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España zombi

Fachada del Congreso de los Diputados

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España zombi. Guste o no guste, el período que se abrió con el final del franquismo y la recuperación de la democracia se ha acabado. Tanto da que cantemos las loas de la Transición o que entonemos la crítica al “Régimen del 78”, lo cierto es que España vive una situación de interinidad. El sistema político, y, tal vez, el propio sistema de valores de la sociedad española no han sabido evitar su tumescencia y degradación. Las crisis que se han sucedido desde 2007 –la económica, la catalana, la pandémica y otra vez la económica– han puesto en evidencia no sólo las costuras sino la incapacidad del sistema político, hasta el momento, para regenerarse sobre nuevas bases.

Si los años posteriores a la caída del franquismo se caracterizaron por el entusiasmo de la gente en un momento en que todo parecía ir bien, la última década ha devenido zombi. Todo marcha –sigue marchando– en España. Pero el espíritu ya no sopla. Las elites parecen haberse escudado en un trampantojo en el que lo único que importa es dar el pego, a sabiendas de que ya nadie, o casi nadie, se cree ya nada, o casi nada.

Renovar el pacto constitucional. La gran pregunta se puede formular así ¿por qué no es posible renovar el pacto constitucional? ¿Por qué correr el riesgo de que se desmorone el sistema político metiendo a España en un laberinto de imprevisible salida?. La plurinacionalidad del Estado, la cuestión monárquica, la laicidad, la Ley electoral, la salvaguarda del Estado de Bienestar: no hay cuestión sobre la que no fuese posible, de mediar la buena fe, buscar puntos de encuentro que permitiesen gestionar civilizadamente los conflictos durante al menos un par de décadas.

 ¿Por qué no iba a ser posible hoy lo que fue posible en circunstancias bastante más complicadas hace ya más de cuarenta años?.

Debería ser posible ¿por qué no? acotar el papel del Rey al principio democrático, reformular el poder judicial y el TC, encontrar una fórmula de convivencia con Cataluña, garantizar constitucionalmente el bienestar –pensiones, sanidad, educación– etcétera, a través de una reforma consensuada de la Constitución. Debería ser posible. Pero se echa en falta voluntad política y también, hay que decirlo, gente –periodistas, constitucionalistas..– que allane el camino. Alguien tiene que darle salida a todo esto.

¿Por qué ni tan siquiera se formula la posibilidad?. La respuesta, me parece, puede expresarse así: una parte de los poderes fácticos –ese entramado de poderes económicos, mediáticos e institucionales– piensan que en este momento se da una relación de fuerzas que les permite deshacer el camino y, en definitiva, patrimonializar la Constitución –con el claro efecto de deslegitimarla ante millones de españoles– para imponer sus sesgados puntos de vista sobre casi todo, desde la estructura del Estado a los niveles de protección social, sin importarles los costes de la ruptura social.

En su momento, no hubo ruptura democrática, sino consenso. Pero incluso lo que se da en llamar “Régimen del 78” le parece demasiado a esos sectores. Desde la égida de Aznar impulsan una polarización que pretende modificar el centro de gravedad de la sociedad española. Pese a las apariencias, no son los críticos de izquierda, sino al menos una parte significativa del establishment la que busca redefinir los grandes parámetros que rigieron la vuelta a la democracia.  

Una polarización que se ve impulsada también desde las calles, además de desde arriba. La derecha ha decidido salir del armario y movilizarse. La España de los balcones, las pulseras y las mascarillas abanderadas intenta ganar el espacio público y naturalizar sus posiciones. Lo hace patrimonializando, o sea haciendo suya la bandera de España para sugerir que los que no comparten su muy particular visión o no son españoles, o no son buenos españoles. No hay que ser muy agudo para entender que esa victoria es una derrota. Que un símbolo se convierta en emblema de partido es mala cosa.

Por fortuna, la gente, en su mayoría, no cede a eses cantos de sirena que son, por lo demás, potencialmente peligrosos y pueden alumbrar violencia. Pero sí hay gente que, jaleada por medios de comunicación y redes sociales que son más bien órganos de partido,  no es consciente de la historia y desdeña la prudencia. Tal vez habría que hacer memoria. No sabemos lo que sucederá en los meses que viene. Pero si la crisis económica derivada de la pandemia se hace dramática eso puede provocar otro salto adelante del extremismo de derechas.

Il Gattopardo.  Lo que marcó especificamente la Transición española fue el “gatopardismo”. “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie” escribió en su evocadora novela Giuseppe Tommasso di Lampedusa, llevada al cine por Visconti, con un magnífico Burt Lancaster en el papel de Príncipe de Salina. Las elites españolas de comienzos de los setenta tenían una aguda conciencia de que evitar el desborde significaba hacer concesiones. El fascismo era insostenible después de Franco. Había un mundo que declinaba, y otro que emergía. El consenso nació de ahí, no sin la dificultades del parto, como demostró el 23F.

Una vuelta de tuerca. A día de hoy, sin embargo, no se ven signos de que alguien en esas latitudes razone en similares términos. Parecería que se sienten confiados en que el viento de popa juega a su favor. Todo apunta a que piensan que la sucesión de crisis –la de 2008, la catalana, la de la pandemia y la económica en curso– son una ocasión para fortalecer sus pretensiones de debilitar la protección social y los derechos de los trabajadores, recentralizar el Estado y conculcar el principio democrático a través del uso fraudulento de los procedimientos legales.

Lo que buscan es darle una vuelta de tuerca a la concentración del poder para poder decidir acerca de casi todo con los menos límites o contrapesos posibles. Dejar todo atado y bien atado. Liberalismo, en el sentido de distribución del poder, o de acotarlo, más bien poco. Se trata de una especie de leninismo de derechas que busca exacerbar las contradicciones, incluso a través de las mentiras palmarias de la altright, para crear las condiciones que permitan la ejecución de sus designios. Creen que la relación de fuerzas, y el contexto internacional, también regresivo, les permite avances en su particular guerra de posiciones.

¿Es correcto ese juicio?. Es difícil decirlo. Ciertamente, la posibilidad de un proceso constituyente de signo progresista es escasa. De producirse, cabe incluso que se hiciera en sentido regresivo. Sin embargo, esa regresión no se haría sin costes porque implicaría una lógica autoritaria desde el Estado y porque dejaría afuera a un porcentaje significativo de la población española. La democracia española sufriría lo indecible y sería sometida a un estrés volcánico. De ese “afuera” formaría parte un segmento no mínimo del progresismo español, el más virado a la izquierda, un sector difícil de cuantificar de demócratas y ese diez por ciento de nacionalistas vascos, catalanes, gallegos, etcétera.

Ello, en un momento económico y social de incremento de la desigualdad y la injusticia. No hay ni que decir que vivimos en un período en el que el ascensor sólo funciona hacia abajo y en el que el achicamiento de las expectativas es feroz. Es complicado imaginar que la regresión pudiera, en ese contexto, estabilizarse.

Pero no cabe duda de que si Aznar, Casado y Vox, –queda la duda de si hay alguien en la derecha que difiera de su planteamiento– están empeñados en destruir la trayectoria de las últimas décadas, es porque juzgan que pueden. Su objetivo no es restañar heridas, ni generar consensos. Al contrario, si polarizan, es porque piensan que, al hacerlo, pueden demoler una trayectoria e imponer un cambio de rumbo a las transformaciones democráticas con un uso torticero y patrimonialista de la Constitución. Un atávico nacionalismo español –no todo nacionalismo está obligado a ser atávico– es el cemento con el que compactar esa embestida.

En todo caso, no pactan porque no quieren pactar. Se sienten fuertes, y protegidos. Quieren imponer su visión e intereses embozándose en el mal uso de ciertos poderes del Estado. Desde luego, no le hace ningún bien a las fuerzas de orden público perder su condición de servidores del estado para aparecer en público identificadas con un partido u otro y menos con partidos extremistas. Pero, sobre todo, una posible reforma constitucional tendría entre sus deberes el de garantizar la independencia de la Justicia. Hoy los dos grandes partidos se reparten los puestos del CGPJ, del TS y del propio TC sin embozo alguno e, incluso, sin magnanimidad. A veces los magistrados parecen ser meros peones de ajedrez. 

 Cataluña. ¿ Había que tomar tan en serio la proclamación de independencia catalana ? Al fin y al cabo era una declaración sin efectos jurídicos y sin capacidad de control del territorio. Siempre pensé que se trataba, más bien, de un órdago que buscaba abrir una negociación después de la sentencia del TC de 2010. En todo caso, todo ese episodio tuvo un aire extemporáneo, acentuado por la hiperreactividad del Estado. No quiero ofender a nadie pero, a pesar del envenenamiento de la atmósfera, Cataluña y España tuvieron, por un momento, aires de opereta. Nadie contó mejor de qué se trataba que el abogado Javier Melero en las sesiones del juicio al procés.

Ahora bien, ese conflicto, nos deja una imagen especular, producto tal vez de lo que en Barcelona y Madrid se toma por evidente y natural. La parte catalana, embebida por su propia atmósfera, no parece que tomase en serio el poder del Estado, incluida su capacidad represora. Y al revés, fue posible registrar, en el Madrid eterno del mando en plaza, una ilimitada confianza, casi preternatural, en el poder del Estado. Son hybris, incluso vanidades, que se retroalimentan. Sin embargo, una solución negociada es perfectamente posible, si unos y otros se atienen a lo que puede ser y a lo que no. Y si el estatuto catalán de 2004, o algo parecido, fuese restaurado no crujirían las cuadernas del Estado, como no crujieron en su momento. 

España, al pairo. España vive al pairo, instalada en una parálisis de la que no se ve el fin. ¿Por dónde azotará el viento en las velas?. Esta pregunta, a día de hoy, parece sin respuesta. Da la sensación de que el gobierno de coalición está más bien surfeando las olas que no imprimiendo una dirección. Sus opositores controlan el marco narrativo: saben a qué puerto quieren regresar, aunque no osen decir su nombre. Pero tal vez es una impresión equivocada. O no.

¿ Cómo explicar esta incapacidad de las élites para buscar salidas ? ? ¿ Están tan seguras de si mismas, de su poder y recursos ?. Repito: no cabe otra explicación que la de que creen que pueden dar marcha atrás. Dejo a la imaginación del lector suponer hasta dónde. Porque, si quisieran una salida razonable, hay una amplia gama de posibilidades de acuerdo. Al fin y al cabo, comparado con las dificultades de la Transición todos los problemas, incluido el catalán, revisten formas negociables.

¿Qué piensan, de verdad, las elites?. Es más, ¿piensan algo?¿ Piensan las elites acantonadas en el Estado que llevan las de ganar manteniendo el pulso, dejando que todo se pudra en un escepticismo generalizado acerca del poder de la política para sanar sociedades heridas fomentando que la sociedad se encabrone?

Cabe, aunque es improbable, que tengan razón. Pero es posible que esas elites juzguen que a través de la influencia de ciertos medios de comunicación, unos tribunales de justicia obsequiosos y la enorme concentración de poder de la que goza hoy Madrid, mucho mayor de lo que en otros momentos de la historia, sea posible consolidar una relectura conservadora de la Constitución y, con ella, los privilegios de lo que ha llamado Cesar Molinas “capitalismo castizo”. En definitiva, el poder de definir España a su modo y manera.

La moral colectiva y lo que nos separa de la Transición. Desde luego, los elementos de crisis están a la vista y, con ellos, la ausencia de entusiasmo y optimismo. No existe en estos momentos una visión intelectual y moral, para decirlo al modo de Renan, en la que pudiera confluir un amplio abanico de gente. Lo que mueve las conciencias es el resentimiento y el miedo, que son los factores que explican el auge de la extrema derecha. Tal vez este aspecto es el que más separa la conciencia pública de hoy de la que imperaba en la Transición.

¿En qué confían los españoles de 2020?. ¿En el Rey? ¿Con una monarquía sometida al escarnio público por corrupción y con un rey, Felipe VI, que ha perdido, por propia voluntad y con escaso seso, el norte? ¿En la Justicia? El TC, el TS y otras instancias se han desprestigiado a sí mismas, convirtiendo el Derecho en la Ley del Embudo, muy estrecho para otros, muy ancho para mí. Realmente, se podría preguntar si un jurista de prestigio, con la sana conciencia de su independencia moral, querría hoy formar parte de esas instituciones. Y ¿qué pasa con los partidos?. En España, hoy, no se vota tanto al PSOE, al PP, a C,s, a JXCat, a ERC, al BNG, o a cualquier otro. Se vota más bien, para cerrar el paso a los otros. España padece de polarización y hay –si, lo hay– miedo, un miedo contante y sonante, al conflicto civil, al menos en los que tienen una cierta edad.

Esa ausencia de alegría, ese decaimiento del ánimo y el correlativo predominio, en la esfera pública, de las pasiones tristes caracteriza el momento.

Elementos de estabilidad. Lo que no quiere decir que no haya elementos de estabilidad. Y el principal es este: la sociedad española tiene una aguda conciencia de la riqueza y el bienestar recién adquirido, que no quiere perder. Si hubiera que interpretar el signo de los tiempos y la corriente principal de la conciencia española yo diría que lo que demanda es volver a los buenos viejos tiempos recientes. A una fase de diálogo inclusivo que permita poner las energías, en tiempos inciertos en todo el planeta, al servicio de garantizar lo adquirido.

Garantizar lo adquirido, en términos de riqueza, bienestar y libertades, más bien que avanzar a nuevas metas es hoy el objetivo implícito de fondo. Los resultados electorales pueden ser leídos en esa clave. El malhumor, el odio y la ira todavía no le han ganado la partida al deseo de conciliación. Tal vez porque la gente intuye que lo que no sea pactar y acordar es contribuir al retroceso económico y social de España en un momento geopolítico en el que se están redefiniendo las reglas del juego en el planeta.

Relación de fuerzas. El acuerdo es posible, pero siempre y cuando todas las partes sean conscientes de que nadie tiene tanto poder como para imponer, con visos de éxito a medio plazo, sus fórmulas. No creo que la relación de fuerzas permita otra cosa. Un proceso constituyente girando a la izquierda está, creo, fuera de las posibilidades históricas, como lo estuvo y lo está la declaración de independencia de Puigdemont. Pero el sueño de replicar en toda España la construcción social de la realidad que tuvo éxito en Madrid es también, me parece, irrealizable. Basta con mirar el mapa y tener un cierto apego por el principio de realidad.

Lo lógico y natural sería el pactismo, aunque sólo fuera por evitar la confrontación. Alcanzar algún tipo de acuerdo que impida la degeneración y el derrumbe del sistema. También para evitar la indecidibilidad del momento. Nadie puede saber, con los elementos disponibles sobre la mesa, hacia dónde puede evolucionar la situación. No veo que se puedan encontrar arúspices en los que confiar para escrutar el futuro. Y no sólo en España. El planeta entero está atado por hilos frágiles. No se ve, en fin, qué sabiduría encierra añadir dificultad a la dificultad. 

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