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El emigrante que nunca se rindió

Foto por Pablo Molanes

Gonzalo Gómez Montoro

En la obra de teatro “El pasaporte”, estrenada por primera vez en Toulouse, Francia, en el año 1966, el escritor, albañil y entonces emigrante valenciano Juan Mateu, criticaba con humor la indiferencia que muchos de sus compatriotas emigrados al país galo en la década de los sesenta sentían por la dictadura franquista, la cual no sólo los reprimía y los sumía en la miseria y en la ignorancia, sino que, además, los forzaba a marcharse al extranjero para poder aspirar a una vida digna. Y es que, a diferencia de la anterior generación de exiliados, muchos de los cuales habían luchado en el bando republicano durante la Guerra Civil y se encontraban muy politizados, buena parte de los emigrantes españoles de los años sesenta, según se desprende de la obra de Mateu, sólo se interesaban por “los partidos del Barça”, o por ganar “la tela suficiente para comprar un coche y volver triunfante al barrio”.

Cándido Salmerón fue uno de esos cientos de miles de españoles que emigraron a Francia durante los primeros años sesenta. Nacido en la entonces —y ahora otra vez— pobre ciudad de Cieza, en Murcia, llegó a los dieciséis años de edad a Montpellier con sus padres, que venían a trabajar en la agricultura y en el servicio doméstico. Aún sin que pudiera hablar una sola palabra de francés, al adolescente desarraigado que entonces era Cándido lo pusieron de aprendiz de ebanista, oficio que desempeñó hasta después de jubilarse, pues los domingos, para completar su exigua pensión, solía montar su puesto de venta de muebles restaurados en los mercados del jardín del Peyrou y de las localidades cercanas a Montpellier.

Yo a veces iba a visitarlo, y Cándido, siempre afable y generoso bajo los árboles centenarios de Languedoc, a la vez que atendía el puesto me contaba su difícil juventud en un país donde nunca había dejado de sentirse extranjero, las estrecheces en que vivían muchos emigrantes jubilados pese a haber trabajado duro a lo largo de varias décadas, o la tristeza que le invadía cuando volvía a Cieza, ciudad con la que ya tampoco podía identificarse, y donde le habían menospreciado por no regresar con ínfulas de triunfador cuando la bonanza económica convirtió de la noche a la mañana a sus paisanos en gente zafia y embrutecida por el dinero rápido.

Sin embargo, lo que más apasionaba a Cándido era la actividad política, entendida esta en el sentido más noble del término. Militante de base comunista, sindical y republicano desde muy joven, durante finales de los años sesenta y toda la década de los setenta, Cándido había recorrido la región del Languedoc-Roussillon informando a los emigrantes españoles —a menudo víctimas de un trato desigual— sobre sus derechos laborales. Los patrones de las viñas y de los edificios en construcción —solía contarme él con una sonrisa— lo recibían con cajas destempladas al verlo llegar en su furgoneta llena de pasquines reivindicativos, temerosos de que aquel individuo desestabilizador pudiera sembrar en los hasta entonces sumisos peones la semilla de la revolución. Y es que, por su afán de hacer pedagogía entre los trabajadores, Cándido quizá era uno de los obreros ideales con los que pudo soñar Karl Marx.

El trabajo duro y la intensa militancia política, recordaba Cándido con nostalgia, hicieron que los años de la gran emigración quedaran para él rápidamente atrás. Y a partir de la década de los ochenta los españoles dejaron de venir a Francia. Para entonces muchos emigrantes ya habían retornado a España, y buena parte de los que se quedaron en el país adoptivo se habían acomodado, abandonando toda actividad reivindicativa. Cándido se casó por aquella época y tuvo tres hijos, por lo que siguió viviendo en Montpellier. Pero aún veía injusticias sociales, y decidió no rendirse y continuar luchando contra ellas. Así que se afilió al Partido Comunista Francés y a la CGT y, más tarde, al Parti de Gauche.

Y en esto, treinta años después, llegó a Francia la nueva emigración española, con la que Cándido no fue menos receptivo. De hecho, se sentía especialmente comprometido con los jóvenes y las familias que veía aterrizar en Montpellier buscando el futuro que aún se les niega en España. A sus casi setenta años de edad y pese a su delicada salud, Cándido participaba en las manifestaciones y asambleas de Marea Granate e IU-Francia, homenajeaba a la Segunda República, ofrecía su furgoneta, su casa y su tiempo para repartir folletos, transportar activistas, hacer paellas con las que recaudar dinero… A mí solía llamarme o escribirme a mano proponiéndome ideas con un entusiasmo inusitado en alguien que recientemente había sufrido una operación a vida o muerte y que ya no podía resistir mucho tiempo de pie, y yo a menudo me sentía incapaz de seguir su ritmo de participación.

El lunes pasado Cándido murió de un infarto en plena calle de Montpellier. Me consuelo con pensar que la muerte le sobrevino mientras caminaba hacia alguna de las manifestaciones en las que solía participar, y que lo hizo llevando la bandera republicana española con cuyos ideales de libertad, justicia e igualdad siempre fue consecuente tanto en sus palabras como en sus acciones.

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