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Opinión - Salvar el Mediterráneo y a sus gentes. Por Neus Tomàs

Barça o barzakh

Grupo de refugiados en la playa de Cullera (Valencia). Foto: CEAR

Yasmín Afonzo

Karim se desprende de su historia como del humo de su cigarro: Rápido, contundente. La repentina e implacable ola de frío que se ha instalado en Valencia cala los huesos, y obliga a los estudiantes a apurar al máximo sus conversaciones y pitillos a las puertas de la biblioteca Gregori Maians. “Una vez, en el autobús para ir a la Universidad de Damasco, el Ejército me pidió la documentación. Cuando vieron que era de Idlib me detuvieron; sin explicaciones. Estuve un día entero en prisión”, cuenta este joven sirio desde el interior de su cazadora azul, constantemente sacudida por el viento de noviembre.

Idlib fue una de las primeras regiones en rebelarse contra el Gobierno de Bashar al-Assad, en 2011. Desde entonces, Karim y su familia, opositores al régimen, se sienten extraños en su propio territorio. La guerra en Siria, que ya dura casi tres años, ha transformado por completo el paisaje antes conocido. Las villas y los olivos que lucían al noroeste del país han sido eclipsados por las bombas y los muertos. Pero este estudiante de máster en la Universitat de València ya no está allí para ser testigo del horror. Hace poco más de un año Karim abandonó su país para huir del conflicto y reunirse aquí con su hermano, médico en uno de los hospitales de la ciudad. “Vine a España porque en Siria no se puede vivir. Allí solo hay miedo”, dice mientras tirita y prende otro cigarro.

Sus padres y varios hermanos aún permanecen en el territorio, disgregados. “Mi familia está en muchos sitios. Algunos en Damasco, otros todavía en Idlib”. Es el desorden de la guerra, que divide y separa a las personas dentro y fuera de las fronteras. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) apunta que desde el inicio del conflicto, más de dos millones de sirios se han visto obligados a cambiar de país, a convertirse en refugiados. Más de 120.000 han fallecido dentro de sus propias fronteras. “La mitad de mis amigos están muertos –explica Karim encogiendo los hombros–. Los demás, como yo”. A miles de kilómetros de casa. Exiliados.

Es la misma huida que han emprendido 16 millones de habitantes en todo el mundo a causa de la persecución, la violencia generalizada y la violación de los derechos humanos en sus países de origen. A finales de 2012, 937.000 personas habían solicitado el estatuto de refugiadas. España recibió menos del 1% de estas demandas (alrededor de 2.580), la cifra más baja en los últimos 25 años, pese al progresivo incremento en la mayor parte de Europa. Una tendencia disfrazada de contradicción que España atribuye a la propia crisis económica.

Otros objetan. “La Unión Europea ha desarrollado toda una serie de dispositivos, que impide la entrada de personas que necesitan protección internacional. Muchas de esas medidas se han implementado respecto a la frontera española”, advierte el abogado Daniel Sanjuán desde el escritorio de su helado y modesto despacho. No es sólo el Frontex, que se encarga de vigilar los límites de Europa, son las políticas migratorias de externalización de las fronteras que se han puesto en marcha en el Sur del continente: “España tiene acuerdos con Marruecos, Senegal, Gambia y otros territorios del África subsahariana para que los controles fronterizos se hagan en las propias costas de estos países”, aclara este miembro del departamento jurídico de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR). Las barreras españolas no solo están en el territorio nacional, están en algunos de los países de origen y de tránsito de las personas refugiadas, que difícilmente pueden acceder a España para ejercer su derecho al asilo.

–¿Es legal?

–Es así, sentencia Sanjuán.

Los Derechos Humanos y la Convención de Ginebra sometidos a la soberanía de los estados y la ficción de sus fronteras.

El viaje

Algunos, como Abdou, todavía se atreven a emprender esta disuasoria odisea fronteriza para llegar hasta aquí. A este joven africano, salir de Senegal le costó cuatro viajes en patera. Los controles exhaustivos en las costas africanas y españolas impidieron por tres veces que las embarcaciones en las que apostaba la vida alcanzaran Tenerife. Pero no evitaron que Abdou y otros como él volvieran a salir de su país para jugársela de nuevo.

El peligro no sólo está en la posibilidad de naufragar, también en la ansiedad y el hambre, que asedian y desesperan a quienes viajan a bordo de la patera. “En uno de los trayectos, mi tío me dio un cuchillo y me dijo: ‘Si se te acerca alguien, clávaselo. No dudes’. Pero no maté a nadie”, intenta bromear este aspirante a actor, que levanta las manos exculpándose mientras esboza una blanca y enorme sonrisa, agrietada por el frío. El otoño no da tregua.

Más de cuatro mil kilómetros separan ahora a Abdou de las playas senegalesas, y de la miseria que la economía le brindaba en su país. En Valencia, después de haber vivido en varios albergues y malvivido en el antiguo cauce del río Turia, tiene un hogar, y trabaja, a veces, en la recogida de la naranja y en una panadería. ¿Merece la pena arriesgar la vida; tanto por tan poco? “Barça o barzakh”, responde serio, asintiendo con la cabeza. Es la expresión wólof que algunos migrantes subsaharianos utilizan para referirse a la travesía en patera, que les ofrece dos promesas: alcanzar el sueño europeo, que allí identifican con un equipo de fútbol, o morir en el intento.

“Muchos se quedan en el mar”, lamenta Daniel Sanjuán, que asesora a quienes solicitan asilo y supervisa estos procedimientos legales. Las rutas clandestinas ponen en doble riesgo la vida de los refugiados africanos, pero para los más pobres suele ser la única salida, pues la Ley de Asilo española ya no contempla la solicitud directa de protección internacional en embajadas y consulados, y obliga a los demandantes a trasladarse hasta aquí para pedir ayuda. “La ley actual es más restrictiva que la anterior. Ahora, la vía diplomática ha desaparecido prácticamente y queda al criterio del embajador promover el traslado a España del demandante de asilo para que pueda solicitarlo aquí”, apunta el abogado, que combate el frío de la habitación frotando las palmas de sus manos. Quienes logran huir de su país y llegar a este, piden protección a sus puertas, en puestos fronterizos y aeropuertos, o bien dentro del propio territorio, en la Oficina de Asilo y Refugio (OAR) y los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIES).

Pero las duras trabas del éxodo no se esfuman al finalizar el viaje. Una vez pisan España, muchos refugiados son recibidos con la frase de bienvenida más fría e hiriente: “No me lo creo”. Es la reacción del Estado ante algunas historias de persecución y violencia, que tras haber recorrido miles de kilómetros, aquí se perciben como simples discursos infundados e incoherentes en boca de inmigrantes. “Esto se dice muchísimo, y es la primera causa de denegación de la petición de asilo”, asegura Sanjuán.

Organizaciones como CEAR denuncian que la falta de información y la ausencia de intérpretes en algunos pasos fronterizos y CIES impiden que los solicitantes de asilo reciban la atención adecuada y expongan con claridad su situación. “A veces es muy difícil diferenciar un refugiado de un migrante. Muchas veces las causas son conjuntas o están confusas, porque las personas refugiadas también necesitan comer, trabajar y ganarse la vida. Por eso, a veces, se pueden confundir causas en el origen de la huida”, explica este abogado, que pega las piernas a una estufa que por fin empieza a caldear su despacho desde debajo del escritorio.

Sobre él, a un lado, varias carpetas marrones se apilan peligrosamente, y delatan un volumen de trabajo que Sanjuán reconoce después: “Este año hemos tratado con más de 400 personas”. Muchas de ellas buscan ejercer su derecho al asilo. Si logran demostrar que en sus países sufren una persecución personal y directa por motivos políticos, de raza, nacionalidad, grupo social, religión, orientación sexual o identidad de género, obtendrán el estatus de refugiados. Si no, deberán volver al territorio del que algunos huyeron para salvar la vida.

Proceso de asilo

Roberto, por el momento, puede quedarse en Valencia. El Estado ha aceptado estudiar su solicitud de asilo, y por lo tanto tiene derecho a permanecer en España durante los seis meses que dura la tramitación. La Administración le ha otorgado provisionalmente una pequeña cartilla roja, que le identifica como demandante de protección y le facilitará, posteriormente, el acceso a la sanidad pública y un permiso de trabajo. Su situación aquí también le da derecho a una plaza en alguno de los Centros de Acogida a Refugiados (CAR). En el de Mislata, donde convive con otras personas en sus mismas circunstancias, dispone de una habitación compartida y diversas zonas comunes. “Los horarios son bastante rígidos, pero estoy muy contento con el trato”, aclara este treintañero, que llegó aquí desde Cuba tras abandonar su país por discrepancias políticas con el régimen.

Ahora acude semanalmente a CEAR, donde siguen la evolución de su proceso de asilo, que comenzó hace unos meses, y le aportan formación básica para facilitar su integración en España, que desea y espera sea el territorio de acogida. “Hasta la fecha yo no tengo ninguna queja del Gobierno español. Me han atendido muy bien en todos los lugares que he ido y espero poder quedarme”, comenta mientras aguarda el inicio de un curso de cortometrajes en la pequeña sala de espera de la oenegé.

Sin embargo, las posibilidades de obtener el asilo son mínimas. España sólo aprueba cerca del 10% de los Estatutos de Protección que demandan miles de personas refugiadas cada año. La restrictiva interpretación que el Estado hace de la Ley de Asilo y el escaso contacto entre quienes gestionan las solicitudes y quienes dependen de ellas son los principales motivos de tan numerosas denegaciones, según el último informe de CEAR. “Muchas veces la persona sólo es entrevistada una vez y no se pueden presentar todas las pruebas. Nos preocupa que se devuelva a su país a personas cuya situación de riesgo no haya sido valorada adecuadamente”, incide Sanjuán. El solicitante debe marcharse; volver al lugar de donde huyó. Ese es, entre líneas, el mensaje de la resolución negativa. Los refugiados tienen la posibilidad de recurrir la decisión del Estado, pero durante ese periodo no se les garantiza la estancia en el país. “Se crea una situación bastante delicada, porque el recurso, automáticamente, no permite a la persona quedarse en España”, subraya.

Algunos han preferido correr el riesgo de vivir en la clandestinidad de Valencia antes que volver a su país. Pero hay quien ha pagado un precio muy alto. Desprovistos de protección internacional y, por lo tanto, de documentación, han sido detenidos por la policía y encerrados en un Centro de Internamiento de Extranjeros, a la espera de ser deportados. “Nosotros hemos atendido a solicitantes que han sido después internados en el CIE”, cuenta Sanjuán, que frunce los labios. Solicitantes de asilo privados de libertad. En el país receptor. La mayor parte de ellos consiguieron quedarse en España, pero el resto fueron devueltos adonde jamás habrían imaginado volver.

La única oportunidad para permanecer legalmente en el territorio, además de la infrecuente estimación del recurso, es el arraigo social: demostrar los vínculos creados con el país que no quiere acogerte. Fue la chance de Reina, una risueña hondureña afincada en Valencia a la que denegaron su solicitud de asilo. “Me dijeron que porqué no la había pedido en alguna otra parte de Honduras o en los países que había visitado por motivos de trabajo”, explica indignada esta exagente de eventos. México, El Salvador, Nicaragua, Guatemala. Donde las maras y el narco han convertido la extorsión en una fuente de ingresos y en la principal pesadilla de muchos ciudadanos latinoamericanos como ella.

Cuando Reina sintió el cañón de un arma en la sien, comprendió que la Mara 18 estaba dispuesta a cobrarse en sangre el dinero que le reclamaba. “El 20 de junio de 2012, cuando regresaba a casa del trabajo, me estaban esperando justo en la puerta”, recuerda esta mujer de ojos grandes y finas cejas. De una furgoneta bajó un joven que la abordó por la espalda y reiteró las amenazas que ella había venido escuchando por teléfono durante tres meses. “Me pedían un impuesto de guerra que yo no podía pagar. Por eso tuve que venir acá”, confiesa esta voluntaria de CEAR, que aplaca el final del otoño con un vaso de chocolate caliente.

En agosto del mismo año llegó a España, inició su proceso de asilo e ingresó en el CAR de Mislata, donde vivió varios meses y percibió cierto trato discriminatorio. “Allí a los latinos no nos tratan mal, pero a alguna gente de África le tiran la comida así”, cuenta Reina arrojando un plato invisible. Osvaldo, un periodista venezolano que salió de su país hace tres años y al que también denegaron su solicitud, tampoco habla bien de la situación en este Centro de Acogida a Refugiados. Asegura que no tuvo ningún problema con los empleados del CAR, pero vivió algunos enfrentamientos personales con otros internos que dificultaron la convivencia. “La actitud que se vive allí es muy fuerte”, apunta.

Precariedad

El 3 de marzo de 2010, Osvaldo voló a España desde Venezuela para cumplir con un contrato de trabajo de 18 días. No ha vuelto a su país desde entonces. “Mi vida allí tiene un precio”, confiesa en uno de los angostos pasillos de CEAR. El mismo día que se marchó, tres coches negros se presentaron en su casa y varios hombres armados preguntaron por él. Las autoridades venezolanas le buscan por la publicación de un vídeo que el Gobierno de Chávez consideró comprometedor para uno de sus miembros.

“Aquí he tenido que empezar de cero sin tener un lugar propio, sin un centavo en mi bolsillo”, dice Osvaldo. “En mi país soy empresario. Tengo cómo vivir cómodo. ¿Cómo iba yo a cambiar mi ciclo de vida por esta situación que estoy viviendo aquí?”. Ahora se dedica a ofrecer sus servicios como fisioterapeuta para pagar a duras penas el alquiler del piso que comparte, aunque también está dispuesto a limpiar casas y cuidar ancianos.

“Los puestos de trabajo a los que acceden estas personas son los menos cualificados y los más desprotegidos, pese a la elevada formación de algunos”, apunta Daniel Sanjuán. Hayan obtenido o no el estatus de refugiados, muchos se dedican a realizar cursos o trabajos temporales, que normalmente nada tienen que ver con la profesión que ejercían en su país. “Es chocante. Hay personas con largas trayectorias profesionales que aquí tienen que ir a trabajar a la naranja”, aclara mientras apaga la estufa del despacho, que ya ha cumplido su función.

Karim lo reconoce. Difícilmente podrá ejercer como abogado en España, pero no le importa: “Todo lo que hago aquí es para llevarlo a Siria”. Este estudiante, que prepara su Trabajo Fin de Máster sobre la guerra en su país, asume que el conflicto no cesará pronto. Pero mientras espera para volver allí algún día, aprovecha su estancia en Valencia. “Hay que aprender, porque en Siria habrá muchas cosas que hacer después de todo esto”, asegura mientras se esconde del frío dentro de su cazadora. A punto de superar su etapa académica en la universidad, se centra en el estudio del castellano, que todavía se le resiste.

Desde que hace unos meses ha conseguido un empleo nocturno en un restaurante del puerto, es la envidia de los compatriotas con los que aquí se relaciona. “¿Cómo? ¿Trabajo? ¡Enhorabuena, cabrón!”, reproduce animado. Las noches en la barra y sirviendo mesas se le acumulan en los párpados, pero le permiten no depender tanto de su hermano y sufragar sus gastos personales. “Sobre todo el tabaco”, bromea exhalando el humo de su cigarro, que se confunde con la niebla y se mezcla con su historia.

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