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“Doce años de esclavitud”

El director británico Steve McQueen (i), con los actores Lupita Nyong'o y Chiwetel Ejiofor, en el estreno de la película

David Parages

Tras haber sido bendecido por la crítica con sus dos primeros largometrajes, “Hunger” y “Shame”, el cineasta Steve McQueen entra por la puerta grande de Hollywood asumiendo el reto de llevar a la pantalla las memorias del cautiverio de Solomon Northup. A mediados del siglo XIX, este músico y padre de familia vio alterada su condición de hombre libre por la de esclavo, víctima de unos comerciantes sin escrúpulos. Su crimen fue haber nacido negro, y su virtud la de haber dejado constancia de la docena de años que pasó en aquel infierno. Se avisa en uno de los rótulos del film: Northup fue uno entre muchos, pero pocos sobrevivieron para contarlo. De esta manera, “Doce años de esclavitud” resulta ejemplificadora, y aspira a moldear los cánones con los que el cine se ha aproximado a estos acontecimientos históricos. Conviene, sin embargo, tomar algunas cautelas antes de que los juicios de valor se confundan con los cinematográficos.

Comencemos por lo obvio: todos estamos en contra del racismo, y la esclavitud fue un crimen vergonzoso contra la humanidad del que se lucraron diferentes naciones, incluida la nuestra. La denuncia, por lo tanto, está implícita desde la propia elección del argumento. Ahora bien: ¿Son lícitas todas las formas de denuncia? ¿Dónde termina la muestra de dolor y dónde comienza su exhibición? Porque McQueen bordea peligrosamente esa línea en diferentes momentos de la película.

“Doce años de esclavitud” es dura, muy dura. Es una película dolorosa, casi hiriente. Las magníficas interpretaciones de Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender y de todos los secundarios humanizan el horror que vemos en la pantalla, le ponen cara. Los hermosos paisajes del Sur de los Estados Unidos contrastan con la brutalidad de sus vecinos más respetables. Se percibe la voluntad del director por aliviar la tragedia con dosis de intimidad y de misterio, algo a lo que contribuye la música envolvente de Hans Zimmer. La planificación de McQueen alterna los planos largos que muestran acciones en tiempo real, y los juegos con el montaje, mediante elipsis que cubren un amplio espacio de tiempo para dinamizar la trama. En suma, todos los elementos aparecen conjugados para provocar una emoción sin fisuras. Pero hay también un empeño del director por conmover al espectador a cualquier precio, con cada latigazo y cada gota de sangre, con cada mirada de odio, lo que está a punto de volverse en contra de la película y aminorar su fuerte carga dramática.

Un ejemplo: en una de las escenas más intensas del filme, el protagonista se ve obligado a azotar a una de sus compañeras en la plantación. El elaborado plano secuencia con el que se narra este hecho se desplaza desvelando las acciones y las reacciones de los personajes, juega con los diferentes términos de la imagen y hace partícipe al espectador de lo que está pasando, le convierte en testigo impotente del espanto. Bravo por McQueen. La escena siguiente se abre con un primer plano de la espalda desgarrada por los latigazos, mientras unas mujeres tratan a duras penas de limpiar las heridas sangrantes. La primera escena es un ejercicio virtuoso de cine, cargado de drama y de tensión. La segunda es reiterativa, detiene el relato y chapotea en un sadismo que raya en lo morboso.

En definitiva, si lo que pretende “Doce años de esclavitud” es arrojar luz sobre un periodo oscuro de la historia, es evidente que sus responsables lo han conseguido con éxito. Pero si de lo que se trata es de revolver las tripas del público acomodado y de azuzar sus conciencias, tal vez un poco más de sutileza ayudaría a que el recuerdo lejano de esta película notable no se quede en el mero cóctel de lágrimas y hemoglobina. Observaremos de cerca la carrera de Steve McQueen, que está llamado a hacer grandes cosas.

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