La posteridad
Hay leyes para todo, para todos y de todo tipo. Las hay que son seguramente necesarias, justas, obvias, razonables, pero también las hay injustas, absurdas, incomprensibles o de imposible cumplimento. No importa. Se trata de hacer creer que controlamos la realidad aún a pesar de la realidad misma. Hay empecinamientos legislativos de orden político —¿de qué orden si no? — que chocan contra los hechos, contra el buen sentido e incluso contra los principios de la física, aunque los que más abundan últimamente son los que arremeten contra los principios biológicos, ya suficientemente controvertidos sin salirnos del ámbito científico. Hay vestigios de nuestros delirios normativos por todas partes. Si quieren pasar un rato entretenido, busquen por Internet. La actualidad también aporta ejemplos constantemente. Es una pulsión universal que, por supuesto, se extiende al ámbito personal, familiar, donde encontramos disposiciones pintorescas que solo se explican por nuestra predisposición al autoengaño y a la mentira piadosa.
Se trata de esas instrucciones que algunos dejan en vida para que otros las cumplan después de su muerte. No me refiero a las que regulan la transmisión de la propiedad, que vienen exigidas por la propia mecánica del sistema, sino las que tienen un componente claramente volitivo por parte del futuro difunto, cuyo cumplimiento se deja a la buena fe de los vivos. Me refiero a esos que piden que sus cenizas sean esparcidas en la Marjal del Moro o que bajo ningún concepto pongan sus restos junto a los de la mala pécora de su ex, o a los que piden a sus hijos que no se enemisten por la herencia, que conserven íntegra la biblioteca o que no vendan nunca la casa solariega. Legislar sobre el escenario posterior a nuestra muerte, con poder coactivo o sin él, es una necedad que inevitablemente mueve a la conmiseración o invita sin más al escarnio, y, sobre todo, da muestra de cómo algunos ingenuos sobrevaloran el poder de su voluntad.
Pretender mandar sobre la posteridad es no entender de qué va esta broma. De hecho, los que lo van entendiendo van renunciando progresivamente a mandar no ya sobre el futuro, sino sobre el presente mismo. El tiempo va disolviendo la sustancia que nos mantiene unidos al mundo, hace que la presbicia aumente y que lo veamos todo cada vez más distante. Renunciar a controlar el ahora es, por tanto, una juiciosa estrategia para salvar el honor cuando ya no podamos conservarlo ni queriendo, verbigracia, en el momento de ir al váter. «Yo ya hace tiempo que renuncié a controlar nada», podremos decir, y si cuela, cuela, en el caso de que todavía seamos capaces de articular la frase. Lo normal es que vayamos dejando de tener apego a aquello que antes nos mantenía anclados a la vida, porque presientes que cada vez está más cerca el momento en que no es que ya no podrás mandar sobre nada, es que de repente, sin avisar, no podrás ser nadie en ningún sitio. Algo funciona terriblemente mal en la cabeza de esos viejos inocentes o abiertamente despóticos que pretenden seguir rigiendo sobre todo lo que está cada vez más lejos de su alcance.
Y si algo queda lejos en los tiempos que corren, cada vez más, es la posteridad, esa manera de ser sin estar siendo ya, esa identidad sin memoria y sin arbitrio, esa fantasmagoría. Antes todavía era algo, hasta el punto de que en algunos casos se asimilaba a la inmortalidad. Era así porque la posteridad de los que habían sido era el sustrato sobre el que se erguían los que todavía no habían entrado en ella. Estos sentían que vivían en la posteridad de los otros, en la de los muertos, algo que, diccionario en mano, era cierto. Pero ahora las identidades levitan, literalmente, sin pedir consejo a nadie, y menos a quienes se han ido al caño. De esos solo nos acordamos si les podemos sacar algunas pesetas. Véase, por ejemplo, el anuncio de la Lola Flores en el que dice cosas que nunca dijo. La posteridad ya no es lo que era. Ser alguien, una vez muerto, se ha convertido definitivamente en un timo. Los muertos siempre han corrido el peligro de convertirse en muñequitos en manos de desaprensivos titiriteros, pero antes eso se notaba, se denunciaba y se reprobaba. Puede que no supiéramos muy bien qué hacer con ellos, pero había ahí un respeto. Ahora nos sentamos delante del guiñol macabro del deepfake y aplaudimos. Un rato. Luego nos vamos a otra cosa, vamos de la caseta donde se rifa la chochona a la montaña rusa, y de allí al tren de la bruja.
Hemos hecho del presente una feria de atracciones de la que no querríamos salir nunca. Hubo un tiempo en que las mentes más preclaras estaban convencidas de que el presente era un estado confuso, un enigma que había que elucidar, y a ello se dedicaban, con la intención de dejar a las generaciones venideras pistas que les ayudaran a desentrañarlo y a sortear sus engaños. Porque el presente se hereda, nos lo vamos legando unos a otros. Trabajaban para la posteridad, no tanto por su gloria personal como por la de sus obras, porque sabían que era lo único que tenía alguna posibilidad cierta de pervivir y ser útil. Se nutrían de sus propias experiencias y de sus circunstancias pensando en la posteridad, pero siguiendo la estela de los que les habían precedido. Entre pasado, presente y futuro había una continuidad que ha desaparecido. Tal como Goethe lo sintetizó suena bastante obvio: «Hombres como Rafael no surgieron como una planta. Se formaron en los antiguos y en lo mejor que se había producido antes de ellos. Si no hubiesen sabido sacar partido de cuanto les ofrecía el momento en que vivían, poco habría hablado de ellos la posteridad» [Eckerman, J. P. (1848). Conversaciones con Goethe].
Ahora los émulos de aquellos maestros, de ego tan hinchado como hueco, desprecian el pasado porque ellos no estuvieron en él, y desprecian el futuro porque intuyen que tampoco estarán allí. No importa lo conocido que seas en un momento dado o lo importante que parezca lo que hagas; hoy en día nadie echa de menos a nadie a los cinco minutos de haber hecho mutis. Es posible que el ser no haya sido nunca tan leve como ahora, la vida tan efímera, los lazos que nos unen tan inconsistentes, nuestra autoestima tan baja y nuestra capacidad de reconocimiento del mérito ajeno tan cicatera, tan mezquina. No es de extrañar que el mundo esté lleno de gente que se agarra al presente como quien se agarra a un arbusto en la pared de un precipicio. No encuentran utilidad alguna en el pasado, salvo la puramente instrumental, y como saben que en el futuro no habrá espejos en los que pueda reflejarse su maltrecha vanidad, también han perdido todo interés en él. Por eso se dedican, en todos los campos propicios para tal fin, a fabricarse una posteridad en el presente, a cultivar eso que se llama celebridad, que es como una posteridad de la Señorita Pepis.
De ellos se podría decir lo que Milan Kundera dejó escrito en El telón sobre los novelistas que no aspiran a hacer una obra capaz de sobrevivirles: «Escribir sin esta ambición es puro cinismo: porque, mientras que un fontanero mediano es útil a la gente, un novelista mediano, que produce a conciencia libros efímeros, corrientes, convencionales, por tanto inútiles, nocivos y que estorban, sólo es digno de desprecio».
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