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Escribir contra la muerte

Foto: M.A.Curiel

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Un invierno en una ciudad del Mediterráneo, el frío del Este, desde Salónica a Bari, entre Trieste y Dubrovnik, ¿en cuál de ellas? En todas a la vez sentía el frío, el viento de nieve, ese aliento del Este. Yo no te escribía a ti, en realidad les escribía a todos. ¿Cuántos te leyeron o me leyeron? ¿Y cuántos de ellos se convirtieron en necios pensando que un escritor podía salvar el mundo con un libro? Y más aún, una legión de escritores vaciando los libros mayores, los libros que nos habían mostrado y guiado por el mundo; en contrapartida, y para satisfacción de los espíritus del mal, podíamos terminar afirmando que un solo hombre sí podía llegar a destruir el mundo, toda la maldad concentrada en un solo hombre, y un botón, una orden, una disposición.

Durante un tiempo escribí contra la muerte, me acercaba mucho a ella y ella entraba en mis palabras como la humedad en las paredes y los muros de las viejas casas de Alberobello y Locorotondo. Muros encalados contra el viento. Ella entra siempre dentro de las palabras, las hincha como los ojos de la nube o los ojos de la tierra, y la cal protege, en ese silencio protector el cielo dicta los poemas. Las montañas que veo desde la habitación del hotel tienen escaleras de hielo, en ellas escribíamos hace mil años para borrarnos. Me cegaba la luz en la cal, al leerte me cegaba, tus palabras me cegaban.

Escribía perdido una ciudad del Mediterráneo contra la muerte, las hojas del cuaderno se comportan como la cal en los muros, me ciegan. Las curvas de la carretera hacia Matera desde Taranto son cada vez más abiertas, el camino recto hacia el Metaponto, hay pocos árboles, cada vez menos, voy a la vez por la carretera y por el camino, me he desdoblado. Cuando se pone el sol amaina el mistral que llega desde las montañas de Bosnia cruzando el Adriático en Monopoli. ¿Lo sabías? Te lo digo a ti ¿Quién eres? ¿Sabes quién soy yo? ¿Hace falta que diga yo tantas veces? Cuando escribo intento que no aparezca, como intento que no aparezcan los árboles y las montañas, y otros atrezos de la naturaleza.

Escribo contra la muerte, hay campos de olivos recién podados en las colinas de Apulia, los espacios están limpios hacia el mar de Lecce, veo yermos a la derecha y campos abandonados donde los yerbajos trabajan a la izquierda, allí antes el cereal rompía la tierra. De la misma manera sentía el trabajo oscuro de las palabras, cuando rompen la dureza superficial de la realidad, por eso escribía tantas veces “tú”. ¿Estabas tú en ese tú? De noche la guerra tiene los resplandores de una tormenta nocturna, relumbrones, flashes. Primero, en la distancia se ve la luz, después muy seguido el estruendo amortiguado de las explosiones.

Ningún dios ha escrito el guion. A cierta distancia nada es real, las implosiones de la historia te llegan como ondas en el agua ya debilitadas. En realidad los testigos directos carecen de palabras para argumentar el drama, su silencio es solar. En el hotel de Bari sobre el Lungomare le escribí una carta larga ¿te das cuenta que cada país huele diferente? Le copié una frase de Elías Canetti de 1992: “Hasta el más pequeño amenaza con bombas atómicas como si las llevara consigo en el bolsillo”. 

Cada noche veía la RAI en el bar del hotel, noticias, imágenes, palabras rotas, allí sobre una mesa de mármol blanco te escribía una carta: No pongáis música de Mahler acompañando las imágenes obscenas de la guerra, solo silencio, el atroz silencio de Dios, lija el cielo de sus rebarbas y pasa la mano por las almas. Después de pasar una temporada en Trieste nadie sabía dónde me encontraba, de lo negro extraía puñados de nieve, había perdido el don de las imágenes, de lo negro cogía la luz, el negro a veces brilla, nos hemos reflejado en el negro. Parecía que no quisiéramos vivir en un tiempo heroico, nos asustaban tantas fuerzas confrontadas, cierto misticismo subterráneo. Todo acontecía a nivel planetario, entonces volvimos a escribirnos cartas a mano; a ti te gustaba un papel de seda transparente, todo parecía escrito sobre el agua, tus palabras flotaban, algunas parecían hundidas en el cielo, yo utilizaba a veces un papel cuché, terrestre, del color de estos campos de Ravena en septiembre. Siempre me gustó pensar que mis palabras eran hierba, fáciles de arrancar, mecidas por el mistral de Liguria.

He aquí una frase tuya que no consigo olvidar: “Finalmente ese día una huelga inesperada de trenes me retuvo en Roma más tiempo del deseado. Huir de una ciudad en llamas es ir en busca del paraíso perdido”. Escribe para nadie, yo escribo para nadie, nadie es lo inmenso, lo vacío, lo silencioso –el aire abre las puertas y las ventanas, dentro de la casa vacía de Poligniano no hay nadie– en la instalación de Lina Meliseda hay bailarinas moviéndose dentro de grandes bolsas hechas de fécula de patata, lo translucido es misterioso, movimientos agónicos, desesperados, ninguna armonía, seres atrapados en bolsas de fécula de patata.

La escritura que sale de la rabia es mala, lo desordena todo, es un viento que arrastra polvo y ciega al que lo lee; se quema pronto el texto. De niño me ensimismaba en la quema de rastrojos en los infinitos campos de Castilla al llegar el otoño. De noche la línea de fuego avanzaba deprisa, de día una sucesión de campos negros en la niebla difusa, es lo que se había quemado para volver a ser.

La rabia no te deja escribir bien para los otros, parece fundirse el cielo, disgregarse la piedra pómez de nuestro corazón, lijas almas, le pegas al otro una paliza, el texto está dirigido contra todos, también contra ti, aunque lo hayas escrito bajo aquella logia del Palazzo Spiritu de Lecce. El aire violento que sale de los ojos, el polvo que levanta tu mano enseña las uñas al cielo, y si hay mástiles el cordaje golpea violentamente el metal. Abrumado por la belleza de la tierra, rabia, Rabbia, como si las dos ‘b’ realzaran el vacío al que has llegado, o Wut, tan simple, llamada ira, y mientras se calmaba el tiempo en Amalfi, desde la ventana que da al mar, recordaba los campos negros, siempre pensé que aquellos Schwarse Felder, ocultos por la nieve eran mi tierra, el cazador de copos ponía una malla muy tupida en el aire para crear techos de nieve, lo llamaba leche en suspensión, así oía en la noche pasos que crujían. Incluso yo, que ahora escribo esto, no sé si es a ti a quien se lo escribo.

Logro olvidar estas palabras en lo destruido, sale el sol por Ancona, llueve, existe la enfermedad y la alegría, la vida brota en el espacio con más fuerza. Hay lluvia sajona en tu pelo portugués, encaneces bajo la lluvia sajona, hay nieve sajona en tu cabellera portuguesa, te lo secas al llegar a casa. Tu desierto no tiene límites, tu desierto es tu silencio. Una vez te escribí algo parecido hace ya mucho tiempo: los lugares más bellos son casi siempre inexpugnables, de difícil acceso y en ocasiones complicados de habitar. Hay muchos lugares así, y aunque todavía guarden su belleza original, el hombre los ha domado, ha torturado la tierra, le ha sacado cada año las entrañas. Ojalá todos esos lugares fueran abandonados pronto, dejados a su suerte, como nosotros nos hemos abandonado mutuamente al desierto el uno del otro; en tu desierto que atravieso bajo un sol azul ¿Y cómo sería mi desierto para ti? ¿Mi yo desierto? El frío del Aspromonte al final de la tarde, la luz al final del día, decantada en los colores de lo infértil, ocres y más gamas de ocres.

Escribe para nadie, y si puedes hazlo contra la muerte. La luz nos dispersa dice uno, nos quema dice otro, más lentamente que la vida. La luz nos hacía hablar más deprisa, reír. Había muchas respuestas, cada cual tenía su respuesta. Yo escribía contra la muerte, no parece justo celebrarla como la celebramos a esta altura del año, en el momento en el que todo renace. También me cansa escribir, como cansa caminar, amar no cansa, parece que sí, como parece que cansa caminar y escribir. Duerme un tiempo, echa una ligera siesta junto al mar, dormir no cansa, caminemos dormidos, deja que escriba el aire todo esto. La última noche en aquella fría habitación de un hotel barato en Brindisi, esperando el ferry a Corfú, ella había abierto los grifos del baño toda la noche para tranquilizarme, mientras corra el agua, mientras la oigas correr dormirás, duérmete, las noticias han mineralizado las palabras, se calcifican y se rompen, hay que barrer miles de palabras, millones entre el confeti de las desgracias. Mientras tanto, sigo escribiendo contra la muerte.

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