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Montevideo, memoria constante de Benedetti

El Montevideo de Benedetti: Café las Misiones

Eugenio Blanco / Eugenio Blanco

Las ciudades que han sido leídas antes que visitadas se convierten en recuerdos que el lector sabe cómo filtrar en la memoria. Los habitantes de las ciudades previamente leídas son personajes con un pasado finito. Sus rincones, sus cafés, sus jardines, sus fachadas, son escenografías recordadas con esfuerzo. El acento y el hablar de sus gentes tienen un halo premonitorio. Los paseos por las calles de las ciudades que han sido leídas antes que visitadas son un dejà vu inesperado para el lector. Así, queriéndolo o no queriéndolo, el lector, el visitante, se convierte en otro personaje de ese cuadro costumbrista que ya llevaba prefigurado desde la lectura de los libros.

Conviene prevenir sobre este efecto de la reminiscencia al lector de Benedetti antes de su viaje a Montevideo, la capital más meridional de Sudamérica, la capital de Uruguay, el “paisito” arrinconado entre la vastedad de Sudamérica. Montevideo es una capital provinciana, como diría el propio Mario, aunque con una peculiaridad: “Es una ciudad provinciana sin capital a la que poder referirse”.

No está de más llegar a Montevideo desde Buenos Aires en barco, como un aprendiz de Onetti cualquiera, surcando el Río de la Plata. Ambas ciudades se complementan y ya el propio Onetti las fundiría para siempre en su platea particular llamada Santa María. El propio Benedetti amaba profundamente Buenos Aires, uno de sus primeros destinos de exilio. En sus días porteños, siempre con la mosca detrás de la oreja, el escritor se aferraba a su famoso “llavero solidario”, un manojo de llaves que abrían cinco o seis apartamentos de amigos. Mario cambiaba frecuentemente de apartamento para evitar una detención en la época de la dictadura.

Conviene llegar a Montevideo desde Buenos Aires. Desde la popa del Buquebús se intuye el trazo de la rambla de más de 20 kilómetros, perfilando el perímetro de la ciudad. El bocinazo del navío mientras fondea en el puerto reclama esa soledad tan benedittiana, esa nostalgia que se va convirtiendo en comedia en sus textos, pero cuyo contraluz no se apaga en la memoria lectora. El tránsito de Buenos Aires a Montevideo no es largo, solo es lo que abarca la anchura de un río, pero el paso del tiempo se calma. Y el viajero lo siente.

La tregua y la Ciudad Vieja

En la Ciudad Vieja de Montevideo se encuentra, con su fachada verde y nacarada, el café Las Misiones. En su interior las mesas se disponen antes del almuerzo con manteles color pistacho y servilletas negras. Cualquier hombre entrado en ellos que lea el periódico se parece a Martín Santomé, porque en el fondo todos son Martín Santomé. Todos tienen ese semblante de espera, todos ellos, de tanto en tanto, miran a la puerta por si entrara Avellaneda, con esa “sonrisa pasable” que Benedetti le dibujó en La tregua para que ningún lector la olvidara. El café está en la esquina de Misiones con 25 de Mayo, una de las calles que cruzan la Ciudad Vieja de Montevideo.

A solo una cuadra está el Big Mamma, un local de comidas que tiene un menú parecido al de las gasolineras. Cuando Benedetti se iba allí a escribir La Tregua se llamaba Café Sorocabana. Sigue teniendo dos plantas. En la de arriba, entre enero y mayo del 59, Mario escribiría gran parte de su obra más icónica. Como homenaje, en el Big Mamma se pueden ver obras y retratos de autor y una mesa de la época de la redacción de la novela sigue aguantando, como una resistencia silenciosa, la moderna estética que actualmente tiene el local.

Recordaba Mario que el primer envío que hizo de La Tregua a una editorial de Buenos Aires fue tan infructuoso que la editorial le rebotó el sobre con el manuscrito sin ni siquiera abrirlo. En las décadas siguientes, el libro se iba a reimprimir constantemente en decenas de países a lo largo y ancho del mundo. Además, en 1974 Sergio Renán iba a dirigir la versión cinematográfica del texto, aunque a Benedetti nunca le convenció que se hubieran llevado el encuadre de la historia a Buenos Aires, porque él creía que el escenario de Montevideo era clave en el espíritu y en la narración de la obra.

En la Ciudad Vieja el puerto se presiente, los perros olfatean los rincones, hay algunas tiendas de ultramarinos con las fachadas enjalbegadas de algún color llamativo, los ómnibus avanzan lentos hacia el Teatro Solís, los montevideanos que pasean sin mucha prisa y es normal que se paren y se saluden. Esta calma tan nacional, tan evocada por Mario, tiene su mejor representación en la peatonal Sarandí, desde la Rambla República de Francia hasta la misma Plaza Independencia, donde la clase media de Montevideo, el germen y el centro de la obra de Benedetti, representaba evocadísima su rutina diaria.

Visita a la oficina

Ariel Silva fue el secretario personal del escritor en vida y actualmente es el gerente de la Fundación Mario Benedetti, que tiene su sede en el centro de la ciudad, en el 1130 de Canelones. Ariel tiene la capacidad recordar a Mario de una forma benedittiana, es decir, con una mezcla de humor y nostalgia y claridad que acaba componiendo un intenso retrato de sus vivencias con el autor.

El edificio de la Fundación está a un paso del último domicilio de Benedetti. Curiosamente el último apartamento del escritor está en la calle que homenajea a uno de sus grandes amigos, el senador Zelmar Michelini. Muy cerca de su último domicilio está la Plaza Cagancho (“esta plaza se llama Libertad / por eso le quitaron las baldosas...”) y siguiendo el curso de 18 de Julio, la gran arteria del centro, la Plaza del Ingeniero Fabini, donde se exhibe un monumento, que más que un monumento es un “entrevero” de luchas y pasiones como diría el propio Benedetti.

18 de Julio termina en la Plaza de la Independencia donde está el Palacio Salvo, “monstruo folklórico”, para Benedetti, “representación del carácter nacional: guarango, soso, recargado, simpático”. La postal del Palacio Salvo, en un segundo plano tras un puñado de palmeras, es una de las imágenes más icónicas de Montevideo.

Ariel Silva insiste en ir a la Contaduría General de la Nación, órgano burocrático y gestor de Uruguay y lugar donde Benedetti trabajó desde 1940 a 1945. Los poemas de la oficina nacieron de esta experiencia. De esta experiencia y de las lectura casual del poeta argentino Baldomero Fernández Moreno, donde Benedetti descubrió un tipo de poesía reñida con los exótico o lo excéntrico, “y empezó a escribir sencillo sobre cosas que le importaran a la gente”. Benedetti siempre achacó su éxito literario a esta clave.

La Contaduría de la Nación es la representación de la burocracia uruguaya. Todo va con calma. El eco de los sellos estampándose en los documentos resuena en todo el edificio. Los mostradores están hechos de madera de roble. Sus funcionarios pasean hipnotizados por el placer de una vida segura. Tal vez esperando una nueva reunión de los gerentes para ver si finalmente se confirma algún aumento de sueldo, como sucede en El presupuesto, el relato que abre Montevideanos. En las filas de espera a los mostradores se forman tertulias pacientes y resignadas.

En el edificio hay una pequeña biblioteca y un recuerdo para Benedetti. Aún se puede visitar su oficina. Pero para que eso ocurra hay que esperar que un guarda llame a otro guarda para que avise al subalterno que a su vez avise al funcionario encargado de las visitas. Pero la cadena, a su ritmo, funciona. Y llega Daniel Blanco, con un paso amable, un paso que evoca el bamboleo de los elefantes. Y nos muestra el edificio, la biblioteca, las salas. Y, mientras tanto, perora sobre el carácter calmoso del uruguayo, ya saben, somos así, este es el ritmo nuestro, nos gustan las tardecitas, los mates, tampoco hay que tener tanta prisa. Y mientras habla como quien está recitando una lección en el colegio. Todo el tiempo menciona a Mario, sus poemas, sus cuentos. Pero llega el momento de la verdad y Ariel le pregunta si ha leído a Benedetti. “No, la verdad es que no he tenido la oportunidad. Ya sabe. Muchas veces hay tanto que hacer por acá...”

Exilio y desexilio

Ariel Silva confiesa que Mario siempre añoraba Montevideo, aunque pasó mucho tiempo fuera de la ciudad, ya fuera por compromisos, por decisión personal y, claro, por el exilio. En sus últimos años, Benedetti huía del invierno como quien huye de un mal sueño. Vivía el verano de Montevideo y el verano de Madrid. El calendario y la simetría climática de los hemisferios le favorecía en esa huida del frío.

Benedetti se pasó doce años en el exilio y siempre soñaba con volver. “Vuelvo, quiero creer que estoy volviendo/ con mi mejor y mi peor historia/ conozco este camino de memoria/ pero igual me sorprendo”. Nostalgia de Montevideo en el exilio, pero también “nostalgias del exilio” una vez que éste acabó. El escritor siempre aseguró que un exiliado ya era exiliado para toda la vida, aunque volviera, “y eso que yo era los que ponía la ropa de la maleta en el closet; otros no deshacían las maletas ni siquiera”. La palabra desexilio, que él mismo inventó, lo acompañó para siempre, como espejo frontal al exilio.

El pasado 17 de mayo se cumplió el quinto aniversario de la muerte del escritor. El último día de ese mismo mes se cumplió la última voluntad de Mario y sus restos fueron trasladados al nicho donde estaba su mujer, Luz López Alegre, en el Cementerio Central de Montevideo. En ese pequeño homenaje estuvo presente el cantautor Daniel Viglietti, voz y guitarra de Benedetti, y otros muchos amigos del escritor. Después del acto todo quedó empapado en silencio, en un simpático y paciente silencio montevideano. Y el exilio -o el desexilio- era aquella quietud definitiva.

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