qué resultado daría como marido, pero como compañero de expedición se aproxima muchísimo al ideal. En el Himalaya cualquier cenutrio puede acarrear mochilas, fijar cuerdas y resoplar, pero tomar decisiones es cosa de pocos elegidos, y José Carlos es uno de ellos. Y eso no significa que no se pringue porque curra como el que más.

En el verano de 1996 escalamos los dos con Ramón Portilla el Gasherbrum II. Yo estaba fundido después de escalar un par de semanas atrás el Hidden Peak (GI) con un equipo de TVE de la Escuela Militar de Jaca (¡un insumiso como yo!) y con Juan Tomás, otro tipo fantástico. José Carlos venía de realizar un intento durísimo al Amin Brakk, una torre vertical que le dejó los pies como para ingresar en un hospital, pero el chaval nunca ha sido quejica.

Aquella no fue una expedición feliz porque sufrimos desdichas varias y hasta la perdida del teniente Manuel Álvarez; un buen chico. Aún así conseguimos escalar el GII, después de esperar hasta la saciedad el buen tiempo, cuyo peso recayó –¿lo adivinan?– en Tamayo. Sentados en una fina arista 10 metros bajo la cumbre, José Carlos sacó la pesada cámara que él mismo había acarreado y me preguntó: “¿Subes o filmas?” No pude responderle más que: “Hala, majo, filma tú que así igual sale algo”. Él logró un plano fabuloso, de los de guardar en la videoteca (en la vuestra; yo no tengo vídeo).

Unos días antes yo había tenido la rara ocasión de ver a José Carlos, si no desesperado, que es cosa que parece imposible, sí al menos ‘caliente’. Preparábamos la ascensión con la paciencia de la que hace gala y llevábamos más de cuatro horas seleccionando material, preparando comida, afilando crampones, clasificando material fotográfico y de filmación. Bueno, quiero decir que Tamayo preparaba y yo hacía lo que me decían. Mientras nosotros sudábamos, Ramón Portilla se relajaba en su tienda, repartiendo su interés entre un libro y un cigarrillo. Ramón es un tipo que tiene un fino e irónico sentido del humor y que posee todas las cualidades que se le atribuyen. Yo veía que José Carlos curraba y curraba y de vez en cuando miraba de soslayo hacia la humeante tienda de Ramón mientras se iba ‘cargando’ poco a poco. Al final explotó y gritó:

– “¡Ramón, caaaaabrón, sal aquí a currar!”

El Portilla, con parsimonia, apagó su cigarro y dejó a un lado su libro. Salió de la tienda tranquilo y, mientras pasaba a mi lado, con ojos de víctima me dijo:

– “El abnegado madrileño y el abominable pueblo vasco...”

Columna publicada en el número 2 de Campobase (Abril 2004).

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