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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Universidad española: no es excelencia, es precariedad

Rafael Escudero

Excelencia es la palabra últimamente más escuchada en los rectorados de las universidades públicas españolas. Precariedad es la realidad tristemente sufrida en sus campus por su personal, tanto de administración y servicios (PAS) como docente e investigador (PDI). Aunque pueda parecer extraño, ambos conceptos guardan relación, debido fundamentalmente a la forma como se interpreta el concepto “excelencia” por los responsables universitarios.

En efecto, en boca tanto del ministro Wert como de no pocos rectores, la excelencia se asocia –entre otras cosas– con una particular política de profesorado consistente en aumentar las figuras laborales temporales y evitar tanto la contratación indefinida como la funcionarización de docentes e investigadores que han completado con éxito su periodo de formación. Antes de nada, conviene recordar el origen de estas políticas, dado que no han surgido de un día para otro.

En 2001, bajo el Gobierno del Partido Popular, se aprobó la Ley Orgánica de Universidades (LOU), fuertemente contestada por la comunidad universitaria. A pesar de declarar su oposición a esta norma desde su propia tramitación, cuando el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero llegó al poder, optó por mantener en vigor la ley y su espíritu. Tan sólo se realizaron algunas reformas en 2007, que en nada afectaron a la forma de contratación del profesorado universitario (sí lo hicieron, sobre todo, a la gobernanza de las universidades y al acceso a la carrera funcionarial).

El régimen contractual del PDI no funcionario previsto en la LOU de 2001 –y mantenido en 2007– se caracteriza, de un lado, por su laboralización, puesto que hasta entonces se trataba de contratos bajo régimen administrativo. Y, de otro, por la ampliación del número de modalidades de contratación temporal, según la diferente dedicación y momento de la carrera académica. Así, en la ley se recogen las figuras de ayudante, ayudante doctor, asociado, visitante, emérito y contratado doctor, siendo este último el único caso de contrato laboral indefinido.

Pero este amplio abanico de modalidades de contratación no parece ser suficiente para las universidades. Aprovecharon que la LOU abría la puerta a la contratación de personal bajo figuras distintas a las previstas en su articulado (por ejemplo, para sustitución de trabajadores o realización de proyectos de investigación) para desarrollar un catálogo de figuras contractuales al margen de las ya señaladas.

Todas estas últimas se caracterizan sin excepción por la temporalidad y baja retribución. Sin pretensión de exhaustividad, encontramos hoy en las universidades españolas contratos de post-doc, investigador visitante, agregado, lector, visitante lector, ayudante lector, ayudante específico o ayudante de programa propio. Y seguimos: profesores asociados de 6, 8 o de 12 horas, profesores titulares interinos a tiempo completo o a tiempo parcial, etc. E incluso una figura que seguro que causa furor en el futuro: el profesor “honorífico”, quien da clases de forma voluntaria, sin cobrar ni tener contrato alguno.

Dos son los argumentos que se esgrimen en los rectorados para justificar esta situación. En primer lugar, que es la única forma de mantener a un profesorado que de lo contrario vería terminada su carrera laboral sin poder acceder al funcionariado. Máxime en un contexto de crisis como el actual, donde la ley de presupuestos restringe al máximo la oferta de empleo público e impide que se convoquen oposiciones de profesorado funcionario.

Adviértase –entre paréntesis– que este es otro de los “favores” que debemos a la reforma del art. 135 de la Constitución, pactada en el verano de 2011 por PSOE y PP, según la cual se prioriza de forma absoluta el pago de la deuda y sus intereses ante cualquier otro gasto, como, por ejemplo, las políticas de educación.

Pero resultaría más creíble este primer argumento de los rectores si se viera acompañado de gestos en favor del profesorado. Por ejemplo, la utilización de la figura contractual ya señalada del profesor contratado doctor, que es la única que permite la estabilidad laboral que merecen personas –porque no se olvide que los docentes son eso, personas– que han dedicado unos cuantos años a realizar su trabajo con éxito. Sin embargo, se constata que cada vez son menos las universidades que, aduciendo su elevado coste, optan por estabilizar a su profesorado en esta figura.

O si, además, los rectores fueran más incisivos en sus formas de presión ante las autoridades estatales y autonómicas. Pocas son las voces de protesta que se escuchan por su parte para defender al mayor activo con que cuentan las universidades españolas: su profesorado. Más bien al contrario. Su silencio ante estas políticas de recortes en la universidad que caracteriza al Gobierno del PP les convierte en cómplices. Prefieren negociar individualmente sus presupuestos y cuotas de poder con el ministerio y las consejerías de turno antes que hacer un frente común de defensa de la universidad pública.

El segundo argumento se basa en que, para unos cuantos rectores y voceros de la excelencia, esta última se consigue precisamente a través de la flexibilidad y temporalidad del profesorado universitario. La estabilidad, por el contrario, acomoda al PDI y provoca la falta de estímulos para rendir más y mejor. Entonces, por un lado, debe limitarse al máximo el acceso al funcionariado (como también “sugiere” el Gobierno del PP); y, por otro, hay que tener al profesorado contratado en permanente estado de alerta gracias al “acicate” que supondría, llegado el fin de un contrato, el acceso a otra figura contractual.

Además de que hasta la fecha la ecuación temporalidad igual a excelencia todavía no se ha demostrado, ni mucho menos, este argumento esconde por lo menos tres elementos importantes. En primer término, que este profesorado es el que mantiene la que es –o debería ser– la principal función de la universidad: la transmisión de conocimiento al alumnado. No olvidemos que su responsabilidad y carga de docencia suele ser la misma o similar que la de los profesores funcionarios (titulares o catedráticos), mientras que su sueldo es sensiblemente inferior. Es, pues, un profesorado muy barato para las universidades.

En segundo lugar, que resulta también muy cómodo para los rectorados mantener al profesorado fragmentado en múltiples categorías y bajo la espada de Damocles de la temporalidad. Lo que los defensores de esta particular forma de entender la excelencia denominan “acicate” no es sino una forma de enmascarar la precarización del profesorado que implica esta política de contratación. Una política de sobra conocida: cuantas más figuras laborales haya y en más categorías se clasifique a los trabajadores, más sencillo será mantenerles divididos y enfrentados entre sí; y, por el contrario, más difícil resultará la labor de protección de derechos que desempeñan sindicatos y órganos de representación del PDI.

En tercer y último lugar, es una eficaz forma de control ideológico del profesorado, que dificulta gravemente el ejercicio de la libertad de cátedra que reconoce el art. 20.1 de la Constitución española. En efecto, bajo este sistema el PDI temporal siempre estará a expensas de las decisiones sobre su renovación, futura contratación, promoción a otras figuras, etc. que adopten quienes mandan en sus departamentos: normalmente, los catedráticos o los “jefes de escuela”.

Estos últimos conservan el poder de decidir quién accede a una figura contractual, quién promociona y quién no lo debe hacer. Decidirán, pues, el perfil de la docencia y la investigación en los centros universitarios, dado que cada vez serán menos los profesores estables –quienes sí pueden ejercer su libertad de cátedra sin temor a que peligre su puesto de trabajo– y más los que deben “ganarse su confianza” cada cierto tiempo en pruebas, concursos o renovaciones.

El control ideológico de antaño se acentúa hoy bajo la fórmula del poder de contratación. Y esto, en una universidad como la española que todavía conserva intactas buena parte de sus esencias franquistas, parece especialmente grave.

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