Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Gota de sangre en el borde
Era domingo. Todos los domingos son un poco parecidos. Están suspendidos en ese espacio de tiempo incierto en el cual no sabemos si algo ha terminado o si tenemos que empezar a pensar en lo que va a comenzar. Un día colgado en un impasse entre momentos, perfecto para reflexionar sobre los ritmos vitales que nos acucian y agarrar con fuerza las horas que se nos escapan entre los dedos de la memoria.
Solo que aquel no era un domingo como los demás. Me levanté con el ceño fruncido que suele acompañar a las decisiones complicadas. Tenía por delante un encargo difícil que, cada cuatro años más o menos, acude a llamar a las puertas de nuestra conciencia colectiva. Tras dos meses de campaña, tocaba votar. Depositar en una urna la voluntad popular que llevaría al gobierno de este país un poco desmembrado a quienes nos hundirían aún más en el lodazal del simulacro de democracia en el que vivíamos o nos sacarían de ese pozo negro y absurdo en el que nos habíamos convertido. O eso nos decían. Corrían tiempos difíciles, en los cuales se hacía más necesaria que nunca la participación de todas para detener el ascenso de una nueva clase política, enganchada a la demagogia, la corrupción y los intereses espurios, que como yonkis-zombi habían recorrido los platos y las tertulias, vomitando espumarajos de odio e incomprensión.
Mientras me duchaba para acudir con el alma limpia a mi cita con el destino democrático, recordé a aquella mujer que se me abrazó llorando en el despacho de un ayuntamiento porque habíamos conseguido una vivienda digna para ella y su familia ante un desahucio inminente. Que sería de ella, me pregunté. Y sobre todo que habría sido de ella si quienes propugnan que el estado no tiene ninguna obligación de ayudar a los que lo necesitan llegasen al gobierno. Recordé a los ocupas por obligación, porque no tienen una solución habitacional para tener una vida como las nuestras. También a algunas de las mujeres maltratadas que conozco, victimas tantas veces, por mujeres y por precarias, de un sistema que no solo no las ayuda a salir del infierno en el que viven, sino que las machaca una y otra vez en el absurdo circuito judicial y asistencial de este país. Que sería de ellas si ganasen quienes las acusan de denunciar falsamente a sus victimarios. De las violadas, de las muertas. El agua de la ducha se llevó mis lágrimas por todas ellas.
Me vestí despacio, con un peso grande en el corazón. Se había abierto la esclusa y los recuerdos no dejaban de martillearme. Acudieron a mi memoria, traidora siempre, mis amigos gitanos. Sus sonrisas, sus poemas, sus dedos ágiles al piano y sus miradas tristes al contarme los siglos de persecución y necesidad. Apreté los puños al pensar que sería de ellos también si, quienes quieren que este país se convierta en un rincón solo para hombres blancos, dirigieran nuestros destinos. Recordé a las migrantes, las exiliadas, las asiladas y las perseguidas que se habían cruzado en mi camino durante estos años. Y un escalofrió de pánico recorrió mi espalda.
Encontré mis zapatos, aquellos que nadie se quiere calzar para entender los caminos que el resto transitamos. Y pensé en mis amigos y amigas LGTBI, en sus sueños de amar en paz a quien les dé la gana y de sentirse suyas en los cuerpos que habitan. Que sería de todas ellas si al día siguiente quienes niegan su derecho a existir como tales, quienes piensan que su condición es una enfermedad que se cura rezando, tuvieran la responsabilidad de legislar.
Salí a la calle caminado despacio, adormecida por las imágenes de todas aquellas que durante los últimos años había visto sufrir. Quiero pensar que me acompañaban en mi caminar hasta el colegio electoral. Vivía en un pequeño pueblo, pero aquel día estaba más tranquilo que de costumbre. Daba la sensación de que nadie se había despertado aún. Cuando llegué a la escuela rural me acordé de los niños y niñas que cobija. Y de los míos propios. Tanto tiempo enseñándoles lo que es justo, que el racismo y el machismo no son una opción en mi casa. Que todas somos iguales debajo de esa piel que nos viste desde que nacemos. Que lloramos, amamos y sentimos de forma idéntica, a pesar que nos quieran clasificar por nuestra clase, etnia o religión. De que serviría todo eso mañana.
Dentro solo estaban las encargadas de la mesa. Personas con las que me cruzo todos los días al comprar el pan. Poca gente hoy, decían. Fui hasta la mesa a coger mi papeleta. Todo un catálogo de políticas neoliberales, de derechas, de centro y de izquierdas donde escoger. Logotipos y nombres más o menos conocidos que decían defender lo de todas cuando la mayoría solo defendía lo suyo. Agarre débilmente entre los dedos mi opción. Y justo allí, en el borde, una gota de sangre. Miré el resto del montón, pero solo la primera tenía ese perfecto círculo color granate. Mi memoria estalló. Las negociaciones, los acuerdos en despachos, los egos, las purgas, los puñales, las declaraciones cruzadas en prensa, la falta de responsabilidad de tantas. Cogí el papel y lo fui rompiendo, lentamente, en trozos tan pequeños como pequeña había sido su capacidad de poner el común por encima de las demás cosas. Y los tire a una papelera llena de otros cientos de pequeños trozos. El ultimo pedazo, con esa gota de sangre que manchaba el borde, resto de luchas intestinas, me lo quedé.
Dormí mal aquella última noche, no queriendo ver los resultados de unas elecciones en las que me había negado por primera vez a participar. Nunca supe la hora en la que empezó todo. Amanecía ya cuando el silencio se rompió en mil pedazos. Yo no fui la primera, tardaron semanas en venir; al fin y al cabo, no era importante. Cuando llegaron, aún tenía ese pedazo de papel con una gota de sangre en el borde agarrado entre los dedos.
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