Cuando a mediados de marzo le empezó a doler el hombro a su madre, Thierry Lair nunca imaginó que seis meses después estaría debatiéndose entre la vida y la muerte. La pandemia acababa de irrumpir en un sistema sanitario totalmente superado y no había manera de que la visitara su médico de cabecera. Las llamadas al Centro de Atención Primaria (CAP) se alargaban durante horas. El bucle del hilo musical, eterno, nunca se interrumpía. Una noche de principios de abril, el dolor se convirtió en insoportable y Thierry llevó a su madre a urgencias. Radiografías, pruebas y un diagnóstico razonable: lo que tenía Monique era artrosis.

“Pensé que mejor eso que cualquier otra cosa”, explica este distribuidor de frutos secos, originario de París y de 56 años. Pero el dolor en el hombro pasó a la cadera. Monique, ya mayor, apenas podía caminar. Empezó otro peregrinaje por salas de espera, llamadas sin respuesta y profesionales superados por la pandemia. Hasta septiembre, seis meses después, no logró que la recibiera un especialista en medicina interna. Al médico no le gustó lo que vio y pidió hacerle una biopsia. 

El diagnóstico llegó a principios de octubre y fue demoledor. Un cáncer que Monique había superado años atrás se había extendido de nuevo por todo su cuerpo. Estaba en la cadera. En el hombro. En el pulmón derecho. En el intestino. En la espalda. A la madre de Thierry le dieron entre tres y cuatro semanas de vida. 

“Nunca había tenido una mala experiencia en el sistema sanitario”, apunta Thierry, cuya madre recibe actualmente un tratamiento de paliativos y ha logrado superar el pronóstico que le dieron en octubre, aunque en el momento de publicarse este texto se encuentra en estado grave. “Creo que hemos tenido mala suerte. Le pilló en el peor momento”, añade.

Bajo la crisis del coronavirus, detrás de los números de casos y muertes actualizados a diario, subyace otra pandemia silenciosa. Es la de los cánceres no diagnosticados o que se detectan demasiado tarde. La de los enfermos crónicos que empeoran porque no se atreven a acudir a su CAP de referencia. La de los diagnósticos erróneos porque se pasa consulta por teléfono. La de las pruebas que se encargan pero no se llegan a realizar. La de los enfermos mentales a los que no se les ha podido atender en el momento más complejo.

Una pandemia desigual –algunos casos son leves, otros no tanto– y que tiene el origen en el colapso del sistema sanitario porque la mayoría de los recursos, sobre todo durante la primera ola, se destinaron a luchar contra la Covid-19.

“Cuando empezamos a recuperar las visitas después de la primera ola, vimos a pacientes que tenían enfermedades controladas que habían empeorado muchísimo”, señala Esperanza Martín, médico de familia del CAP Maragall, en Barcelona. “Muchos de estos pacientes no habían venido porque tenían miedo a contagiarse o porque llamaban al teléfono y nadie les respondía”.

Los datos del Departament de Salut de la Generalitat ponen cifras a esta pandemia silenciosa, que se reproduce en otras comunidades. Los pacientes que visitan a un especialista se han reducido un 33% este año: entre enero y octubre de 2020 se realizaron 604.409 consultas menos de este tipo que en el mismo periodo de 2019. Al mes, son casi 60.500 menos. El número de pruebas diagnósticas ha bajado un 27%: se han realizado 171.068 pruebas menos en ese mismo periodo respecto al año anterior. 

A pesar de que acude menos gente al sistema sanitario y se realizan muchas menos consultas, el tiempo de espera es mayor. Para lograr una visita al especialista el tiempo de espera ha pasado de 99 días de media a los 153 actuales, lo que supone un aumento del 54%. Respecto a las pruebas diagnósticas, el periodo de espera ha aumentado un 34%. Las operaciones quirúrgicas se han reducido un 25% al haberse realizado 73.103 menos que en 2019.

El personal sanitario se esforzó para mantener las operaciones urgentes de cáncer y actualmente los periodos de espera para estas intervenciones son similares a los del año pasado. El total de operaciones oncológicas, sin embargo, también ha bajado significativamente. Hasta octubre, se habían hecho 2.908 intervenciones menos de este tipo que en el mismo periodo del año anterior. En abril de 2020, durante lo más duro de la primera ola, las operaciones de cáncer llegaron a reducirse un 50% respecto al mismo mes de 2019.

“Los procesos benignos son los que más se han visto afectados”, señala Ramon Maria Miralles, presidente de la Federación Catalana de Entidades contra el Cáncer (FECEC). Miralles, médico de profesión, añade que en todos los diagnósticos de cáncer, también en los benignos, el tiempo suele jugar un papel fundamental. Recuerda también otro aspecto relevante: los programas de cribado, en los que se detectaban distintos cánceres en fase inicial, se paralizaron durante el confinamiento.

¿Cuántos casos que se localizaban en esos cribados se han dejado de detectar? ¿Cuántos serán más difíciles de tratar cuando se diagnostiquen porque estarán más avanzados?

Los profesionales de los hospitales lo comentan habitualmente en privado. Se están detectando entre un 10 y un 15% menos de casos que en años anteriores, cuando antes de la pandemia lo habitual era que cada año se diagnosticaran más que en el anterior. Buena parte de los hospitales y centros de referencia consultados, sin embargo, han declinado las peticiones de entrevistas para este reportaje. Ni el Hospital Clínic, ni el Vall d’Hebron, ni el Instituto Catalán de Oncología ni la Sociedad Catalana de Oncología han querido comentar estos datos. 

El miedo a acercarse al ambulatorio

La atención primaria, el primer eslabón de la cadena sanitaria, es uno de los puntos en los que se rompe un proceso que antes de la pandemia empezaba con una visita al médico de cabecera. Ahora hay muchos pacientes que no se atreven a acercarse al CAP, con las consecuencias que esto comporta. Algunos porque tienen miedo de contagiarse. Otros, al ver las colas para hacer pruebas PCR y los controles en la entrada, piensan que ya no les recibirán si no tienen síntomas relacionados con la COVID-19.

“Mucha gente tiene miedo a venir, los ambulatorios son vistos como un lugar de riesgo”, apunta Meritxell Sánchez-Amat, médica de familia en el CAP Besòs, situado en una de las zonas más humildes del área metropolitana de Barcelona. Esta doctora explica que, a pesar de que ellos nunca han dejado de realizar consultas presenciales, muchos de sus pacientes dejaron de acudir porque pensaban que no les atenderían. Esto implica nuevas enfermedades que no se diagnostican pero también enfermos crónicos cuya patología empeora.

El miedo también afecta a los pacientes hospitalarios. Algunos centros reconocen que se han visto obligados a reclamar la presencia de enfermos de cáncer que estaban en medio de un tratamiento de quimio o radioterapia y habían dejado de asistir ante el temor a contagiarse. “Los pacientes tienen miedo, es un hecho”, confirma Miralles, de la FECEC.

Por otro lado, desde la primaria señalan que buena parte de las pruebas diagnósticas que solicitaron a los hospitales tardaban meses en llegar o ni siquiera se hacían. Muchas tampoco se han reprogramado tras la primera ola y ahora, seis o siete meses después, las están volviendo a solicitar. “Genera mucha impotencia ver que no se agilizan algunas pruebas urgentes y estamos muy preocupadas”, abunda Esperanza Martín, del CAP Maragall. “Como no nos espabilemos, toda la población saldrá perjudicada”.

El descenso en las visitas dificulta la capacidad de diagnóstico, pero también el hecho de que muchas se acaban haciendo por teléfono. “Algunos diagnósticos solo los consigues atendiendo presencialmente al paciente, explorándole, comparando su aspecto físico con la última visita… Esto se pierde por teléfono”, abunda Martín. “Además, no todo el mundo tiene tiempo para llamar 1.000 veces hasta que alguien responda”.

Sánchez-Amat, del CAP Besòs, recuerda un caso reciente. Un hombre de 70 años, que vivía solo y explicaba por teléfono que se encontraba débil. No sabía contarles más. Cuando un día acabó yendo a urgencias, llegó totalmente pálido. Tenía problemas de estreñimiento. Finalmente le diagnosticaron un cáncer de colón. “Solo con ver su aspecto ya podías ver que estaba muy enfermo, hubieras pedido pruebas a la primera de cambio”, señala esta médica. “Esto por teléfono se nos escapa”.

Desde el Hospital Moisès Broggi, en Sant Just Desvern, cuentan varios casos similares ocurridos en las últimas dos semanas. Una paciente, también mayor, con dolores de estómago desde hacía meses a la que se le recetó Omeprazol, Almax y analgésicos por teléfono. La mujer finalmente acudió a una clínica privada y le hicieron un TAC donde le detectaron cáncer de páncreas en fase avanzada. O un señor con dolores de espalda intensos al que se le hizo un seguimiento telefónico durante tres meses recetándole analgésicos hasta que se personó en urgencias y le detectaron metástasis vertebral de un cáncer de próstata. 

“La mayoría de casos oncológicos los hubiésemos encontrado ya en fase adelantada”, matiza una facultativa de este hospital, que accede a comentar los casos bajo condición de anonimato. “Pero son pacientes a los que podríamos haber ayudado mucho antes”.

En ocasiones, incluso después de una visita presencial, el seguimiento telemático puede conducir a errores. La misma médica recuerda el caso de un paciente de 75 años con antecedentes de insuficiencia cardíaca y con una enfermedad respiratoria crónica. Tras una visita presencial se le diagnosticó una bronquitis. Durante cuatro o cinco llamadas de seguimiento se le fueron modificando los inhaladores porque no acababa de mejorar. Asustado, el paciente también acabó personándose en urgencias con un cuadro de insuficiencia cardíaca descompensada y líquido en los pulmones.

“Si le hubiésemos podido explorar durante la fase de seguimiento le hubiésemos detectado lo que tenía y en lugar de inhaladores, le hubiésemos recetado diuréticos”, explica esta profesional. “Seguramente hubiésemos evitado tener que ingresarle”.

La salud mental, otra patología olvidada

El 16 de marzo de 2020, dos días después de que Pedro Sánchez declarara el estado de alarma y confinara a toda la población, Mar (nombre modificado) tenía hora con su hija de 14 años para visitar a una psicóloga en el Centro de Salud Mental Infantil y Juvenil de Mataró (Barcelona). Su hija llevaba ya un año con problemas con la comida y le habían diagnosticado un Trastorno de Conducta Alimentaria. 

A Mar la llamaron y le dijeron que no podrían atender a su hija. A partir de ese momento la atención sería telefónica. “En todo el confinamiento recibimos un par de llamadas de la psicóloga preguntándole cómo estaba”, relata esta mujer. “Ese fue el único tratamiento que recibimos”. Su hija se mantuvo estable de peso, pero tampoco aumentaba y estaba obsesionada con hacer deporte dentro de su habitación. Cuando se inició la desescalada, al ver que el servicio no mejoraba, buscaron un centro privado donde ingresar su hija, al que ahora acude de lunes a viernes de 9 a 19h. “En un principio no era nuestra intención, pero tuvimos la sensación de que con el nuevo escenario no podían atenderla correctamente”, sostiene.

La atención a la salud mental, ya precaria antes de la pandemia, se ha enfrentado a una tormenta perfecta que también tendrá consecuencias, advierten los expertos. Los profesionales no podían pasar consulta presencialmente mientras el confinamiento empeoraba los casos existentes. Algunos pacientes estables durante años volvían a recaer. Paralelamente, aumentaban los nuevos casos de personas con trastornos de ansiedad o depresión. Un informe de la Universidad Complutense detectó que en abril las personas que aseguraban tener síntomas de depresión, ansiedad y estrés postraumático rondaban el 20%. El consumo de medicamentos para estas enfermedades mentales subió un 4% solo durante la primera ola, según un estudio reciente.

“Antes de la pandemia, ya teníamos un modelo muy frágil que nos impedía dar respuesta a todos los casos”, explica Marta Poll, directora de la Federació de Salut Mental de Catalunya. “El cierre de los centros de día, terapias de grupo y servicios de rehabilitación comunitaria hicieron mella en muchos pacientes”. La atención telefónica sirvió para algunos casos, pero muchos echaron de menos las visitas presenciales. “El teléfono no sirve para todos”, remacha Moll, que recuerda que para algunas personas de edad avanzada o cuadros graves descolgar el aparato puede suponer ya una dificultad.

Algunos pacientes, como Àngel Quintano, 52 años y con un trastorno bipolar desde 2013, responden que no echaron demasiado de menos las sesiones presenciales. “Con las llamadas de la psicóloga, el psiquiatra y la medicación aguanté sin problemas”, explica por teléfono. “Pero mi caso no es representativo, la mayoría ha llevado muy mal lo de quedarse sin visitas y muchos compañeros han empeorado estos meses”.

Según un informe de la Organización Mundial de la Salud, el 93% de los países consultados interrumpió uno o más servicios de atención a la salud mental. Los datos internos de la Asociación Europea de Psiquiatría, publicados recientemente por Civio, señalan que en España el 70% de la atención psiquiátrica que se mantuvo se realizó de manera telemática. 

Un problema que aflorará a medio plazo

Los profesionales consultados coinciden en que, si bien todavía no se ha notado en exceso, las consecuencias de haber focalizado toda la atención en la COVID-19 durante meses se notarán a medio y largo plazo. En privado, algunos oncólogos hablan de un aumento de más del 10% en la mortalidad por cáncer durante los próximos cinco años. Un estudio de la Universidad de Bolonia calcula que la mortalidad por cáncer de colón –el tercero más diagnosticado en todo el mundo– aumentará un 12% en los próximos años por los casos que se han detectado tarde debido a la pandemia. 

“Necesitamos tiempo para ver las consecuencias de todo esto”, responde Miralles, de la FECEC. En el Plan Director de Oncología de la Generalitat del próximo año se está valorando la posibilidad de elaborar un estudio para detectar hasta qué punto la ausencia de cribados y la detección tardía de casos hará aumentar la mortalidad. “Todo lo que no sean diagnósticos prematuros va en detrimento del pronóstico, pero harán falta años para cuantificarlo”, concluye Miralles.

Fernando Benavides, catedrático de Salud Pública de la Universitat Pompeu Fabra, tampoco se atreve a hacer pronósticos pero menciona otro aspecto a tener en cuenta: la reducción de pruebas diagnósticas y de intervenciones no urgentes puede tener un coste relevante también en bajas médicas. “Cuando se diagnostiquen algunas enfermedades, estarán en fases más avanzadas que pueden suponer tratamientos más largos”, explica.

La otra incógnita es cuándo podrá empezar a recuperarse un sistema sanitario tan tensionado. A pesar de que muchos hospitales están doblando esfuerzos para reprogramar intervenciones que se paralizaron por la pandemia, la incertidumbre sobre cómo discurrirán los próximos meses, con una tercera ola al acecho que se prevé muy dura, llevan a algunos sanitarios a encarar el año 2021 con bastante pesimismo. 

“Estamos muy preocupados por lo que vendrá”, sostiene Martín, médica de familia del CAP Maragall. “Si la pandemia estuviese superada nos pondríamos a recuperar el tiempo perdido, pero con la amenaza de una nueva ola no podemos tener a gente aglomerada en los ambulatorios”. Esta profesional recuerda, además, las consecuencias a nivel social que tendrá la pandemia. “No tenemos recursos para encarar todas las enfermedades derivadas de los efectos económicos del coronavirus”, apunta. “Esto va a ser otro pozo de enfermedades”.

Thierry, volcado ahora en cuidar de su madre, nunca sabrá qué hubiese ocurrido si los primeros síntomas de la enfermedad de Monique no hubiesen llegado durante una pandemia mundial. Hay días en los que piensa que no hubiese cambiado demasiado. O que tal vez solo habría servido para alargar la agonía de su madre. Otros días, sin embargo, piensa que el “cúmulo de circunstancias” que le afectaron han tenido la culpa de un diagnóstico que llegó demasiado tarde. “Nunca sabré qué hubiese pasado”, explica al otro lado del teléfono. “Es algo que nunca sabré”.