“España es nuestra prioridad”, sentenció Alberto Núñez Feijóo en el Senado. Y a continuación le ofreció a Pedro Sánchez la mano tendida para un gran acuerdo. La receta que propone el líder del PP es muy sencilla: “Señor Sánchez, rompa con sus aliados, cese a los ministros que no ha nombrado, cese a los ministros que no están a la altura del momento crítico y busque apoyo”. De cumplir con esas condiciones, parece que el PP sería magnánimo y arrimaría el hombro. Por España.
Como era de esperar, Sánchez no aceptó la rendición incondicional. Más bien al contrario. Respondió con una dureza que probablemente ni siquiera Feijóo se esperaba. Y se tomó todo el tiempo del mundo en la tarea.
El Partido Popular tenía motivos para temer el formato de este debate. Las reglas del Parlamento son siempre iguales, también cuando manda la derecha: siempre favorecen al presidente del Gobierno, que tiene la primera y la última palabra, y habla sin límite de tiempo. Sánchez aprovechó la ocasión para golpear a Feijóo en su lado bueno de la cara, para intentar desmontar esa falsa imagen de moderado, de hombre dialogante, de hombre de Estado, que Feijóo ha cultivado al frente de la Xunta de Galicia.
Quienes conocen bien a Feijóo –y en la redacción de elDiario.es tenemos a varios periodistas gallegos que lo han tratado de cerca– hace tiempo que advertían de la impostura.
Feijóo, el moderado, llegó a la presidencia de la Xunta con una crispada campaña populista que ríete tú de Isabel Díaz Ayuso: acusando a su predecesor de ‘despilfarro’ por usar exactamente el mismo coche blindado que utilizaban en esa época todos los presidentes autonómicos. Le funcionó. Y hoy intenta repetir la jugada, tachando a Sánchez de manirroto por volar exactamente en el mismo avión y el mismo helicóptero que antes usaba Rajoy en sus viajes oficiales. Eso, los días en que no aconseja a Sánchez que tome un barco que no existe en Canarias desde hace casi veinte años.
Feijóo, el buen gestor, triplicó la deuda de Galicia, recortó las prestaciones sociales, y apadrinó ruinosas operaciones empresariales. Entre otras, la fusión de las cajas gallegas que iba a alumbrar una entidad “solvente y gallega”. El resultado fue un rescate de 9.000 millones de euros, uno de los directivos en la cárcel y la venta de derribo a un banco venezolano.
Feijóo, el estadista, prometió reflotar los astilleros gallegos en un acuerdo con Pemex, la petrolera mexicana. La televisión pública gallega retransmitió el acuerdo en directo, cortando la programación; era la versión mexicana de ‘Bienvenido, Mister Marshall’. Fue otro fiasco; las decenas de barcos prometidos nunca llegaron. Al cabo de los años, el mismo directivo de Pemex con el que Feijóó negoció ese acuerdo fue detenido en México, en una operación de corrupción tras semanas en busca y captura.
Feijóo, el centrista, es un político que ahora propone duplicar la partida del Gobierno para los libros de texto gratuitos. Tiene su aquel, porque eliminar esas ayudas fue una de las primeras medidas que tomó cuando llegó a la presidencia de la Xunta.
A pesar de un historial así, a pesar de esa estrecha relación durante años con el narco Marcial Dorado que habría achicharrado a cualquier otro político, Feijóo ha logrado proyectar en Galicia y en toda España una imagen completamente opuesta a sus actos. Es otro milagro del Apóstol Santiago –y del enorme presupuesto en publicidad institucional del Xacobeo–. Como explicaba el profesor Antón Bahamonde en este detallado artículo, Galicia se convirtió en “un gran ‘botafumeiro’ con el que Feijóo vendía humo”.
El Gobierno es muy consciente de ello: de cuál es el punto fuerte de Feijóo, y también su talón de Aquiles. Y por eso Pedro Sánchez en el Senado se empeñó a fondo en golpear las numerosas contradicciones, ocurrencias y meteduras de pata que el supuesto estadista gallego ha protagonizado en estos meses al frente del Partido Popular. “¿Es insolvencia o mala fe?”, repitió Sánchez una y otra vez, al desgranar sus fiascos más recientes. Entre otros grandes éxitos: acusar al Gobierno de “forrarse con la gasolina” cuando los impuestos por los combustibles los recaudan mayoritariamente las autonomías. O confundir la prima de riesgo con los tipos de interés. O meter miedo a los jubilados con la subida de las pensiones con el IPC, a pesar de que Bruselas lo respalda.
Sea mala fe, sea insolvencia, la realidad es que Feijóo apenas se ha desgastado por estos dislates. El líder del PP sigue gustando a buena parte del electorado. Sigue liderando las encuestas. Sigue siendo un rival para el Gobierno muchísimo más fuerte de lo que nunca fue Casado.
Feijóo ha unificado a casi todo el votante conservador bajo su liderazgo. Se ha terminado de comer a Ciudadanos, que no sobrevivirá. Ha arrinconado a Vox, a cuyos votantes el nuevo PP ofrece una posibilidad real de desalojar a la izquierda. Y está haciendo guiños al PNV, que cambiará por la ultraderecha de ser necesario porque estamos hablando de poder: nunca ha sido un problema de principios.
Queda poco más de un año para las elecciones. Pero en este debate en el Senado han quedado muy claras las estrategias en el arranque del curso político. Feijóo, el estadista, seguirá acusando al Gobierno de querer controlar la Justicia mientras su partido ocupa impunemente el Poder Judicial desde hace ya casi cuatro años. Y su impostura es una amenaza más que real para la continuidad del Gobierno de coalición, por mucho que cada día el Ejecutivo demuestre que se pueden hacer las cosas de otra manera –el último ejemplo histórico, que las empleadas del hogar en España dejen de ser trabajadoras de segunda–.
Feijóo cuenta entre los suyos con una imagen tan estupenda como probablemente inmerecida. Pero la política es en gran medida apariencias, que construyen los medios de comunicación. Sin duda, el traje de estadista Feijóo lo tiene muy bien planchado.
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