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Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.

Catalunya reclama su presencia

EFE/Quique García

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Después de la monarquía, Catalunya es el problema constitucional de mayor envergadura con el que el sistema político español tiene que enfrentarse. Una vez despejada la duda acerca de la investidura del president de la Generalitat y de la formación del Govern en los términos que sin duda el lector conoce, Catalunya va a reclamar su presencia en la agenda política con carácter urgente.

La mayor dificultad para hacer frente al problema radica en que la derecha española, incluida la catalana, niega su existencia. No existe un problema de integración de Catalunya en el Estado, que está perfectamente resuelto en la Constitución y el Estatuto de Autonomía, como ocurre con todas las demás “nacionalidades y regiones” que integran España. Es la negativa de los nacionalistas catalanes a aceptar dicha respuesta la que constituye un problema. Si aceptaran la Constitución y el Estatuto, no existiría ningún problema. Habría conflictos entre el Estado y la comunidad autónoma que se resolverían por el Tribunal Constitucional, como ha ocurrido desde 1980 y continúa ocurriendo en todas las comunidades autónomas. Catalunya es para la derecha española un problema tan inexistente como el cambio climático.

Esta posición negacionista ha sido la dominante dentro del sistema político español mientras Mariano Rajoy ha sido presidente del Gobierno. En consecuencia, no eran las Cortes Generales las que tenían que enfrentarse con el problema, sino que era un asunto al que tenía que dar respuesta el Tribunal Constitucional en un primer momento y, de no aceptarse dicha respuesta, el Tribunal Supremo.

Así llevamos desde que se hizo pública la STC 31/2010. El bloque de la constitucionalidad para Catalunya sigue exactamente igual que lo dejó el TC al resolver el recurso de inconstitucionalidad que interpuso el PP.

Es obvio que con la respuesta negacionista no se ha conseguido que el problema dejara de estar presente, sino todo lo contrario. El nacionalismo catalán dejó de ser autonomista, como lo había sido casi en su totalidad desde 1980, para pasar a ser independentista. Se ha negado, en consecuencia, a aceptar el bloque de la constitucionalidad tal como lo dejó el Tribunal Constitucional en 2010 y ha intentado poner en marcha sin éxito un proceso para que Catalunya se convierta en un Estado independiente.

El resultado ha sido la aplicación por primera vez del artículo 155 de la Constitución y a partir de ahí, la plena judicialización de la política territorial en Catalunya con intervención no solo de la justicia constitucional sino también de la justicia ordinaria, preferentemente de la justicia penal.

Y no sólo de la española, sino también de la Unión Europea y de la de varios países de la Unión. El TJUE ya ha tenido que pronunciarse en un par de ocasiones y todavía tiene que dar respuesta a una cuestión prejudicial elevada por el juez Pablo Llarena y a varios recursos interpuestos por la defensa de Carles Puigdemont. También han intervenido la justicia alemana y belga con decisiones opuestas a lo decidido por el TS español. En los próximos meses iniciará su intervención el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH).

Desde la STC 31/2010 no ha habido ningún president de la Generalitat que haya podido acabar su mandato. Todos han dejado de ser presidentes como consecuencia de una decisión judicial y no como consecuencia del ejercicio del derecho de sufragio por parte de los ciudadanos. Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra. Dos han sido inhabilitados y el otro está perseguido penalmente, aunque ha conseguido evitar que el TS entienda de su conducta fijando su residencia en Bélgica.

En estas condiciones, independientes de su voluntad, van a tener que enfrentarse con el problema el Gobierno de la Nación presidido por Pedro Sánchez y el Govern de la Generalitat presidido por Pere Aragonés. La forma en que sean capaces de abordarlo va a condicionar la agenda política y la posibilidad misma de que no se tenga que poner fin anticipadamente a la legislatura.

En el mes de mayo de 1978, en la primera sesión de la comisión constitucional del Congreso de los Diputados, en la que se inició el debate del proyecto de Constitución, todos los portavoces de los grupos parlamentarios coincidieron en que el éxito de la Constitución dependería del éxito de la constitución territorial, de la capacidad de dar respuesta a la integración de las “nacionalidades y regiones” en el Estado.

En esta legislatura vamos a comprobarlo.

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