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Romper puentes

Josep L. Barona

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La higiene del sistema democrático requiere un difícil equilibrio entre la política y el poder económico. Cuando el gobierno simplemente funciona al dictado de los intereses de las grandes corporaciones y poderes financieros, la prioridad no es el beneficio social, los beneficios no se socializan y se concentran en pocas cuentas bancarias, a menudo en paraísos fuera del control fiscal. Es precisamente la supremacía de la acción política sobre el sistema económico-financiero la que puede establecer prioridades ligadas al bien común, regulaciones y límites, aplicar políticas fiscales redistributivas, en definitiva, marcar pautas y dominar la tensión entre los agentes económicos y la sociedad.

El desarrollo social debería ser el objetivo, por encima de indicadores tan equívocos y manipulables como el crecimiento del PIB, la renta per capita, o la tasa de empleo (precario). La OCDE establece periódicamente índices de desarrollo social que se basan en medir la salud de la población, el acceso a los servicios públicos, a la vivienda y a la cultura, el nivel educativo, el salario, las pensiones o la ayuda a la dependencia. Apostar por el desarrollo social implica gobernar para mejorar las condiciones de vida de la ciudadanía, en un sistema donde la política desempeñe un papel hegemónico, capaz de poner reglas a la lógica del capital y el poder corporativo. Lo comprobamos cada día: el crecimiento económico no implica necesariamente bienestar social, sino que a veces conlleva un aumento de la pobreza y las desigualdades, como sucede en España y en los países donde se aplican políticas neo-liberales a ajuste y austeridad. Algo falla cuando la economía española crece, pero la sociedad española no se desarrolla, es cada vez más pobre y más desigual.

Los partidos socialdemócratas crecieron después de la IIª Guerra Mundial impulsados por un modelo keynesiano de acción política que, renunciando al ideal revolucionario, aspiraba a construir con realismo el bienestar como expresión del desarrollo social. Sin embargo, hoy nadie se atreve a hablar en Europa de políticas keynesianas, bajo la hegemonía de un poder económico interesado en las privatizaciones y en ahogar las políticas públicas con recetas interesadas de austeridad y control del déficit. Hoy nadie osa mencionar la economía social y cooperativa, las empresas públicas o las entidades financieras estatales. Es evidente que el poder financiero-político ha ido asfixiando las políticas socialdemócratas.

La actual crisis del PSOE y su resolución a favor de apoyar un gobierno conservador al servicio de las élites, marca, a mi entender, un punto de inflexión. Si, como parece, no solo es consecuencia de las luchas internas en el partido, sino de estrategias articuladas por los poderes financieros y ciertas corporaciones, las consecuencias son trágicas para nuestro sistema político y para nuestra sociedad. Resulta descorazonador ver cómo prominentes figuras de la socialdemocracia española ahora se pliegan a participar como peleles en una farsa democrática, travestidos en agentes bien remunerados de una política de escaparate. La deriva del PSOE y su apoyo a Rajoy rompe la necesaria tensión entre el poder político y el poder económico-financiero, y lanza un mensaje decepcionante: el poder político y el económico son lo mismo.

La estrategia de romper puentes busca la hegemonía total de la derecha conservadora, su ideología y sus valores. Es urgente recuperar el espacio de la socialdemocracia y reivindicar la política como instrumento de acción y negociación. Porque no queremos ser súbditos al servicio de los intereses de las corporaciones y las entidades financieras. Hemos alcanzado la ciudadanía y la capacidad de acción política, zoon politikon, para reclamar formas de desarrollo social de este estado nuestro, que es rico en naciones, lenguas y culturas. No podemos aceptar esta nueva casta imperial y sus dinamiteros. Esos terroristas que han practicado la voladura programada del proyecto socialdemócrata.

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