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Sobre este blog

Este espacio pretende reivindicar la memoria obrera, sus luchas, organizaciones y protagonistas, desde el convencimiento de que el movimiento sindical fue clave en la reconstrucción de la razón democrática, articulando la defensa de sus demandas sociales y económicas con la exigencia de libertades civiles.

El movimiento obrero en la conquista de la democracia (2)

Alicante, 25 de febrero de 1976. Huelga de la construcción. Asamblea de trabajadores frente al Sindicato Vertical.
23 de mayo de 2025 23:00 h

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Hace ahora 50 años que la agonía (biológica y política) de la dictadura coincidió con el agravamiento de la crisis económica, al tiempo que la convergencia de la oposición democrática y el reforzamiento del movimiento sindical se tradujo en una extraordinaria eclosión de la conflictividad social (obrera, vecinal estudiantil…) que precipitaría el final del franquismo y la transición hacia la democracia.

La larga noche de la dictadura

Cualquier estudio sobre la evolución histórica de la clase obrera y del movimiento sindical en nuestro país requiere, para su adecuada contextualización, de una referencia previa al impacto de la derrota de la IIª República y la implantación de una dictadura que habría de prolongarse durante cuarenta largos años en los que el franquismo desplegó un potente aparato de represión y control de los trabajadores, en las esferas económica, laboral y política, que desarticuló su resistencia y retrasó su reconstrucción orgánica, pese a puntuales y heroicos episodios de protesta, como la del 1 de mayo de 1947 en Vizcaya, el boicot a los tranvías de Barcelona en 1951 o la huelga de Euskalduna en 1953.

Tras dos décadas de dictadura, durante las que se sumió al país en una larga noche de represión política, explotación social y retraso productivo, el franquismo se vio forzado a dar un giro “liberalizador” en su estrategia económica (Plan de Estabilización de 1959) y de gestión laboral (Ley de Convenios Colectivos de 1958), normas ambas que, sin renunciar al autoritarismo original, permitieron superar el fracaso del modelo autárquico e impulsar una nueva fase de desarrollo productivo que implicaba, entre otros cambios, la introducción de algunos elementos propios de la política empresarial neoclásica que colisionaban con la teorización unitarista del verticalismo falangista, abriendo paso a una tímida bilateralidad en el plano de las relaciones laborales, que pronto habría de ser hábilmente utilizada por los núcleos fundacionales del nuevo movimiento obrero, en la medida en que la negociación colectiva abrió una brecha, con anterioridad inexistente, que posibilitaba el conflicto, mientras que las “elecciones sindicales” permitían acumular recursos organizativos.

El inicio del ciclo desarrollista coincidirá con una serie de profundos cambios sociodemográficos en el mundo del trabajo, al que se incorporaba la primera generación que no había participado en la guerra, tras importantes flujos migratorios del campo a la ciudad, con nuevas demandas salariales, de accesos a vivienda y bienes de consumo, etc, y que será la que protagonice el despertar de una nueva conflictividad obrera durante la década de los sesenta, cuyo inicio simbólico podemos situar en las huelgas de 1962 en Asturias y el movimiento de solidaridad que convocaron.

Hacia un sindicalismo de nuevo tipo

Es en este contexto en el que cabe situar la emergencia de un nuevo sindicalismo de carácter asambleario, estructuras flexibles en los centros de trabajo, estrategia instrumental, orientación unitaria y proyección socio-política, conocido genéricamente como el movimiento de las comisiones obreras que pronto alcanzará una amplia difusión mediante la utilización, a partir de 1966, de las instancias representativas de base del corporativismo oficial (enlaces y jurados de empresa) y su articulación con la propia organización clandestina, especialmente tras la sentencia del Tribunal Supremo que en febrero de 1967 las declaraba ilegales.

Dicha estrategia entrista, rechazada por los sindicatos tradicionales (UGT, CNT), permitirá a CC.OO. y, en menor medida, a USO, el desarrollo de amplias redes de coordinación y participación en la negociación colectiva y la movilización social, combinando las reivindicaciones laborales con demandas políticas más o menos explícitas, generando un ciclo de protestas que seguirá un ritmo creciente hasta el final de la dictadura, impulsado por sindicalistas adscritos a diferentes corrientes de la izquierda y con la significativa participación de grupos cristianos y curas obreros.

Entre 1963 y 1973 se registraron, según datos oficiales, una media de 786 huelgas “ilegales”, con la participación de 232.800 trabajadores y un total de 681.500 jornadas no trabajadas por año. Pese a las restricciones impuestas por la dictadura, dicha oleada de huelgas se caracterizó por la aparición de nuevos actores (representantes electos, comisiones de trabajadores), sectores (junto a los tradicionales de la industria y la construcción se incorporaron profesionales bancarios, docentes, de la sanidad pública…) y formas de acción (asambleas, coordinadoras) vinculadas a la negociación de los convenios colectivos.

Especialmente significativa resultaba la creciente participación de mujeres trabajadoras en dichos procesos, lo que contribuyó progresivamente a superar su anterior invisibilidad y/o subsidiariedad en las luchas obreras, mediante un protagonismo activo en las huelgas de sectores feminizados (textil, sanidad, cerámica, limpieza…) y la renovación de la cultura sindical tradicional a la que trataban de incorporar, no sin dificultades y resistencias, valores y demandas feministas.

La evaluación del impacto de dichas huelgas fue objeto de un interesante debate sociológico según se apuntara a estrategias previas de creciente politización o consecuencias ex post de las mismas, pues si bien la mayor parte de tales conflictos se centraba, fundamentalmente, en demandas laborales, su práctica y expansión constituían, de hecho, un desafío al régimen y cuestionaban su legitimidad, poniendo de manifiesto su carácter antiobrero y represivo, como se demostró dramáticamente en las huelgas de la construcción de Granada (julio de 1970) y de la construcción naval en Ferrol (marzo de 1972), en las que fueron asesinados varios trabajadores.

La represión contra el movimiento sindical y la oposición democrática se había institucionalizado a partir de 1963 con la creación del Tribunal de Orden Público (TOP) que, en sus trece años de actividad, incoó un total de 22.600 procedimientos que afectaron a 53.500 personas. De forma paralela y complementaria a la represión policial y judicial se ejercía otra de carácter empresarial sobre los representantes elegidos por los trabajadores, de los que un diez por cien, aproximadamente eran destituidos/despedidos cada año

Las detenciones en febrero de 1972 del Secretariado de USO y en junio de la Coordinadora General de CC.OO. constituyeron el punto más álgido de un ciclo represivo que se había iniciado dos años antes con el estado de excepción declarado con motivo del Juicio de Burgos, dejando prácticamente descabezadas a las dos principales organizaciones sindicales de la época, lo que junto al impacto de la crisis económica que estallaría al año siguiente, provocó un relativo estancamiento de la protesta obrera, iniciándose a partir de entonces una trabajosa recomposición desde la base en la que desempeñaron un papel fundamental los despachos laboralistas, en funciones tanto de asesoría legal como de espacios de encuentro y coordinación del nuevo movimiento sindical.

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