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Así se desmantela una central nuclear: “El cierre de Garoña es irreversible”

Sala de control de la antigua central nuclear de Santa María de Garoña, ahora en desmantelamiento.

Iker Rioja Andueza

Santa María de Garoña —

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Tras abandonar Álava por Sobrón, una carretera sinuosa bordea el río Ebro –muy caudaloso en esta época del año– y cruza túneles excavados en la roca. A unos kilómetros, ya en el Valle de Tobalina, un cartel de “Central Nuclear” obliga a poner el intermitente justo antes de llegar a Barcina del Barco, un pueblo de 75 habitantes de la provincia de Burgos. La ruta cambia el asfalto por otra superficie más rugosa y cruza el río por un puente. De frente, ocupando todo un meandro del Ebro y detrás de un cercado con verjas de unos cinco metros de altura, concertinas, cámaras y hasta tres jaulas con perros, se yergue Santa María de Garoña. El dictador Francisco Franco, grabado por el NO-DO, encendió esta planta de generación eléctrica en 1971 –“la más grande de Europa”, se dijo–, que cesó su actividad en 2012 sin que la producción energética española se resintiera, quedó clausurada definitivamente en 2017 y este 2023 ha empezado su desmantelamiento. “El cierre de Garoña es irreversible”, zanja Manuel Ondaro, ingeniero de minas, artífice del proceso de descontaminación de la central José Cabrera de Zurita y ahora al frente del equipo que, desde julio, ha empezado con las complejas tareas para acabar demoliendo la planta burgalesa que tenía tanto apoyo en la comarca donde estaba –a pesar de las pastillas de yoduro potásico almacenadas a montones para posibles emergencias– como oposición en las vecinas tierras vascas.

Santa María de Garoña era propiedad de Nuclenor, una sociedad participada al 50% por Endesa y al 50% por Iberdrola. Ahora se ha transferido a Enresa, una sociedad pública estatal especializada en la gestión de residuos nucleares. Dispone de diez años y de 655 millones de presupuesto –el equivalente a cuatro años y medio de la capacidad de gasto total de la Diputación de Burgos– para extraer con seguridad 2.505 'pilas' de uranio a razón de 270 kilogramos cada una, para desmontar el reactor y las turbinas y, tras otras complejas tareas, para acabar derribando los grandes edificios que han dibujado el 'skyline' del valle en las últimas décadas. Ondaro lidera un equipo de 31 profesionales de Enresa. La medida de la importancia de la operación la da que en Vandellós I fueron seis y, en la José Cabrera de Zurita, quince. Además, 70 trabajadores de Nuclenor se han quedado para esta nueva fase y se calcula en 185 los operarios de “empresas colaboradoras”. Serán casi 300.

Es un proceso de dos fases, una primera de tres años y una segunda de siete. Si todo va bien, este lugar será historia en 2033 y solamente quedará aquí un almacén temporal con los residuos más peligrosos. España no prevé abrir un cementerio nuclear –técnicamente “almacenamiento geológico profundo”– hasta 2073 y ni siquiera baraja una ubicación aún. Los restos menos peligrosos –de radiación muy baja, baja o media– viajarán a El Cabril, en Córdoba. Hay una estimación de que se enviarán allí unas 2.000 toneladas. El resto de materiales no radiactivos, otras 2.000 toneladas, si son reciclables, se reaprovecharán, como los de cualquier industria. Enresa entiende que Nuclenor ha mantenido en “buenas” condiciones las instalaciones durante estos años y facilitado el proceso. Se le devolverá el solar al término del plan.

En España, según datos de Enresa, apenas el 20% del 'mix' energético actual lo aportan las nucleares. De hecho, el consumo máximo ronda los 40.000 ó 45.000 MW/hora cuando la capacidad máxima es de 100.000. Quedan cinco plantas atómicas abiertas, con siete reactores. Son relevantes en el sistema pero no imprescindibles. De hecho, cuando se desconectó Garoña no hubo un apagón. Ni mucho menos. 300 ó 400 aerogeneradores pueden producir los 460 MW/hora de electricidad que tenía como pico máximo de producción esta planta burgalesa.

Zona 1: La entrada

“Bienvenidos a Enresa”, saluda Ondaro a los visitantes a los que, con carácter excepcional, se les han abierto las puertas de Santa María de Garoña. Antes, ya han superado un primer filtro de seguridad. Cualquier externo que cruce el perímetro verá cegadas las cámaras de su teléfono móvil y tendrá que firmar un compromiso de someterse a posibles controles de drogas, superar diferentes barreras y detectores, cambiarse el calzado y recibir un pequeño aparatito. Todo ello se firma con bolígrafos verdes de Enresa. “¿Todos tenéis el dosímetro?”, pregunta alguien. Ese utensilio, hecho en Finlandia, permite ir midiendo las dosis de radiación recibidas. Se chequea en cada zona introduciéndolo en una máquina a la que hay que meter varios códigos y ofrece un número ininteligible para los no iniciados junto al nombre y los dos apellidos del titular. “¿0,04? En un TAC recibes en segundos más dosis que la que he recibido yo en en 40 años trabajando en centrales nucleares. En un avión de Madrid a Nueva York puedes coger 20. Las dosis son bajísimas”, tranquiliza Óscar González, otro de los responsables de Enresa. La visita muestra que en algunos rincones hay un pequeño robot con un semáforo y señales acústicas: si la máquina está encendida, 'respira' el mismo aire que los humanos y avisa de los posibles riesgos.

En el edificio que hace las veces de recepción, donde hay una sala de conferencias y una cafetería, una especie de Atomium bruselense muestra en bolas futuristas de metacrilato maquetas de los pueblos del entorno, como la bella ciudad de Frías. Una placa aplaude la “trayectoria ejemplar” de la central nuclear y una pantalla invita a los vecinos de la comarca a una “merienda” navideña para el 15 de diciembre. Nuclenor se ganó a los vecinos con apoyo a la vida social de la zona. También hay avisos del comité de empresa, que alerta de recortes en los derechos de los trabajadores. En la pared, un póster con unos cervatillos dibujados junto al edificio del reactor reza “Garoña, una apuesta medioambiental”. “Transparencia total. Esto es un retorno a la sociedad”, justifican desde Enresa para explicar la jornada de puertas abiertas que, además, coincide con una inspección de Euratom, agencia europea de control de la energía nuclear. Por aquí pasan habitualmente también el CSN (Consejo de Seguridad Nuclear español) o la OIEA (Organismo Internacional de la Energía Atómica).

—¿Hay ciervos?

—Tenemos seis gamos. Hembras la mayoría.

Preguntado por el póster, un guardia de seguridad, con 28 años de experiencia en la instalación y la fe de que nunca ha pasado nada peligroso allí, explica que dentro del complejo hay “muchos” animales. “Pero antes había más, ¿eh?”, apostilla. No hay posibilidad de comparar pero la realidad palmaria es que, en pleno día de Acción de Gracias, decenas –o quizás cientos– de pavos reales, algunos con llamativos plumajes azulados, se arremolinan en el lugar.

Zona 2: el reactor

Para entrar al reactor, apagado ya desde hace más de una década, la seguridad se redobla. Un vestuario permite al visitante cambiarse nuevamente de calzado –el de ahora promete eliminar el 99% de los virus “en apenas seis horas”– y enfundarse un mono negro, un verduguillo, un casco y unas gafas. Un aviso: hay que portar el mínimo de objetos porque, si se cae algo, podría “interferir” con las preceptivas medidas de seguridad. “Cultura de la seguridad”, recalcan los veteranos para recordar la importancia de observar siempre protocolos muy rigurosos. “Tres puntos de apoyo en las escaleras”, se escucha también. Un sistema de esclusas protege la atmósfera del entorno del reactor del resto del edificio. Son capas para evitar posibles fugas. La decoración es antigua, propia de una construcción de hace medio siglo. No hay iluminación natural ni ninguna referencia del exterior. Sin relojes, se pierde la noción del tiempo. Metros y metros de tuberías se entrelazan y todas las portezuelas tienen avisos de peligro. Se trata de zonas de “permanencia limitada”: cuanta menor exposición a la radiación, mucho mejor.

El reactor de Garoña es gemelo del de Fukushima, donde se produjo un accidente tras la actividad sísmica en Japón de 2011. Es de primera generación, el único en España de esas características. Un ascensor conecta los diferentes niveles del edificio. En la planta superior está la piscina que enfría las unidades de uranio, el peligroso pero potentísimo alimento de la central. Se trata de una pileta de 11 metros de profundidad, 14 de largo y 10 de ancho. Bajo cuatro o cinco metros de agua hay halos fluorescentes. “Es el efecto Čerenkov”, razona González, el guía en esta parte de las instalaciones. Se produce cuando las partículas viajan más rápido que la luz. Todas las 'pilas' de uranio, estrechas y alargadas (cuatro metros), empleadas durante cuatro décadas de generación de energía por fisión se enfrían aquí. El nivel de agua de la piscina es crítico. También su temperatura. Estos “elementos”, fabricados por una empresa llamada ENUSA y que tiene su sede en Juzbado (Salamanca), donde también se exporta al extranjero, son especialmente peligrosos durante sus doce primeros años de vida, pero también después durante un largo tiempo que nadie sabe definir. El agua por encima es un aislante portentoso, pero cuando se produjo la fuga en Fukushima llegó el desastre.

Los inspectores de Euratom revisan el lugar antes que los visitantes.

–Es la zona más comprometida.

–¿Qué pasaría si se extrae una de las barras?

–Es lo último que haríamos.

Una de las labores principales del desmantelamiento es precisamente sacar ese material con seguridad. Se van a preparar 49 contenedores. Se ha llenado ya uno con 52 barras y hay cuatro más listos para montar a partir de la segunda quincena de enero. Cada contenedor requiere dos semanas de trabajo y movilizar una grúa de grandes dimensiones que pesa 75 toneladas. Esa caja, que tiene varias capas de seguridad, tiene que ser gestionada con agua y máxima prudencia. Nada puede fallar. Eran 2.505 piezas de uranio y 2.453 siguen en la piscina. Hay mucho trabajo por delante.

Zona 3: la turbina

Del reactor se pasa a la turbina. Son grandes máquinas rotuladas por la casa “General Electric” de color verde militar. “Está contaminada por dentro, porque el vapor de agua iba con uranio”, explica ahora Marta Gómez, que es la jefa de Protección Radiológica. Ello obligará a trabajar con ello con estrictas medidas de seguridad, una vez más. Una simple comprobación con un medidor muestra cómo suben los niveles rápidamente.

El edificio de la turbina tiene cuatro plantas. En la superior están estas piezas más grandes, pero hay más estructura debajo, como calentadores y válvulas, indica Gómez. En la primera fase del desmantelamiento, este espacio se va a convertir en “edificio auxiliar de desmantelamiento”. Es decir, cuando se desmonte la turbina y se vacíe, se irán almacenando allí residuos radiactivos –salvo el uranio– y los “no clasificados” o normales. Se ordenarán, se prepararán con seguridad y, en caso de requerirlo, se irán enviando a Córdoba. En la calle esperan decenas y decenas de bidones numerados para esta misión. “Hay que revisar todo tornillo a tornillo”, bromea su colega González.

Toca abandonar la zona “comprometida”. El calzado se desinfecta con vapor frotándolo en unas máquinas especiales. Después hay que tirar el buzo, los guantes y otras protecciones. Finalmente, cada visitante tiene que encerrarse en una cabina en la que una máquina pide hacer determinados movimientos para sus comprobaciones, no muy explicadas. Los objetos son analizados en otro escáner independiente. “Cinco, cuatro, tres, dos, uno”, se escucha por un altavoz interno dentro de la cabina. “¡Limpio!”, despacha finalmente la voz grabada de una mujer antes de abrir la puerta y permitir la salida.

Zona 4: el ATI

Las siglas ATI, en Garoña, responden a “Almacén Temporal Individualizado”. Es el espacio a cielo abierto de nueva construcción donde se irán colocando los contenedores con el uranio que se saca de la piscina del reactor. Son cilíndricos y blancos y se ubican en vertical. No se parecen en nada a los de la marina mercante. En el suelo, se distinguen losas de dos colores. En las más grises van los contenedores. Esa zona en concreto “está diseñada para que en el caso del peor terremoto” no se derrame el uranio, algo que sería catastrófico.

Ahora se yerguen cinco contenedores en el ATI, rodeado de verjas, avisos y cámaras de videograbación. Uno está lleno –el único que tiene cableado para su monitorización– y cuatro más están listos para ser cargados. Hay espacio pensado para 60, pero con 49 se podrán recoger las 2.505 barras, en principio. Vacíos pesan 60 toneladas y llenos superan las 70. Los inspectores de Euratom pueden acceder a datos y comprobaciones de todos los recipientes. Sabrían en el acto si se han manipulado una vez sellados y España se expondría a una sanción. “Estamos sometidos a reguladores internacionales para que el material nuclear no sea empleado para otros usos”, cuenta Ondaro.

Zona 5: la sala de control

La sala de control es el cerebro de Santa María de Garoña. Es un espacio operativo las 24 horas del día y monitoriza cada movimiento dentro del recinto. Ahora lo gestionan un supervisor, un operador y dos auxiliares. Cuando la central estaba operativa eran el doble: un supervisor, su ayudante, dos operadores y cuatro auxiliares. El espacio tiene unas mesas centrales de trabajo rodeadas por un enorme panel de controles que ocupan varios metros de pared. Es imposible ofrecer una cifra aproximada del número de botones que se pueden pulsar y mucho menos la función de cada uno de ellos. Enresa indica que el 80% de esas conexiones ya están desactivadas. “Se van desconectando poco a poco”, indica Montse Pérez, responsable de Comunicación de la sociedad estatal. De hecho, hay ya paneles enteros tapiados. Eso sí, se han colocado dos monitores nuevos para medir el “nivel y temperatura” de la piscina y hacer seguimiento de los contenedores del exterior.

Cada mesa de trabajo tiene tres teléfonos. Uno, el blanco, permite llamadas al exterior. Otro, el negro, es para comunicaciones internas. El tercero, antiquísimo, es para dar avisos por megafonía. Tiene una palanquita metálica para que ese mensaje llegue alto o muy alto a las personas en el interior de la planta, en función de la gravedad de la comunicación. En realidad, los pasillos de Santa María de Garoña están llenos de viejas cabinas telefónicas que siguen operativas y que ofrecen una comunicación interna ágil y estable. Hay que usar esos teléfonos siempre con guantes.

El desmantelamiento de Garoña es irreversible y desde la segunda mitad de 2024 cogerá velocidad de crucero. Ya no hay decisión administrativa o capricho político de gobernantes de aquí o allá, por muy gallardos que sean en sus declaraciones, que le dé marcha atrás. “Sería más barato hacer una nueva entera que remodelar esto”, coinciden varias fuentes. No se aprecia vértigo en el equipo de Ondaro, como se titulaba la primera canción del disco de U2 'How to dismantle an atomic bomb' que la banda irlandesa lanzó en Estados Unidos un 23 de noviembre (pero de 2004), un día antes en el Reino Unido. Uno, dos, tres: “¡Limpio!”.

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