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“El lobo de Wall Street”

El lobo de Wall Street, la nueva producción de Martin Scorsese

David Parages

Muchos años después de que Martin Scorsese abandonara su temprana vocación sacerdotal por la del cine, resulta curioso comprobar cómo conceptos tan religiosos como la culpa y la redención persisten hasta hoy en sus películas. El contraste que añade el empleo de la violencia y su visión de la familia como fuente de seguridad y de conflicto, es lo que ha permitido que su estilo sea reconocible, un estilo que recoge también la tradición del relato clásico norteamericano: historias de hombres hechos a sí mismos, que conocen la gloria y el fracaso. Modernos Ícaros que queman sus alas de cera al contacto con el sol. Travis Bickle, Jake LaMotta, Howard Hughes, los gángsteres de “Malas calles” o “Casino”... son personajes a los que ahora se suma Jordan Belfort, “El lobo de Wall Street”.

Scorsese retrata el vertiginoso ascenso de un broker adicto al dinero, el sexo y las drogas, en una historia ejemplar que termina con la inevitable moraleja aleccionadora. Para ello el director recupera el espíritu de una de sus grandes obras, “Uno de los nuestros”, sustituyendo a los hampones de Nueva York por los tiburones de la Bolsa. La analogía resulta evidente, y ahí es donde Scorsese desarrolla su crítica, en los excesos del capitalismo salvaje que han derivado en el colapso financiero de los últimos tiempos.

Lejos de atemperarse, a sus 71 años Scorsese sigue rodando con el mismo brío y la misma garra de siempre. Cineasta barroco y exuberante, su condición de director se asemeja a la del jefe de un circo de tres pistas donde impera el viejo lema del más difícil todavía. Esta actitud valiente, casi temeraria, conlleva a veces momentos de lucidez y a veces de riesgo, hasta el punto de que “El lobo de Wall Street” parece ahogarse en más de una ocasión bajo su propio artificio. La línea argumental se diluye por momentos y la película se recrea en sí misma, bordeando la autocomplacencia, algo que Scorsese soluciona mediante la fluidez narrativa y la colaboración de sus fieles: Thelma Schoonmaker, cuyo trabajo como montadora se convierte en el alma de la película, y Leonardo DiCaprio, todo un ejemplo de voluntarismo y entrega en la interpretación. El actor compone un personaje rico en matices que carga sobre sus hombros gran parte del peso dramático del film, respaldado por un largo elenco de secundarios que demuestran la importancia de un buen casting.

Referirse a “El lobo de Wall Street” es dejar a un lado la mesura: hay abundancia de escenas y de personajes, hay electricidad en el argumento y un histrionismo que recorre la película de principio a fin. Puro nervio. Pero también se percibe una insistencia por lo anecdótico que resta efectividad al conjunto, la sensación de encontrarse ante un fresco pintado a brochazos que quiere abarcar un universo demasiado complejo. Probablemente la película podría haber durado menos y no ser tan ambiciosa en sus planteamientos, pero sin duda el resultado tendría que ver menos con su director. Scorsese sabe cómo atrapar la atención del público y hacerle tragar su caramelo, conoce los resortes del drama y de la comedia para construir un artefacto cuya pirotecnia revienta la pantalla. En definitiva, las imágenes de “El lobo de Wall Street” llevan implícitas la marca de su autor, y eso, en estos tiempos de películas clónicas y de concesiones a la taquilla, es un valor irreprochable. Cine apasionante y apasionado, un auténtico regalo para los seguidores de Martin Scorsese.

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