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Un albergue pionero para personas sin hogar con adicción a las drogas: “En la calle estaría muerto”

Juan Demetrio Fernández, usuario del albergue para personas sin hogar con adicciones de Barcelona

Pau Rodríguez

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“Se me ha pasado muchas veces por la cabeza quitarme la vida”. Rosa María Martínez, de 51 años, dormía hasta hace dos años en un coche, en el distrito de Sant Martí de Barcelona, y se pasaba los días pensando cómo comprar algo de cocaína o heroína. “Todos los días era lo mismo. Me despertaba pensando en lo mismo”, explica. A menudo robaba para conseguirlo. “La verdad es que daba pena. Mi hija me llamaba asustada de vez en cuando por si me había muerto de sobredosis”, recuerda. “Estaba cada día más delgada… Pero cuando me dijeron de venir aquí, vi el cielo abierto. Es que necesitaba un techo”, afirma. 

El nuevo hogar de Rosa María, en el que lleva viviendo exactamente un año, es el primer albergue abierto en Barcelona pensado para hombres y mujeres sin hogar y específicamente con adicción a las drogas, un problema que suele cerrarles las puertas de cualquier alojamiento social. El modelo del centro es pionero en toda España: hace a la vez de residencia y de espacio de tratamiento y de consumo supervisado de sustancias. “Aquí no ponemos como condición dejar de consumir para darles atención”, señala Josep Rovira, director del Área de Drogas de la Associació Benestar i Desenvolupament (ABD), la entidad que gestiona este servicio con 50 plazas y por el que ya han pasado 200 personas. 

El origen de este albergue municipal, que ni siquiera tiene nombre oficial, se remonta al pico de la pandemia. Ante la emergencia de la COVID-19 y debido a los problemas que padecían los toxicómanos en riesgo de exclusión, el Ayuntamiento decidió abrir un equipamiento provisional para ellos. Se escogió como emplazamiento un alojamiento para turistas de la Fundación Pere Tarrés, en la calle Numancia. “Aquello nos permitió que tuviesen un hogar residencial y a la vez estuviesen acompañadas en su adicción”, explicaba este martes Gemma Tarafa, concejal de Salud del consistorio.

Dejar atrás una vida en la calle es ya de por sí un proceso arduo y lleno de trabas. La falta de ingresos, de autoestima, los problemas de salud mental, la pérdida de habilidades sociales… Son algunas de las barreras que deben superar quienes lo intentan. Pero el camino es más complicado si cabe cuando hay tóxicos de por medio. Se calcula que el 30% de las personas sin techo en Barcelona tiene algún tipo de adicción. Y esto no solo provoca el rechazo de los albergues, sino que también hace que los propios afectados no se atrevan a dar el paso. Que tengan miedo de no poder lograrlo.

Es lo que le ocurría a Rosa María. En más de una ocasión se planteó dejar las drogas y comenzar de nuevo, pero no reunía el valor suficiente. “El psiquiatra me recomendaba a veces que ingresase en un centro de desintoxicación. Pero ya son demasiadas órdenes, demasiadas pastillas… Yo no estaba preparada para eso”, reconoce.

Cuando entró a vivir en el albergue de ABD, nadie le exigió que cortase de raíz con su adicción. En el albergue, que consta de habitaciones de cuatro camas, comedor y espacios polivalentes, hay una sala abierta para quien quiera consumir. En ella suele haber enfermeras, psicólogos y a veces un médico. Allí disponen del material necesario para hacerlo de forma higiénica y sin excesos. En un ambiente como este, y no en la calle, es mucho más fácil poder entablar una relación de confianza con los usuarios para que recuperen sus vidas. 

Los datos evidencian una reducción del consumo

“Es muy difícil que alguien pueda comenzar un proceso terapéutico si se levanta entre cartones y su principal problema es dónde va a lavar su ropa”, pone como ejemplo Ester Aranda, directora del servicio. En cambio, en el albergue, que es al fin y al cabo su casa, los usuarios pueden consumir en un entorno seguro. Desde ABD esgrimen sus datos para defender el modelo: a los tres meses de estar en el centro, los usuarios han reducido entre un 50 y un 70% el consumo de alcohol y entre un 30 y un 45% el de sustancias ilícitas.

“El consumo se va reduciendo y, aunque muchas veces no necesariamente se abandona, sí que se consigue algunas veces crear abstinencia”, valora Rovira.

Rosa María ya no consume heroína. La cocaína, muy de vez en cuando. Pero nada parecido a la espiral en la que estaba inmersa hace un año. Ha ganado peso, ha recuperado la relación con su hija y ahora busca trabajo para ahorrar. Su plan es poderse alquilar un piso cerca de ella. “Antes era un cadáver andante y ahora el consumo es casi cero. Ha sido increíble el cambio”, celebra. 

Es un proceso muy parecido al que ha vivido Juan Demetrio Fernández, que lleva en el centro desde que lo abrieron, en abril de 2020. A sus 56 años, está en vías de dejar la cocaína. Cuando entró, consumía cada día. Explica que dormía en las calles del Raval y que acudía regularmente al Centro de Atención Sociosanitaria (CAS) Baluard, también punto de consumo controlado. “Estoy disminuyendo la cantidad. Voy a menos. Me he propuesto salir del fango en el que estaba metido”.

A sus 56 años, y tras casi dos sin hogar, Juan Demetrio asegura que no podía soportar más esa situación. “Lo pasaba muy mal. Me relacionaba con gentuza, me robaban, me quitaban la maleta, el móvil, todo lo que pillaban... Si siguiese en la calle estaría muerto”, asegura. En el nuevo albergue, asegura que está “levantando cabeza”. Y valora especialmente la relación con psicólogos, educadores y los demás profesionales. “Se preocupan por ti. Es un sitio en el que hay buen ambiente, no hay líos ni peleas”. 

Paola de Santis, otra de las usuarias, también llegó al centro derivada desde Baluard. “Me diagnosticaron un pequeño cáncer en el útero y, como no podía estar por la calle, me hablaron de este albergue abierto por el COVID-19”, explica. Con su novio, llevaba cuatro años de vida en la calle a sus espaldas y de adicción a la cocaína. “Ahora me he recuperado, el consumo lo he disminuido a más de la mitad. Dos o tres veces al mes, y ya me parece demasiado”, relata. 

Además de ofrecer un hogar y una puerta abierta a la desintoxicación, estos equipamientos sirven también para que los usuarios recompongan sus vidas. Sus relaciones personales, pero también profesionales e incluso sanitarias. “En la calle es imposible tener una atención a la salud correcta, seguir un tratamiento con pautas farmacológicas. Aquí todos vuelven a tener su médico de cabecera y sus servicios sociales”, valora Rovira.

El polémico traslado a Horta-Guinardó

La experiencia satisfactoria de la mayoría de los 200 usuarios que han pasado por este centro es lo que le ha valido al Ayuntamiento para decidirse a consolidar el servicio de forma indefinida. El nuevo proyecto incluye un traslado al distrito de Horta-Guinardó, en las dependencias del antiguo hotel Aristol. Pero antes de que hayan podido comenzar con la mudanza, las familias del colegio que hay justo enfrente, la escuela pública Mas Casanovas, han criticado su emplazamiento.

La Asociación de Familias de Alumnos (AFA) de este centro lamentaron haberse enterado por casualidad de este proyecto y afearon al Ayuntamiento que no haya tenido en cuenta el impacto negativo que puede tener el albergue para el colegio, que está considerado de “máxima complejidad” –es decir, con mucha pobreza– y que tiene problemas para atraer a alumnado. 

La ubicación se debe a que las bases de la licitación de concurso, que es de un año y otro prorrogable, requerían a los aspirantes que aportasen ellos las dependencias para la residencia. Fue la asociación ABD, la única que optó a la gestión y que la ha ganado, quien dio con este hotel en desuso. 

La concejal Tarafa quiso salir este martes al paso de las reticencias de las familias para argumentar que también en su actual emplazamiento, en la calle Numància, hay una escuela justo al lado. Y que nunca han tenido quejas del centro. De hecho, el consistorio consiguió que el director de dicho colegio, el Anglesola, se acercase al equipamiento para dar fe de ello frente a los medios de comunicación. El traslado se hará en marzo. 

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