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La vida invisible de Eurídice Gusmão: la trágica historia de dos hermanas separadas por el patriarcado

Carol Duarte protagoniza 'La vida invisible de Eurídice Gusmao'.

Belén Gómez

De todos los géneros cinematográficos —en dura pugna, probablemente, con la comedia o el musical— quizá sea el del melodrama aquél que mayor historia tiene detrás, y aquél que ya había alcanzado una sofisticación narrativa y formal antes de la invención del propio cine. Desde el siglo XVII, y copando óperas, teatros y novelas, el melodrama increpa de forma universal, consciente de que sus ingredientes son los que apuntalan cualquier ficción, despojados de coartada temática. Son sus ingredientes, desnudos y totalizadores, los que explican en sí mismos por qué nos gustan las historias.

Dado que el melodrama no es otra cosa que la exposición desaforada de los sentimientos humanos, el cine ya nació con él en su ADN, aunque tardara lo suyo en dotarlo de una etapa de esplendor que ejerciera de posible paradigma. Fue en los años 50 cuando el cineasta estadounidense de origen alemán Douglas Sirk dirigió sus grandes obras maestras, de Escrito sobre el viento a Imitación a La vida, pasando por Sólo el cielo lo sabe. Y es en los años 50, precisamente, donde se ambienta gran parte de la historia de La vida invisible de Eurídice Gusmão.

¿Significa esto que Karim Aïnouz es consciente de la tradición cinematográfica en la que se inscribe su última película, y quiere ampararse en ella para llevar los tropos melodramáticos a lugares nuevos y desafiantes? Dado que su primera película, Madame Satã, ya era un drama de época —ambientado en los años 30, nada menos— que jugaba con las concepciones de su género al erigir como protagonista a un joven homosexual, no deberíamos descartarlo.

Es más sencillo que eso, no obstante, La vida invisible de Eurídice Gusmão se basa en la novela homónima de Martha Batalha, que a su publicación en 2015 se convirtió en todo un best seller en Brasil. La historia se desarrollaba a lo largo de varias décadas, pero en su traslado al cine el guionista Murilo Hauser ha optado por condensar la trama en un único período de tiempo. Los años 50, cuando el melodrama norteamericano estaba poblado por viudas ricas, actrices en paro y secretarias envueltas en triángulos amorosos, mientras que la realidad en Río de Janeiro era algo diferente.

Batalha articuló La vida invisible de Eurídice Gusmão como una reflexión sobre el Brasil conservador y machista que durante todo un siglo había oprimido a sus mujeres. Aïnouz ha recogido respetuosamente el testigo queriendo afinar el discurso aún más, y planteándolo como un diálogo constante entre las formas lúdicas e hiperbólicas propias del melodrama clásico —o, sin ir más lejos, los culebrones brasileños—, y la cruda realidad sobre la que se asientan.

En dicho esfuerzo ha logrado que esa invisibilización que describía Batalha tenga como punto extra de referencia todo un género y un modo de entender el cine, acentuando la denuncia desde el propio medio, y dejando que la historia haga el resto para impactar en el espectador de forma mucho más contundente. Porque, para empezar, este melodrama no se centra en el romance atormentado de un hombre y una mujer. Porque, en realidad, esta es la historia de dos hermanas.

Una búsqueda eterna

La secuencia con la que comienza La vida invisible de Eurídice Gusmão no podría ser más ilustrativa de las intenciones de Karim Aïnouz. En un paisaje tropical de gran belleza Eurídice y Guida, interpretadas espléndidamente por Carol Duarte y Julia Stockler, van internándose entre la vegetación mientras suena constante el murmullo del agua, deslizándose como rocío entre las hojas o discurriendo parsimoniosa por un riachuelo. Sin música de ningún tipo, dicha escena sumerge al espectador en una maravillada quietud, hasta que ocurre lo peor.

Y es que Eurídice y Guida se pierden. El sonido de las aguas es interrumpido por los gritos de las hermanas llamándose la una a la otra, adentrándose más y más en la jungla, y arrojando la perturbadora sensación de que no se van a encontrar. De que esa jungla paradisíaca de bellos colores y evocadores sonidos se ha convertido en una jaula cuya máxima prioridad es que su separación sea definitiva. Que, a partir de ese momento, estén solas.

Es un pasaje de carácter incuestionablemente metafórico, que además sirve para asentar el tono en el que se moverá el relato a partir de entonces. Dejando la jungla atrás, pero conscientes en todo momento de que nos sigue rodeando, descubrimos la cotidianeidad de Eurídice y Guida, de 18 y 20 años cada una. Eurídice es una estudiante de piano que sueña con tocar en el conservatorio de Viena.

Guida tiene ambiciones mucho menores que ella —reducidas, podría decirse, a extraer de la vida todo el disfrute posible—, pero a su modo dichas ambiciones son tanto o más desafiantes que las de su hermana. Sobre todo, porque viven en una familia tradicional, encabezada por un padre (António Fonseca) obsesionado con mantener una imagen de orden y respetabilidad, en la que desde luego no encajan las aspiraciones de Guida de salir y conocer chicos.

Dentro de un ambiente tan claustrofóbico, Eurídice y Guida han desarrollado una estrecha relación según la cual apoyan contundentemente los deseos de la otra, y se convencen de que son los únicos posibles en un mundo justo… que dista de ser aquél en el que viven. Guida piensa que Eurídice es la mejor pianista; Eurídice piensa que Guida se merece ser feliz. Ambas creencias pronto se verán aplastadas por todo lo que les rodea.

Guida conocerá a un marinero, tendrá un hijo con él y abandonará a su familia. Eurídice se verá envuelta en un matrimonio con un hombre al que no ama y que no sólo dista de comprender su empeño en estudiar música; también la utiliza de una forma violenta y posesiva para satisfacer sus deseos sexuales. A causa de estas tesituras las dos hermanas se verán separadas, y empujadas a pasar el resto de su vida buscándose.

Es a través de esta búsqueda, plena en sentimientos desbordados, traiciones y tristeza inacabable, con la que Aïnouz conducirá el melodrama a unos escenarios inauditos, tan llenos de crudeza como de belleza mortecina. Su exhaustivo retrato del sufrimiento femenino —que le hizo alzarse con el premio Un Certain Regard en el Festival de Cannes— no busca tanto la compasión como la rabia, e identifica unos culpables muy claros de esa invisibilización a la que alude el título.

Una invisibilización de la que —mientras toma forma corpórea y condena a dos hermanas que se quieren a una soledad con visos de eternidad— es, paradójicamente, imposible apartar la vista. O impedir que la indignación nos consuma.

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