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Otoño

Viña otoñal

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Los amores son cambiantes. Otoño, en la aldea, la estación más querida, dominio absoluto de sosiego. Se adormece el ambiente. Y el paisaje se amansa. Los colores se doran, armonizándose. Los ruidos se suavizan hasta ronronear sucumbiendo en los tonos de silencio aterciopelado. Porque el verano fue agresivo, con sus altas temperaturas, sus importunos chapoteos, sus moscas insolentes, los híspidos sonidos de motores ubicuos. Será el invierno inhóspito, desdén en barro helado, humedades urdiendo siempre la traición. De la primavera indecisa, no se puede uno fiar. Otoño es un rumor de cuna, seguridad de ventanas cerradas, doméstica tibieza en el salón iluminado por una luz hermosa, tendente a decrecer, oreada por pigmentos estables. Esto, claro, como descripción ideal. Elementos desapacibles serían la excepción a la regla.

El otoño, en la aldea, se desarrolla gustoso, nada estridente. Las labores del campo, con la vendimia, de momento concluyen. Merecido descanso para el suelo. Imagen fetichista es esa lenta precipitación de la hoja hacia la tierra. Aunque desde hace años los otoños tardan en obligar a despegarse las hojas de las ramas. Los murmullos, disonantes en otras estaciones, ahora cursan agradablemente amortiguados como por una relajante sordina. La aldea se sitúa cabe una autovía; pues en otoño los revolucionados motores parecen sonar indiferentes a su chirriante naturaleza. En los ricos paseos otoñales, triunfantes al ocaso, nos envuelven estables cromatismos, fresco vientecillo no frío, aura templada no cálida. Esos aires son justos. Y al caminar, la cobriza visión (el sol, paciente, mas en el último momento extrañamente apresurado) se acompasa con nuestros pasos, de forma que, con pausada cadencia, se despliega el camino cuando andamos, de forma que el camino también gira su cadera al ritmo del sentido que tomamos. Nada está quieto. Lo enuncia Hermann Hesse: “La totalidad de la vida –de la física y la espiritual- es un fenómeno dinámico.”

La entrada del otoño en la aldea coincide con los últimos días de vendimia. Los caminos, y también el asfalto, en un color uniformado, se llenan de tractores, espléndidos tractores, muy vistosos, que, remedando al futurista, son más bellos que la Victoria de Samotracia. ¡Que se lo digan a mi nieto! Y si no esas enormes, diestras vendimiadoras, portentos de la técnica, que han desplazado a las cuadrillas: “En vísperas circulan los tractores / transportando las uvas que agonizan. / Los días de vendimia se deslizan / en términos transidos de sabores.” La aldea tiene una buena cooperativa que, tan generosamente, se muestra recipiendaria de los dulces retoños de la pámpana. “El pálpito primero es la cosecha / transubstanciándose mientras morimos / bajo asedios brumosos, sobre limos / que han cegado en betún la fruta hecha.” Y todo eso, todo el mirífico proceso, “hasta que llega el vino en el ocaso / del otoño; desnudo y complaciente, / ha superado el paso decadente / de la uva plena que ahora está en el vaso.” Muy a propósito los bellos versos del poeta alemán Rolf Schilling: “Cuando los fuegos se avivan, / mana de las jarras oscuro vino.”

Las ruinas que persisten en la aldea se funden con esta atmósfera otoñal, neblinosa. Sumergida en el gris mi casa exhibe, ofreciéndose al aire, su arcilla decaída, dejando entrar discretamente la tupida fosforescencia del día evanescente por el tolerante ventanal. Me reclino, prendo la lámpara, me dispongo a leer. A mis manos se ofrece una lectura que se acopla perfectamente con el otoño, porque atesora  similar naturaleza: es el libro de poemas ‘Las travesías’, de Federico Gallego Ripoll, un poeta nacido en Manzanares. Palabras onduladas, ni más altas ni más bajas, como la disolvente estación que nos ocupa, encabezadas por un pleno aforismo otoñal: “LA MÁXIMA RAZÓN ES EL OLVIDO. / Conocer, ¿para qué, si el dolor permanece, / y lo aprendido enrancia su sapiencia / y agosta el tallo del vibrar que súbito / nos recorrió la espalda?” Sonido de los versos que no cantan desde el fonema sino en la serena amplitud de la cláusula. Conceptos otoñales que recorren ‘Las travesías’, mostrando un absoluto tiempo de “saudade”, volviendo el corazón a sus nostalgias: “Regreso exhausto al corazón que tuve”. Y en la noche, sostenida como un lamento de violín, estos versos se erigen en un timbre otoñal: “El ámbito desnudo que construye tu voz / aguarda el alba.”

La voluntad de Otoño es reflexiva. Aquí, la soledad, excelente compañera, se muestra melancólica a la vez que risueña. Ya que los ciclos productivos en él se paralizan, su mente recopila lo ocurrido tiñéndolo de morosa memoria. Otra lectura avanza encariñada con el tiempo otoñal, pues está conformada en unos pliegos que despliegan recuerdos: ‘Rusia, mi padre y yo’, de Svetlana Stalin, hija del renombrado dictador. El libro informa de un periodo crucial de la historia y muestra una redacción honestísima. Ella cuenta las cosas con lucidez, conocedora de las tremendas injusticias del régimen, que divulga. Pero no por eso deja de querer a su padre, manifestando lo mucho que su padre la quería también. A veces quiere buscar un atenuante para los crímenes paternos echándole la culpa a Laurenti Beria, el estrecho y malvado colaborador de Stalin. Svetlana relata cómo la mitad de su familia fue arrestada y casi todos ellos asesinados como “enemigos del pueblo”, de lo que era totalmente consciente el sanguinario Presidente soviético. Aunque Stalin tenía una ladina estrategia: a los verdugos que ajusticiaban, acto seguido los ajusticiaba él, para que el pueblo exclamase: ¡Esto no lo sabía el padrecito! La madre de Svetlana, Nadia, se suicidó, pues estaba muy desesperada con el corrupto curso que la revolución había tomado. También ella hubiera sido declarada “enemiga del pueblo” por su marido. Svetlana, al morir el padre, adoptó el apellido de la madre, Alilúyeva. Y el 6 de marzo de 1967, en la embajada de Estados Unidos de Nueva Delhi, pidió asilo político. Vivió primero en EEUU y luego en Gran Bretaña donde murió. En los últimos años terminó llamándose Lana Peters, adoptando el apellido de su quinto marido.

Otra lectura muy conveniente para estas fechas es el último libro de las dilatadas memorias del autor alemán Ernst Jünger, nacido en Heidelberg en 1895 y que vivió 103 años más. El quinto volumen de ‘Pasados los setenta’ traza el largo y jovial otoño del autor. Sus novelas contienen mucha calidad, pero son en extremo entretenidos sus diarios; anotaciones que abordan desde anécdotas cotidianas hasta cuestiones lingüísticas, afectuosas reproducciones epistolares o descripción del comportamiento de las avispas que se han ahogado en su desayuno. Él fue un experto naturalista y en Alemania se concede, o se concedía, un Premio de Entomología que lleva su nombre. En la segunda guerra mundial Jünger fue capitán del Estado Mayor del ejército alemán y estuvo destinado, durante gran parte de la contienda, en París, donde se entrevistó con Picasso, Braque y otros artistas. Era desafecto a Hitler, a quien llamaba despectivamente Kniébolo, y además salvó la vida de judíos. Este volumen lo terminó dos años de antes de morir; es decir, a los cien años aún seguía escribiendo. Una de sus sentencias capitales es altamente aleccionadora, muy instructiva para el aprendiz de artista: “Observar es trabajo, es creación en elevada potencia”.   

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