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Calor

Calor

Miguel Ángel Curiel

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Era la primera noche de calor del año. Tenía que terminar este artículo antes de San Juan, y nada salía de mi mano, sólo ese calor negro que desprenden todas las cosas, la fiebre extraña del mundo en las paredes. Daba vueltas por el apartamento de la Ronda como un fantasma insomne, las ventanas estaban abiertas, incluso la puerta permaneció así toda la noche procurando crear una corriente de aire. Del río subía el frescor, el aliento fresco de las aguas podridas.

Me tumbé en el balcón, junto a las macetas de flores había una pila de periódicos viejos, cogí uno. En primera página, antes incluso de los titulares, Mitsubishi Electric Aire Acondicionado había insertado su publicidad. Esto decía justo debajo: “Los últimos modelos en climatización se activan con la presencia humana, y regulan su funcionamiento de acuerdo con la temperatura corporal”. Después venía la letra pequeña, que nadie lee, subrayé esta frase con un lápiz “la pureza del aire es otra de las ventajas de este modelo”.

Entonces comencé a respirar como si me estuviera ahogando, las bocanadas de aire eran muy calientes y me abrasaban la garganta, aire sin apenas oxígeno. Me hiperventilé con la nada, respiraba y me tragaba  la nada. Me sentía como un pez fuera del agua. Para respirar en la nada se necesita de branquias. Por un momento me sentí como Gregorio Samsa en la metamorfosis. Lo kafkiano acontece siempre en extraños climas de abatimiento, climas que se han deshumanizado, o llegado a los límites de lo humano, en los que hace demasiado calor o frío. En unos el alma del hombre se expande tanto que las palabras sólo certifican lo espantoso de ser en el ahí, en el justo momento en el que va a ocurrir una catástrofe que sólo es la idea imprecisa de una catástrofe que nunca ocurre realmente, más que en la nada vacía del hombre. Es el vértigo del abismo de la nada. Lo contrario sucede en el clima frío, se deshumaniza tanto el hombre que concentra su alma en un puño, y no sabe para qué, pues cuando abre la mano se le hiela y deja de sentirlo todo.

Quise bajar a dormir a la orilla del río. Imaginé a miles de hombres durmiendo en verano a la orilla del río, echados en toallas, sobre esterillas de plástico, o en la hierba con los pies metidos en el agua. El hombre hace cosas muy raras, nunca ha dejado de hacerlas desde el principio de la humanidad, y va a seguir haciéndolas. Finalmente no bajé a dormir a la orilla del río. No se puede dormir junto a los muertos, y el río es un muerto de agua. El calor sólo deja pensar en el calor. Mitsubishi lo sabe, va a fabricar millones de aparatos de esos, no está dispuesto a que los hombres se bajen a dormir a la orilla de los ríos en el momento del holocausto solar.

“La gran noche que nos protege del holocausto solar”

Pienso en el calor que sólo me deja pensar en el calor, en ese calor extraño y denso que lo llena todo, y no te deja dormir. Ahora el sol me da miedo, y para alejar ese miedo de mí, entro en una noche muy larga, benigna, quieta, la gran noche que nos protege del holocausto solar. En el vértigo del calor finalmente la fiebre fría, las brasas del día en la frente; me dije, mierda de política, produce demasiado calor, la ciudad se ha recalentado y tiene fiebre.

Pensé en marcharme en ese momento a Praga. Fue allí donde más calor he pasado en mi vida, cruzando el puente de Carlos a los dos de la tarde un quince de agosto a cuarenta grados. La gente se tiraba al río desde el puente con el consiguiente peligro de quedar clavado en el lodo tóxico y rodeado por miles de botellas y envases de plástico que flotaban en el agua. También allí pasé mucho frío, un 3 de febrero, a -24 grados, el Moldava se heló y la gente patinaba sobre las aguas heladas escribiendo con las cuchillas de los patines Mitsubischi. Las cuchillas de los patines siempre dejan palabras japonesas en el hielo. Al final siempre sale un haiku del bolsillo.

He estado leyendo a Peter Huchel durante estos días delante de un viejo ventilador Philips que ronroneaba como un gato, cuando hablas delante de un ventilador, las aspas en movimiento te devuelven las palabras a la cara, te las echa encima, las repudia. Huchel, un poeta alemán muy frío me refresca la mirada. Esos poemas fríos me ayudan a entender los climas humanos. Huchel salió del Berlín oriental en 1971, después de que le secuestraran todos sus archivos. Los comisarios culturales de Walter Ulbricht los arrojaron a un montón de estiércol de vaca en una granja a las afueras de Postdam. Evidentemente aquellos sórdidos estalinistas de la DDR habían prohibido sus libros después de expulsarlo de la dirección de la revista Sinn und Form, ni siquiera Bertold Brecht pudo interceder por su amigo. Así se las gastaba en aquellos días la vanguardia del proletariado. O respirabas la nada o te tiraban al agua.

Uno de sus poemas refresca y quita la sed. “Era un país con cien fuentes, llevad agua para dos semanas, el camino está vacío, el árbol quemado, después de mucha distancia otro río muerto”. Ese otro río muerto al que se refiere Huchel, es este que veo desde el balcón. Refundada la palabra Ecología en Ökologie, la acepción alemana del término, la que más carga política mantiene ahora dentro, mucho más que los otros ismos. Ökologie, con la diéresis sobre la Ö mayúscula, una palabra que se volverá central en el futuro, esa Ö que no es una o ni una e, sino un sonido intermedio entre ambas. Alemania, el país más extraño del mundo, desde el nazismo a la ecología, pasando por la socialdemocracia, cada cien años se vuelve loca. Alemania es muy neurótica. Fue en una visita a Auschwitz hace ya algunos años, en realidad no quería pisar aquel lugar y quise quedarme aquel día en Cracovia. Bárbara C. insistía en que la acompañara hasta la misma boca del infierno. Aquel día de verano hacía un calor horrible, de la grava negra del suelo salían tábanos que te mordían las piernas. Una turista japonesa se desplomó bajo el sol frente al famoso bloque 10. En aquel pabellón, mujeres y hombres fueron sujetos a experimentos por parte del personal médico alemán.

“El infierno siempre es en la tierra”

Carl Clauberg, Horst Schumann, Eduard Wirths, Bruno Weber y August Hirt, seudomédicos atravesados por el espíritu negro del mal, y que habían leído en algún momento de su existencia a Goethe y escuchado la Brahms, administraban inyecciones de fenol en el corazón y después diseccionaban los cuerpos. Veinte niños judíos fueron trasladados a Neuengamme, donde se les inyectó un serum tubercular virulento aparte de otras pruebas. La culta y avanzada medicina alemana había bajado al infierno. Finalmente serían asesinados en el Colegio de Bullenhuser. Aquel fue el infierno en la tierra. Siempre el infierno es en la tierra. El hombre nunca deja de hacer cosas muy raras, y jamás dejará de hacerlas. Aquel día hizo un calor terrible, no olvido ese calor inhumano y los tábanos que salían de los suelos de grava negra. ¿Me pregunté si cerca había algún río? Aquellas tierras inundables rodeadas de tupidos bosques de abedules son hijas del Vístula y su afluente el Sola. Con aquellas aguas grises se pusieron en funcionamiento las máquinas del complejo industrial de Auschwitz III, Monowitz. Las empresas alemanas eran I.G. Farben, A. GFA, Bayer, BaSF, Hoechst y Pelikan, allí había una fábrica de caucho sintético. Posiblemente alguna de esas empresas esté ahora preparando prototipos de máquinas de aire acondicionado que se regulen a través de las vibraciones de la temperatura del alma humana.

El calor de la noche me lleva de nuevo a Mitsubishi, y a soñar con un aparato de esos. Mitsu, que en japonés significa tres, e “hishi” castaña de aguas triangulares, fundada por Yatarô Iwasaki, hijo de una familia de Samurais. El Mitsubishi AGM “Zero” aquel mítico avión de caza en la segunda guerra mundial, en el que se subían kamikazes fanatizados por el nacionalismo, cuyas fábricas se proveyeron de esclavos americanos para su producción en serie. Estas viejas empresas son ahora las pioneras en la fabricación de cacharros Ökologie, y entre estos cacharros de platino y materiales de alta gama, enfriadores, refrescadores, aparatos de aire acondicionado que se regularan a través de la temperatura del alma humana y de las vibraciones de la maldad.

En el momento que salía el sol me entró el sueño. Ese sol da miedo. Bajé las persianas y me dormí. Sonaba la radio, cientos de noticias vacías en la radio, me dormí en mitad del mundo en T. con los versos de Huchel aún resonando en la cabeza, y con la duda de haberlos traducido correctamente, ¿no sería acaso de esta otra forma? “Era una ciudad con cien arroyos, llevad agua para dos semanas, el camino está vacío, el árbol quemado”. Me dormí recordando una tarde de baño con los amigos en el Bárrago.

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