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En 1947, Anari, la chica más hermosa de Getxo, es asesinada en la romería de San Baskardo. Todos apuntan a Pedro González, un maqueto que suscita el odio y las ansias de venganza de todo el pueblo. Pero el librero, escritor y detective Samuel Esparta emprende su segundo caso convencido de que lo que a todos les parece claro no lo es tanto. A partir de ahí va profundizando en las circunstancias del crimen y en la espesa red de pasiones ocultas que lo envuelve.
La trayectoria literaria de Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923) es larga y llena de altibajos. Se dio a conocer en 1960, cuando ganó el Premio Nadal con Las ciegas hormigas, una interesante novela de transición entre el realismo social y la renovación formal de los años sesenta. Muchos años después, su trilogía Verdes valles, colinas rojas (2004-2005) constituye una gran reconstrucción de la historia contemporánea del País Vasco. Con Solo un muerto más (2009) comienza una serie policiaca protagonizada por Samuel Esparta.
Lo que da unidad a toda su producción narrativa es la permanencia de las coordenadas espaciales y temporales, que coinciden con las del autor: la región de Bilbao, desde los años treinta hasta hoy. Dentro de este marco tan preciso Pinilla mueve una masa de personajes amplia y variada, pero cuyas tipologías repite con gran fidelidad en sus novelas. Por eso podemos considerar El cementerio vacío como una continuación de Solo un muerto más, pero también como una parte perfectamente integrada en el conjunto de la obra novelística del escritor vasco.
Un curioso ejemplo de esa interrelación puede ser la situación de partida de la novela que hoy comentamos: la rivalidad entre los mozos del pueblo por Arani, la chica más hermosa de Getxo. Con algunas variantes, esa situación ya estaba planteada como intriga secundaria en Las ciegas hormigas: “Alguien tenía que ganarla, porque era una mujer y ellos eran hombres y vivían todos en un pequeño pueblo lleno de testigos. Constituyó una especie de campeonato federativo, con sus jugadores, su público, sus jueces y su premio final al ganador”. La propia cita nos proporciona ya las claves de ese machismo primitivo, que se sustenta en un tipo de relaciones sociales propias de la aldea, donde todos se conocen, y donde los comportamientos están sometidos a rituales y normas ancestrales.
En cambio, la gran ciudad favorece el anonimato y un tipo de relaciones libres, flexibles, líquidas, en las que cada individuo ha de crearse su propia aldea, o mejor, sus diversas y cambiantes aldeas, en función de sus necesidades (ocio, trabajo, negocios, amistad, afinidades diversas…). La gente con la que nos relacionamos por la mañana en el gimnasio poco tiene que ver con la de nuestra jornada laboral o de nuestro fin de semana.
De ahí que el género policial naciera al mismo tiempo que la profesión detectivesca, en el marco de las grandes concentraciones urbanas. Poe, el padre del género, sitúa a su detective en París, igual que Conan Doyle sitúa a Sherlock Holmes en Londres. No está de más añadir que en España la primera agencia de detectives se abrió en Barcelona, en 1908. Estas ubicaciones fundacionales se han trasladado después a las grandes áreas urbanas americanas, escenario de las novelas de Hammett y de Chandler, hasta llegar a Escandinavia. Millennium nos ha mostrado los sórdidos subterráneos de la casi perfecta sociedad nórdica.
Dentro de este marco social, el método deductivo del detective no es un mero entretenimiento, sino un instrumento imprescindible para averiguar quién es verdaderamente ese ciudadano rico y poderoso, qué esconde en los sótanos de su lujosa mansión, qué hay detrás de la seductora sonrisa de su rubia acompañante… Por eso necesitamos recurrir a un profesional que averigüe si lo poco que sabemos de uno de nuestros conciudadanos se ajusta o no a la verdad, una verdad que nos puede ser útil o perjudicial.
Pero todos esos antecedentes del género policiaco son, para cualquier escritor que decida abordarlo, un arma de doble filo: por un lado, le abren un camino ya trazado, le facilitan unos recursos ya experimentados; pero, por otro, le marcan unas servidumbres, le dictan unas normas poco flexibles, que el lector también conoce y que aplicará a la hora de juzgar la novela.
Ramiro Pinilla ha sido muy consciente de todos esos problemas a la hora de tomar sus decisiones narrativas. En su novela se explicitan sus opiniones sobre la novela policial, su preferencia por la novela negra americana, así como su desdén por el modelo fijado por Agatha Christie, consistente en un educado juego de salón, en el que “los sospechosos son encerrados por el escritor en un castillo y los pone bajo su microscopio” (p. 125).
Por eso sus dos novelas policiales están llenas de referencias a los maestros de la novela negra, hasta el punto de que a veces resultan excesivas por reiteradas y evidentes. Por ejemplo, el seudónimo del detective, Samuel Esparta, es un claro homenaje al Sam Spade de Hammett. Igual que Chandler está detrás de la costumbre de llamar “muñeca” a Koldobike, secretaria y original partenaire de Samuel. También es una clara herencia de la novela negra americana la configuración de Esparta como un héroe solitario y justiciero, uno de “los últimos caballeros andantes” (p. 44). En El cementerio vacío esta misión la ejerce en defensa de Pedro, un maqueto que se atreve a enamorar a Anari. Resulta significativo de la marginación del maqueto que quienes contratan a Esparta sean dos chicos, los únicos que están convencidos de la inocencia de Pedro.
Con lo que llevamos dicho hasta aquí es suficiente para constatar que los moldes de la novela negra americana encajan mal con el marco geográfico y sociológico de Getxo. Por más que Samuel Esparta tenga por modelo a Sam Spade, ni Samuel podría actuar en San Francisco, ni Sam podría averiguar gran cosa en Getxo. Y no es cuestión de idioma ni de conocimiento del medio, sino, simplemente, de la naturaleza del crimen que hay que investigar. No se trata de las intrigas de poder, dinero y corrupción a las que se enfrenta habitualmente Sam, sino de machismo aldeano, xenófobo, distinto (aunque no menos condenable) del machismo imperante en una gran urbe moderna.
En realidad, Samuel está mucho más cerca de Maigret, el comisario creado por Georges Simenon en el contexto de la Francia de posguerra. Maigret posee una aguda capacidad para penetrar en el interior de los sospechosos, mientras comparte paseos y vasos de vino con ellos. Esa proximidad le permite relativizar, difuminar las fronteras entre el culpable y el inocente, ya que, como se dice en Maigret y la anciana, “todos tienen la conciencia más o menos turbia, y las personas, hasta las que parecen más sencillas, tienen en realidad una existencia complicada”. Buena parte de esas características humanas y de esa filosofía de la vida las encontramos en Samuel Esparta, a pesar de que él se empeñe en imitar a sus admirados detectives americanos.
Esta disociación entre los modelos librescos y el contexto geográfico no es tan grave como la de don Quijote en la Mancha, y no tendría mayor importancia si no fuera porque se suma a importantes desajustes temporales. La novela está situada en 1947, pero hay elementos argumentales que claramente no corresponden a esa época. Uno de ellos es el de la figura del detective privado en la España de posguerra. No es necesario acudir a la legislación de la época para acreditar que el régimen franquista controlaba muy de cerca la seguridad privada. Baste decir que un decreto de 1946 establecía que los vigilantes privados habían de jurar “defender la patria, la bandera y a nuestro Caudillo”. Resulta, pues, increíble la libertad de movimientos de que disfruta Samuel, cuyo padre fue fusilado en 1939 por los franquistas. Y su secretaria, Koldobike, tiene al suyo cumpliendo una condena de treinta años de cárcel. Para el régimen, ambos serían considerados unos potenciales enemigos.
No menos increíble es el comisario Cayo Fernández, personaje que pretende encarnar la tradicional rivalidad entre el detective y la policía oficial. Pero no se entiende que un comisario de la brigada político-social investigue un crimen pasional que no presenta ninguna dimensión política. Tampoco que se confiese abiertamente contrario a la represión del régimen. Y menos aún que colabore amistosamente con Samuel, al que cede la iniciativa en la investigación. Y que se muestre tolerante y comprensivo cuando le llaman “enemigo del pueblo vasco” en la cara. Todas estas incoherencias contradicen las abundantes referencias a la represión franquista que la novela contiene, como el fusilamiento de Toribio, preso político hermano de Anari.
Mucho más sólidos son los aspectos formales de la novela, acreditativos del buen oficio del veterano escritor. La narración está en primera persona y en presente, con lo que se crea una sensación de inmediatez, de proximidad entre los hechos y la narración de los mismos. El autor presenta esta técnica narrativa como un recurso para no tener que imaginar nada, limitándose a transcribir con toda exactitud y rapidez los hechos y los personajes: “…sabrás que ahora tú y yo somos la novela que estoy escribiendo y que no puedo inventar ni desinventar nada” (p. 98).
El lenguaje es otro de los grandes aciertos de la obra. El del narrador es rico en finas ironías. En toda la novela se refleja con toda naturalidad el castellano hablado en el País Vasco, salpicado de palabras en euskera. Encontramos la peculiar ordenación de la frase (“Un día le vi en la playa sus pies descalzos”), tan característica de la prosa de Pío Baroja. Y palabras vascas, bilbaínas: sinsorgo, (soso, insustancial), ugerdo (roñoso), txalo (palmada), or kon pon (allá cada cual), etc.
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