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Decíamos la semana pasada que el turismo cultural puede ser un nicho de trabajo, creador de riqueza y, por los intereses que genera, incentivo para la protección del patrimonio cultural que es el objeto de atracción de miles de personas. Hay otro visitante más específico que es el que viaja por motivos de investigación o estudio, que en su estancia también hace uso de aquella oferta hotelera, restauradora, museística o del ocio relacionado con el turismo cultural.
Pero también el turismo puede ser un agente que degrada el patrimonio cultural, directa o indirectamente, y son esos efectos los que habría que evitar a través de acciones públicas y privadas. Exponiendo los efectos perniciosos de ese turismo de masas podremos elaborar mejores políticas sobre el turismo y el uso del patrimonio como objeto de ocio o de consumo.
Nuestra región tiene poblaciones de tamaño pequeño (comparadas con las grandes capitales europeas) y, en otra escala sólo podemos cotejarlas con ciudades como Florencia o Venecia, u otros cascos históricos de menor tamaño donde el binomio turismo/patrimonio ha determinado la degradación de su atractivo patrimonio cultural. Pero todas ellas muestran los mismos parámetros.
Quizá el más llamativo es la gentrificación o abandono de los cascos históricos, expulsando de ellos a los vecinos, que, tradicionalmente los habían habitado debido a la presencia de miles de personas en sus calles, que dificultan la accesibilidad y movilidad de la población autóctona; la ausencia del comercio de proximidad por la focalización de los bajos comerciales en comercios destinados al consumo turístico de recuerdos y franquicias o por el encarecimiento del suelo al destinar gran parte del caserío al sector hotelero o a los apartamentos turísticos, y, lo que es peor, el encarecimiento de los productos de la vida cotidiana u de ocio.
A eso se suma el olvido de políticas activas de los ayuntamientos más atentos a lograr aumentar exponencialmente el número de turistas que a atender las necesidades de los residentes o los que pudieran revitalizar los cascos históricos: rehabilitación de viviendas, dotación de servicios e infraestructuras, facilitar el acceso a los recintos históricos y la movilidad interna.
Las ordenanzas municipales podrían tratar lo más obvio para facilitar la convivencia entre turistas y vecinos: que los agentes de policía y movilidad sepan y hagan saber sobre la movilidad por las estrechas calles de miles de personas y grupos, de la ocupación del espacio por los vehículos o por las empresas hosteleras o turísticas, y, en su caso, sancionen su incumplimiento. De la misma forma a los guías turísticos se les debería impartir instrucciones para guiar a los grupos por las vías urbanas, para que se responsabilicen del uso del espacio público de sus clientes, utilizando comunicación inalámbrica para evitar megafonías o voces estentóreas.
Perseguir lo contrario, es decir, favorecer la atracción del mayor número de turistas frente a las políticas de vitalización de los cascos históricos, puede hacer que la gallina de los huevos de oro quede estéril y con ello nos carguemos no sólo la economía local sino, lo que es peor, el propio patrimonio cultural al que decimos debemos proteger.
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