Estos días, a raíz de unas declaraciones de Oriol Junqueras sobre la futura relación de Cataluña con España, se han desatado una serie de opiniones sobre un supuesto odio de los catalanes hacia España. Los opinadores mediáticos madrileños necesitan asideros y cuando los intuyen, se agarran a ellos y no los sueltan hasta que no encuentra algo nuevo. Ya puedes gritar, que no sirve de nada porque todo se lo hacen entre ellos y no escuchan, pero volvamos a repetirlo: la inmensa mayoría de los catalanes no odia a España.
El odio es un sentimiento, una pasión, que puede conducir a disparates. Y es posible que algún catalán lo sienta, del mismo modo que es posible que un español lo sienta también por Cataluña. ¿Alguien percibió odio contra España por parte de los cientos de miles de participantes en la Via Catalana? Incluso la quema de banderas españolas y de retratos del rey de España, a parte de ser un acto cuantitativamente marginal, no pasa de ser una protesta política. El odio a España, a la gente de España, no es un sentimiento presente en las calles de Cataluña. Ni ahora, ni antes.
Y la razón es tan sencilla como contundente: Los catalanes de las clases populares hemos crecido junto a otros catalanes de origen español. Estos catalanes constituyen, como mínimo, la mitad de la población. Su cultura, la de sus padres, la de sus abuelos, estuvo y está presente en Cataluña, de una manera importante, normal y cotidiana desde hace cincuenta o sesenta años. Aún más, la Cataluña del presente no se podría entender sin ellos. Y la del futuro, tampoco: sin ellos, sin su voto, aquí no habrá independencia ni nada.
El sentimiento independentista ha crecido en positivo, mirando hacia adelante, pensando en lo que queremos, no odiando a nada ni a nadie. Incluso muchos catalanes de origen español se están manifestando públicamente estos días a favor de la independencia arriesgándose a recibir los calificativos y los insultos más cafres que se pueda imaginar. Si aquí hubiera odio, se multiplicarían los casos de ofensa a España y sus símbolos. Y esto no ocurre. Curiosamente, en España, sí se da. No hablamos solamente del asalto a la librería Blanquerna, sino del fin de semana de odio contra Cataluña en Cercedilla por parte de grupos de extrema derecha y de la multiplicación en los últimos tiempos de las manifestaciones de nostalgia por el antiguo régimen.
En Cataluña, ahora mismo, se pueden encontrar en la calle todas las sensibilidades, incluyendo gente no independentista, que mantienen un sentimiento fuerte de unión con España, pero que igualmente votarían sí en un referéndum por la independencia. Sin odio, porque el movimiento independentista -con el que puedes no estar nada de acuerdo- no se hace contra nadie, no se hace contra la gente, contra las clases populares españolas, sino contra un aparato político y administrativo incapaz de reaccionar.
Con todo esto queremos decir que uno puede ser independentista y al mismo tiempo no sólo no odiar a España sino tener un sentimiento profundo de tristeza por haber tenido que llegar a este punto de no retorno. Y no lo olvidemos: cuando hablamos de punto de no retorno nos referimos a la imposibilidad evidente de mover nada hacia ningún sentido. El partido que gobierna España, pero también el principal de la oposición si viera sus intereses electorales gravemente amenazados, harían piña: Ni derecho a decidir, ni federalismo, ni nada. “España una y no cincuenta y una” y punto. Se escudan ambos en una interpretación única y unitarista de la legislación vigente (que admitiría sin embargo lecturas diversas), amenazan con el fin del mundo si se mueve algo y nunca, en ningún caso, ni siquiera sugieren que quizá habría que empezar a pensar en crear una comisión para plantear una reforma de la constitución. ¿Donde está el diálogo ofrecido, pues?
La deriva de un gobierno como el del PP le lleva a creer que una oferta de diálogo consiste tan sólo en darte un impreso para que firmes la rendición incondicional. Y si no, que vayas al congreso de los diputados, que te repasarán bien como repasaron el presidente vasco Ibarretxe. No se dan cuenta que ahora las cosas ya no van así. Señores, aquí no hay odio contra España. Simplemente crece la certeza de que lo mejor para todos sería un cambio en profundidad de la estructura del Estado. Y a la vez, desgraciadamente, se establece también la certeza de que son incapaces, incluso visceralmente, de llevar este cambio adelante.