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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

El honor de los de abajo

Gerardo Pisarello

En el caso Virginia Board of Education c. Barenette, el juez Robert Jackson dejó escritos varios pasos memorables. Uno de ellos rezaba: “quienes comienzan por eliminar por la fuerza la discrepancia, terminan pronto por eliminar a los discrepantes. La unificación obligatoria del pensamiento y de la opinión solo obtienen unanimidad en los cementerios”. Y luego añadía: “el poder público es el que debe ser controlado por la opinión de los ciudadanos, y no al contrario”. Aquellas frases fueron redactadas en 1943. Pero pueden ayudar a valorar la sentencia que acaba de desestimar la demanda civil interpuesta por Ada Colau contra la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, por vulneración de su derecho al honor.

Los hechos que originan el caso se remontan a marzo de 2013. Por ese entonces, Ada Colau era portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). La PAH había llevado adelante diferentes iniciativas para exigir el cumplimiento de un derecho constitucional tan básico como el derecho a la vivienda. Muchas de ellas comportaban críticas ásperas a miembros del Gobierno y a otros cargos públicos. Sin embargo, se trataba de protestas pacíficas, amparadas por el derecho a la protesta. Así, al menos, lo entendieron diferentes tribunales de todo el Estado. Cuando tuvieron que juzgar los llamados “escraches” sostuvieron que se trataba de ejercicios legítimos de la libertad de expresión.

La dificultad para obtener condenas penales contra la PAH llevó al Gobierno del PP a elevar el tono en sus críticas a sus miembros. Un día, en un programa de radio, Cifuentes dijo que Colau había dado apoyo “a grupos filo-etarras o pro-etarras” y que las prácticas de la PAH se parecían a las de la “kale-borroka”. Cuando un periodista le preguntó sobre estas afirmaciones, la Delegada de Gobierno insistió en que Colau había manifestado su apoyo a grupos que tenían que ver “con el entorno de ETA”, como Bildu y Sortu. La afirmación no era aislada. También Esperanza Aguirre, presidenta del PP de Madrid, comparó los escraches con “el matonismo de ETA”, y María Dolores de Cospedal los calificó de “nazismo puro”.

Para un observador medianamente objetivo, resultaría evidente que el propósito de Cifuentes, como el de otros dirigentes del PP, era vincular a la entonces portavoz de la PAH con ETA y, en definitiva, con el terrorismo. Sin embargo, la sentencia que desestima la demanda presentada contra ella sostiene que esta atribución no es directa. Reconoce, sí, que las afirmaciones de Cifuentes son falsas, puesto que no hay nada que pruebe el apoyo de Colau a organizaciones “filo o pro etarras”. Pero sostiene que no suponen ultraje ni menosprecio personal alguno. En opinión de la juez que entiende el caso, serían mersas opiniones, frecuentes en la “contienda política”, que Colau debería tolerar por ser un personaje “con proyección pública”.

Para justificar su decisión, la magistrada remite a numerosas sentencias locales e internacionales en las que se recuerda que la libertad de expresión incluye el derecho a molestar y a disgustar, especialmente cuando se trata de críticas que contribuyen al debate público. Lo curioso, sin embargo, es que la mayoría de estas sentencias se refieren a casos en los que es la ciudadanía quien critica a las autoridades, y no a la inversa, o en los que un cargo público critica a otro cargo o a una institución pública.

Este punto es central, y tiene su lógica. Que las autoridades y los cargos electos deban soportar un nivel de crítica mayor que los ciudadanos corrientes es evidente. Pero que estos puedan ser difamados por el poder, por el solo hecho de criticarlos, resulta mucho más discutible. En el año 2013 Ada Colau era ya un personaje público. Pero no era un cargo público, como Cifuentes, ni un cargo electo. No había, pues, “contienda” entre iguales. La proyección pública de Colau no tenía que ver con su condición de diputada, jefa de la oposición, o funcionaria. Era una simple portavoz de una Plataforma defensora de derechos humanos, con una capacidad para defenderse de las críticas o para acceder a los grandes medios de comunicación claramente menor a la de la Delegada de Gobierno.

La magistrada que entendió el caso sostiene que Colau debería haber sido más “tolerante” con las acusaciones de Cifuentes. Y le recuerda que también ella, amparándose en la libertad de expresión, había llamado “gentuza” a algunos dirigentes del Partido Popular. La cuestión, una vez más, es la asimetría. Habrá quien no comparta la afirmación de que los miembros del gobierno son “gentuza”. Ahora bien, ¿es lo mismo que un miembro del Gobierno, que además ejerce la jefatura de las fuerzas armadas y de seguridad, vincule a una activista declaradamente pacifista al terrorismo?

La sentencia emitida esta semana sostiene que no es posible ligar las declaraciones de Cifuentes a las amenazas (algunas de muerte) recibidas por Ada Colau las semanas siguientes ¿Pero pueden deslindarse hasta el punto de no ser merecedora de ningún reproche jurídico? La demanda presentada contra Cifuentes no era una acción penal, sino civil. No se la acusaba de haber cometido delito alguno. Simplemente se le exigía rectificar y retractarse públicamente de unas afirmaciones infamantes, gratuitas e innecesarias. No lo hizo. Es más, retuiteó, cuando pudo, mensajes de sus compañeros de partido que insistían en el mismo argumento.

La jueza que ha resuelto el caso esta semana podría haber recordado, como en la frase de Jackson, que es el poder público quien debe ser controlado por la opinión de los ciudadanos, y no al revés. Pero no lo ha hecho. Ha desestimado íntegramente la demanda y ha condenado a la portavoz de la PAH a pagar las costas derivadas del procedimiento. La sensación de doble rasero es enorme. Una justicia para los de arriba, otra para los de abajo. Lo propio de un Estado al que el calificativo democrático le queda cada vez más grande.

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