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Hijos de un dios decrépito

'Youth' es la última película de Paolo Sorrentino

Rubén Lardín

En su película Las consecuencias del amor un hombre se limitaba al tabaco y a la contemplación, esperaba. En Il Divo la figura infame del político Giulio Andreotti le servía al director napolitano para recalar en la certeza de la impunidad, de ir a ninguna parte. En su novela Todos tienen razón, donde recuperaba al cantante melódico, cocainómano, menorero y hastiado que había protagonizado L’uomo in più, su primer largometraje, el cineasta dedicaba una docena de páginas a enumerar todo aquello que le era insoportable, desde la arrogancia de la juventud hasta el videoarte, los mocasines, la felicidad, las personas que llevan gafas de sol o los anglicismos, pasando por los turistas que dicen estar viajando, los pequeñoburgueses encerrados en el caparazón de su mundo de mierda o las novias en general, porque intervienen. En aquel prefacio terminaba asumiendo que lo que menos soportaba, en fin, era a sí mismo. Y abrochaba anotando la única cosa que le era tolerable en esta vida: el matiz.

Tras el paso en falso que fue Un lugar donde quedarse, Paolo Sorrentino cautivaba por igual a la chavalería sensible que a los rancios académicos de Hollywood con una película ambigua y localista, un retrato de la capital del catolicismo donde nos acunaba en el limbo, que al fin y al cabo es donde parece estar desde hace décadas instalada Italia, un pueblo ignorante, violento y verdulero como el español.

La juventud, que nos llega en año bisiesto, es otra muestra de ese talento particular de Sorrentino cuyo átomo podríamos localizar en aquello que su paisano Alberto Moravia, hablando de alguna otra cosa hace cuarenta años, llamaba “eternidad rústica”, y que el escritor definía como “una sensación que se traduce en cinismo, en escepticismo y que impulsa a creer que nada cambiará”.

El crepúsculo de los dioses

La juventud sucede, o al menos transcurre, en un Olimpo donde los dioses están decrépitos del uso, sopesan las circunstancias y valoran los pecios rescatados de su propio naufragio, que es el de la sociedad italiana y el de la civilización occidental. Son un célebre compositor retirado (Michael Caine) y un director de cine confiado en su canto de cisne (Harvey Keitel), los dos establecidos en un lujoso balneario de los Alpes y ambos a la espera: de la defunción, de Miss Universo o de las consecuencias de seguir siendo.

La pareja ya anciana de actores, motivo suficiente para atender una película que cuenta con más alicientes en su reparto, se pasa el metraje en remojo como garbanzos la noche de ayer, y tras los afeites y los chapuzones amanecen a cada nuevo desayuno continental todavía un poco artríticos pero avizor, saludan al día arrugados como registro de lo vivido, como las yemas de los dedos de un recién nacido delatan la estancia en el líquido amniótico en forma de lo que luego llamaremos huellas dactilares.

En las películas de Sorrentino siempre es así: sus protagonistas tienen vidas colmadas pero no por ello satisfactorias y en ocasiones vacías del todo, entre otras cosas porque tienen conciencia de que vamos a morir todos y que cada uno lo hará en el momento menos pensado. Por eso mismo el director, que hoy tiene 45 años y perdió a sus padres siendo adolescente, elige la angustia de pensar todos y cada uno de los momentos, para que no se le escurran de las manos los que contienen la epifanía.

La vida en ruinas

Sorrentino vuelve a practicar en La juventud un cine romántico, generoso e incontinente donde el pasado, el presente y el futuro se alían para dar con el momento vibrante. Sus herramientas son la teatralidad y un coro de personajes propios de la comedia dell’arte donde esta vez comparecen la hija de nuevo desamparada, un monje budista que aspira a alzarse del suelo, un actor de Hollywood que estudia todos y cada uno de los arquetipos humanos que le rodean para del colectivo sintetizar el mal absoluto o, por dar uno más, el mejor futbolista del mundo -zurdo, por descontado- que corrobora la pervivencia de tiempos pasados dando gloriosos toques a una pelota de tenis.

Sorrentino, que lo mismo cita a Céline y a Novalis que le dedica un Oscar a Maradona, pasa por intelectual pero no deja de ser un esteta, que al fin y al cabo es la manera más honesta de ser un intelectual. Su cine, que con los años ha ido aventajando al de colegas de generación como Matteo Garrone, es un cine de naturaleza oral, de textos filmados donde todos los personajes son consonancias de una misma voz. Un cine algo impávido que se despabila en las anatomías femeninas y en la irrupción de la música, la única cosa, como alguna vez se ha dicho, capaz de tranquilizarnos cuando nos sentimos demasiado dichosos.

La juventud, que Sorrentino dedica al recién fallecido Francesco Rosi, guionista de clásicos del cine italiano como Bellísima, vuelve a ser una película hedonista y atormentada de aspiraciones un poco aristocráticas donde se concluye, como de costumbre en su director, que la vida no es más que una cuestión aleatoria de asombros y de principios y que todos los tiempos son buenos, como mínimo, para la lírica.

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