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De portero de discotecas de Madrid a combatir en las zonas calientes del Donbás

Oleg, soldado ucraniano en el Donbás, fotografiado en Kramatorsk, Ucrania.

Gabriela Sánchez / Olmo Calvo

Enviados especiales a Kramatorsk (Ucrania) —

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—¿Cómo se le dice a una hija que se va a la guerra?

—Le dije que la quería mucho, pero que me tenía que ir. Que allí estaba la abuela, su tía, su sobrino y que tenía que estar.

En una de las pocas cafeterías abiertas en la militarizada ciudad de Kramatorsk (Donetsk), uno de los puntos clave de tránsito de los soldados ucranianos movilizados en el Donbás, Oleg busca en su móvil una foto de su hija en un concierto de Getafe (Madrid). La mira con nostalgia y algo de culpa. Hace un año decidió abandonar la vida que construyó durante 23 años en España para irse a la guerra.

Cuando el 24 de febrero del año pasado Oleg se despertó en su casa de Getafe (Madrid), sabía que su vida dejaría de ser lo que era. Aquella mañana tenía dentista, pero su mente ya empezó a maquinar. Primero, bromeaba con su hija sobre la posibilidad de alistarse. Pocos días después, le pidió que se sentase. Iba en serio: su padre se iría a combatir a la guerra de Ucrania.

“Cuando me dijo que se iba a ir, no sabía si tomármelo de broma o de verdad. Estaba tranquila y le oía hablar por teléfono planeando, pero no quería hacerle caso”, recuerda la niña por un mensaje de Whatsapp desde Madrid. “Va a ser broma”, se repetía, “al final no se va a ir”. Pero en marzo de 2022 Oleg se fue. “No quería que lo hiciese por si le pasa algo o le pasa algo ahora. Estaba bastante preocupada, pero tampoco podía enfadarme con él por hacer algo que él sentía que debía hacer”.

Oleg le dijo que volvería pronto. Un año después, recorre el centro de Kramatorsk con su traje militar. El ya “sargento” habla de estrategias en el campo de batalla, de tipos de armamento, de misiones delicadas en las zonas más calientes del Donbás. Es rastreador, por lo que suele formar parte de arriesgadas misiones que buscan hacer comprobaciones en terrenos menos explorados del frente.

Un año después, dice también, ha visto la muerte demasiado cerca. Pero a su vez, reconoce, ha encontrado un lugar, un sentimiento de pertenencia que no había llegado a alcanzar en Madrid, según transmite.

A finales de febrero de 2022, se compró unas botas resistentes y una serie de material militar que pensó que podría serle útil, en base a las nociones que aún recordaba de los dos años que Oleg pasó en el Ejército ucraniano, del año 93 al 95. En cuestión de días, anunció a sus jefes que no regresaría a la discoteca de Colón (Madrid) donde trabajaba como portero durante las madrugadas de cada fin de semana. Tampoco a la obra donde también estaba empleado los días laborables.

Su llegada a España

Oleg emigró a España desde su región natal, Leópolis, en 1999. “Aquí era muy difícil”, sostiene el ucraniano. “No pagaban bien en esos tiempos. No daba para sobrevivir. A través de un contacto, le salió una oferta de trabajo como vigilante de seguridad en España. Empezó a encadenar un empleo tras otro. Trabajaba todos los días de la semana y consiguió lo que buscaba: ”Estoy muy contento porque he podido ayudar a mi mamá a mandar algo de dinero cada mes“.

Ahora, el salario que cobra por su trabajo en el ejército, centrado habitualmente en zonas calientes de la guerra y con personas a cargo, también le permite seguir enviando dinero a su hija y a su madre. En sus horas de descanso, busca cómo hacerle llegar a su niña un teléfono móvil: “Soy su padre y estoy aquí, tengo que darle lo que pide”.

Cuenta que hay dos razones para estar aquí. Por las que quiso venir y por las que aguanta la difícil vida del militar en el Donbás. La primera es la defensa de su país. “No del Gobierno, ni los políticos, corre a aclarar”. La segunda, dice, con media sonrisa: “La adrenalina”. “A pesar de los momentos difíciles, la adrenalina que siento después de una misión, e incluso después de un bombardeo en el que sobrevivimos, ayuda a seguir. Me gusta descargar adrenalina para defender mi país”.

Los ojos de Oleg se enrojecen en dos momentos de la entrevista. Cuando habla de su hija, Anna, y de su madre. La adicción a la “adrenalina” no silencia todo. Y el ucraniano describe el miedo vivido en algunas de sus misiones desarrolladas en 2022. “He visto muerte, he visto todo. Tres veces llegué a llamar a mi madre, porque pensaba que no regresábamos. Me estuve despidiendo de ella”, cuenta el soldado voluntario. “La decía que la quería, sin decirle dónde iba ni mis miedos, pero lo hacía pensando que quizá era la última vez”. No lo fue.

“Lo peor es cuando vamos por ahí y empiezan a disparar de todo. Hay aviones, helicópteros. Ahí tú notas que tu cuerpo empieza a estallar. Te tiras al suelo, dejas la cabeza pegada y, cuando para, levantas la mirada y compruebas si tus amigos están bien”, relata Oleg.

Y lo que más valora, dice, son ellos, esos compañeros a los que mira nada más acallarse el bombardeo. “Si uno tiene un poquito más de miedo te vas a hablar con él, te estás hablando para que respire mejor. Hasta cuando estamos vistiéndonos y preparándonos para la misión bailamos un poquito, para descargar”.

“Es como tu familia. Nos cuidamos unos a los otros. Somos un equipo. Si no, no resistiríamos”, dice Oleg. Describe sus días en la guerra con una pasión y alegría que sorprende. Aquí, cuenta, ha encontrado su lugar.

—¿Eres más feliz aquí, en plena guerra, que en España?

—Salvo por lo que echo de menos a mi hija, sí. Soy feliz porque siento que estoy en el lugar donde tengo que estar. Es lo más importante que he hecho. Pero volveré, porque mi hija lo es todo.

Desde Madrid, la hija de Oleg cuenta que intenta hablar con su padre siempre que puede: “Una cosa que suelo revisar constantemente es la última hora de conexión en el WhatsApp. Le suelo escribir algo. Así veo cuándo le llegan los mensajes”. Él le contesta.

En Kramatorsk, una explosión interrumpe la conversación. El suelo tiembla, pero Oleg le resta importancia. Poco antes de despedirse, recibe un mensaje. Nos lo muestra: ‘Te quiero’.

“Es la niña”, dice el militar.

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