La fructosa es mucho más que el azúcar de la fruta: qué hacer para que no suponga un riesgo

Fruta y azúcar.

Darío Pescador

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Cuando se habla de fructosa, lo primero que viene a la cabeza es “el azúcar de la fruta”, quizá porque forma parte del nombre. También se asocia a los diabéticos, que la incorporan a su dieta porque no hace aumentar los niveles de glucosa en sangre tanto como el azúcar normal. 

En efecto, la mayoría de las frutas contienen este tipo de azúcar, pero las frutas no son la fuente principal de fructosa en nuestra dieta. Ese honor va a parar al azúcar común. Tendemos a pensar que todo lo que tiene que ver con la fruta es sano, pero en el caso de la fructosa, los estudios en los últimos años están revelando que la fructosa es el verdadero villano detrás del consumo excesivo de azúcar, ya que esta molécula puede alterar gravemente nuestro metabolismo y perjudicar la salud.

Para el doctor Robert H. Lustig, uno de los investigadores más citados (y controvertidos) en el campo de la fructosa, los efectos de este azúcar en el organismo son “como el alcohol, pero sin el mareo”. Según el doctor Lustig, “la exposición crónica a la fructosa promueve por sí sola el síndrome metabólico”, es decir, la combinación de hipertensión, obesidad, triglicéridos y colesterol LDL elevado y azúcar elevada en sangre. Los nuevos descubrimientos están confirmando sus hipótesis.

La fructosa en tu dieta que viene del azúcar

El nombre químico del azúcar común, de mesa, es sacarosa. La sacarosa es un disacárido, compuesto por dos azúcares simples unidos: una molécula de glucosa y una molécula de fructosa. Esto quiere decir que el 50% en peso del azúcar común es fructosa. 

Según los datos de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición AESAN, el consumo medio de azúcar entre los españoles es de 94 gramos al día, muy por encima de las recomendaciones de la OMS. Eso son 47 gramos de fructosa que provienen del azúcar. Si tomas una manzana y una pera, por ejemplo, cada pieza tiene unos seis gramos de fructosa, 12 en total. Es fácil entender que la fruta no es el problema.

Según los datos de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición AESAN, el consumo medio de azúcar entre los españoles es de 94 gramos al día, muy por encima de las recomendaciones de la OMS

A menudo se critica el uso creciente del jarabe de maíz alto en fructosa en los alimentos ultraprocesados, especialmente en Estados Unidos. Sin embargo, esta forma de azúcar solo es entre un 55% y un 65% fructosa, no mucho más que el azúcar común. El resto sigue siendo glucosa. 

La glucosa es la principal fuente de energía para las células del organismo. Cualquier célula del cuerpo puede usar glucosa como fuente de energía directamente, incluidas las neuronas del cerebro y el resto del sistema nervioso. Por eso es tan importante que todas las células reciban su ración, y para eso hay una hormona, la insulina, que regula los niveles de glucosa en sangre.

Pero la fructosa es diferente. Las células no pueden usarla directamente. A diferencia de la glucosa, el metabolismo de la fructosa no está regulado por la insulina. En su lugar, cuando comemos fructosa, pasa del intestino al torrente sanguíneo y de ahí al hígado, que la tiene que convertir en otros compuestos para poder usarla.

Cómo la fructosa se convierte en grasa

En el hígado, la fructosa sufre una serie de transformaciones que pueden llevarla por dos caminos. Por un lado, el hígado puede transformar la fructosa en glucosa, y después empaquetar la glucosa en forma de glucógeno para almacenarla en el propio hígado, unas reservas que el cuerpo utiliza para mantener los niveles en sangre constantes. 

Sin embargo, cuando comes tres veces al día, tu dieta se compone sobre todo de carbohidratos y no haces ejercicio, las reservas de tu hígado casi nunca están vacías. Si los depósitos ya están llenos, el hígado metaboliza la glucosa de otro modo: la transforma en grasas.

A diferencia de la glucosa, el metabolismo de la fructosa no está regulado por la insulina. En su lugar, cuando comemos fructosa, pasa del intestino al torrente sanguíneo y de ahí al hígado, que la tiene que convertir en otros compuestos para poder usarla

Esto es algo que se ha podido comprobar con experimentos. La fructosa induce lipogénesis en el hígado, es decir, la formación de grasas, específicamente triglicéridos. Esta grasa se transporta en la sangre y se almacena en los tejidos grasos y, de forma más peligrosa, en los huecos entre las células de los órganos, especialmente en el hígado, formando la temida grasa visceral. El aumento de la grasa visceral afecta a los niveles de colesterol e incrementa el riesgo de hipertensión, resistencia a la insulina y la diabetes de tipo 2. 

La fructosa además aumenta los niveles de ácido úrico, lo que puede terminar en gota. Los depósitos de grasa del hígado provocados por el consumo de azúcar, y por tanto de fructosa, pueden provocar la enfermedad hepática no alcohólica, que es casi una garantía para padecer síndrome metabólico. Baste decir que cuando los científicos quieren producir síndrome metabólico en ratas de laboratorio, les dan una dieta alta en fructosa.  

Cómo la fructosa desactiva el apetito

Aunque no lo parezca, nuestro cerebro tiene un sistema muy bien afinado para saber cuándo hemos comido lo suficiente. El hipotálamo es la parte del cerebro que monitoriza los niveles de nutrientes en sangre. La grelina es una hormona que hace aumentar el apetito y la leptina la que lo suprime.  

Cuando consumimos glucosa, por ejemplo, en forma de almidón (pan, patatas, pasta, arroz), aumenta la insulina en sangre como respuesta. La insulina a su vez es una de las señales que indican al cerebro que ya hemos comido bastante. Pero la fructosa no hace aumentar la insulina significativamente. 

Pero la fructosa es diferente. En niveles altos, la fructosa desactiva el control del apetito y hace que sigamos comiendo. La fructosa suprime la actividad de las mitocondrias, el componente de las células que produce energía, y el organismo entra en pánico porque piensa que se le acaba el combustible. Por un lado, hace aumentar los niveles de grelina, la hormona del hambre, y baja los de leptina, la hormona de la saciedad. Por otro lado induce resistencia a la insulina, es decir, la insulina deja de hacer el mismo efecto en las células y, de nuevo, eso nos induce a comer más. 

La fructosa y la supervivencia

Las plantas llevan millones de años aprovechándose de la fructosa para su particular guerra química. Las plantas no dan frutas porque quieran hacer felices a los animales, sino porque los necesitan para que se lleven sus semillas a otro lado y las depositen junto a un buen montón de estiércol. 

Una forma que tienen las plantas de asegurarse la proliferación es conseguir que los animales, nosotros incluidos, comamos la mayor cantidad posible de sus frutas. El contenido en fructosa hace que el control del apetito falle y comamos más aún.

En niveles altos, la fructosa desactiva el control del apetito y hace que sigamos comiendo. Suprime la actividad de las mitocondrias, el componente de las células que produce energía, y el organismo piensa que se le acaba el combustible

Hubo un tiempo en que solo teníamos acceso al azúcar en una época del año: al final del verano, cuando la fruta estaba madura y había miel en los panales. De la misma forma que los osos, en esa época comíamos todo el azúcar posible. La fructosa nos ayudaba a seguir comiendo y almacenando grasa, que luego nos ayudaría a sobrevivir al invierno.

Sin embargo, ahora que tenemos azúcar todos los días del año, varias veces al día, la fructosa está jugándonos una mala pasada con nuestro metabolismo. Desde hace años se barajan varias teorías posibles que expliquen la epidemia de obesidad y sobrepeso que se extiende por todo el mundo, entre ellas la palanca de las proteínas

Sin embargo, en un amplio estudio publicado este año, los investigadores son tajantes en sus conclusiones: el resto de las teorías tienen influencia sobre la obesidad, pero la causa principal es lo que llaman la “hipótesis de la supervivencia por la fructosa”. La fructosa crea en el organismo la 'ilusión' de que no hay suficiente energía, a pesar de que se están consumiendo calorías en exceso. Esta es una receta infalible para ganar peso y sufrir obesidad.

*Darío Pescador es editor y director de la revista Quo y autor del libro Tu mejor yo publicado por Oberon.

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