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La cultura empresarial de Volkswagen dificulta las reformas necesarias para salir de la crisis

El expresidente de Volkswagen fue una de las primeras víctimas de la crisis por su débil posición en la empresa.

Salvador Martínez Mas

En el escándalo de Volkswagen compiten dos crisis de casi igual nivel. Por un lado está el impacto económico que el grupo deberá asumir para atajar el fraude de las emisiones de sus coches diésel, con el desafío logístico y las demandas millonarias que arreciarán sobre el grupo. Por otro, pesa sobre el fabricante de coches germano la duda de si puede transformarse en una empresa “normal”.

Volkswagen es, en realidad, una suerte de excepción industrial donde la “cultura empresarial es problemática”, de acuerdo con Michel Freitag, periodista de la revista Manager Magazin. Así lo entiende también Ferdinand Dudenhöffer, profesor de la Universidad de Duisburgo-Essen y probablemente uno de los expertos de la industria del automóvil más consultados estos días por los medios de comunicación alemanes e internacionales.

Según dice Dudenhöffer a eldiario.es, “Volkswagen es una empresa diferente por la presencia en el accionariado del Land de Baja Sajonia (noroeste germano), porque existe una ley Volkswagen que le otorga una serie de derechos que no tienen otras empresas en el mundo y, tercero, por el Mitbestimmung” o cogestión, que hace jugar un importante papel en la toma de decisiones a los trabajadores en una empresa que emplea a 600.000 personas en unas 100 fábricas a nivel mundial.

De resultas, el engranaje que hace funcionar a Volkswagen es un “sistema donde todo, poderes industriales, públicos y sindicales están muy mezclados”, un “sistema muy complejo” porque, además, “si bien la política de Volkswagen consiste en competir a nivel mundial, la empresa está muy arraigada en Alemania, concretamente en Baja Sajonia, en Wolfsburgo. Esto quiere decir que allí se da más trabajo que en otros lugares y que el Consejo de Supervisión se ocupa sobre todo de que allí no se pierdan puestos de trabajo”, explica Dudenhöffer.

Según este investigador, el sistema es el que ha hecho posible la manipulación de los motores diésel que ha convertido al consorcio alemán en protagonista de uno de los mayores escándalos de la industria automovilística. En ese sistema, no es baladí el papel que desempeña Bern Osterloh, figura prominente del Consejo de Supervisión por ser el jefe del Comité de Empresa de Volkswagen, que dispone de diez votos en dicho órgano de la compañía. El 20% de las acciones de la empresa, al estar en manos del Land de Baja Sajonia, también hacen jugar a esta región un papel clave.

“No se pueden tomar decisiones en la empresa que vayan en contra de lo que diga Osterloh o lo que digan los políticos de Baja Sajonia”, expone Dudenhöffer, señalando con esas palabras como responsable del defectuoso funcionamiento del engranaje de Volkswagen al jefe del Comité de Empresa por su proximidad desde siempre con los miembros del Comité Ejecutivo, en especial con el hasta hace unos días consejero delegado de Volkswagen AG, Martin Winterkorn.

Luchas internas

El peso de determinadas personalidades en Volkswagen es lo que explica que el diario Süddeutsche Zeitung se refiriera recientemente al consorcio como una empresa desprovista de “una gobernanza eficaz” y que cuenta desde hace tiempo con “un liderazgo autocrático”. El semanario Der Spiegel ha llegado a describir al consorcio como una “Corea del Norte, pero sin campos de trabajo”.

Probablemente una de las mejores muestras del clima que impone en la compañía el peso de ciertas figuras en la empresa sea la entrada de Ursula Piëch en el Consejo de Supervisión en 2012 (órgano que abandonó en mayo de este año). Esta cuidadora de escuela infantil muy difícilmente habría llegado a acomodarse en las altas instancias del consorcio si no fuera porque es la mujer de Ferdinand Piëch, magnate austriaco y hasta el pasado mes de abril peso pesado del grupo Volkswagen. Suyo es el 52,2% de Porsche, otra de las empresas que está en manos de Volkswagen, al igual que Seat, Audi, Skoda, Bentley, Bugatti, Lamborghini y otra media docena de marcas.

De la dirección de Porsche, precisamente, ha llegado Matthias Müller, el nuevo responsable de Volkswagen que a sus 62 años ha tomado las riendas de la dirección del consorcio con dos tareas “hercúleas”, según los términos de la prensa alemana. Se trata, primero, de gestionar la crisis en que ha quedado la compañía desde que se diera a conocer que falseó el motor de once millones de coches diésel para que parecieran menos contaminantes y, segundo, de restaurar la confianza general en el consorcio.

Pese a lo difícil de su misión, “Müller está en una buena posición para llevar a cabo la reestructuración que necesita la empresa, es perfecto para el corto plazo e incluso para el medio plazo, pero más importante es que la empresa tenga en el Consejo de Supervisión a alguien con el poder de Osterloh pero que sea externo a la empresa, alguien independiente”, apunta Ferdinand Dudenhöffer, profesor de la Universidad de Duisburgo-Essen.

Para él, “Volkswagen puede reestructurarse como cualquier otra empresa”, pero será complicado, porque “cambiar de cultura en la empresa es algo muy difícil, aunque con esa tarea en mente lo que tendría que adoptar Volkswagen es una perspectiva más nacional e internacional y no tan local”, agrega. A sabiendas de que la “cultura empresarial de Volkswagen se ha arruinado con Winterkorn y Piëch”, según Til Knipper, editor económico del mensual Cicero, parece claro que Volkswagen necesita renovarse urgentemente.

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