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The Guardian en español

Después de años ignorando el extremismo de derechas, ahora Hollywood tendrá que contar la verdad

Fotograma de la película Casablanca

Paul Mason

Los historiadores del futuro se echarán a llorar cuando vean la lista de las 10 películas que encabezaban las taquillas el año en que EEUU eligió a Donald Trump y se autodestruyó como superpotencia. Cinco son de superhéroes; cuatro, de animación con animales; y la que queda, una indescifrable comedia de ciencia ficción que sólo se hizo popular en China.

Ante la cruda realidad de tener a un payaso demagogo como presidente y a un racista como su mano derecha, los dueños de Hollywood deberán tomar una decisión trascendental cuando lleguen a sus oficinas. La democracia estadounidense está en peligro; los valores universales sobre los que la industria cinematográfica se estableció están siendo cuestionados por el etno-nacionalismo y la misoginia del período Trump.

¿Seguirán produciendo un caudal de éxitos de taquilla sin sentido protagonizados por superhéroes y criaturas peludas? ¿O utilizarán su talento, recursos y justificada furia para producir películas que nos cuenten cómo llegamos a esta situación y cómo podremos salir de ella? Pero sobre todo, ¿intentarán ponerle humanidad y tolerancia a los relatos que consumen los estadounidenses junto con sus palomitas?

El único momento comparable con este es el de los primeros años cuarenta. Entre las producciones del primer año de la Segunda Guerra Mundial, cuando EEUU aún era neutral, hay una larga lista de películas de vaqueros, policiales y comedias disparatadas de los años 30. Las pocas bélicas que se filmaron tenían una relación problemática con la guerra, como la película Enviado Especial, de Hitchcock.

La película del reconocido director se terminó de grabar meses después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial y el estudio cinematográfico no logró decidir si los agentes secretos que el héroe estaba reuniendo eran de Alemania o de algún país ficticio. Hollywood no descubrió su verdadera esencia hasta que el ataque a Pearl Harbor forzó la entrada de EEUU en la guerra.

Japón atacó el 7 de diciembre de 1941 y, once meses después, Warner Bros estrenó Casablanca, protagonizada por un amargado estadounidense de izquierdas que criticaba la autocomplacencia de EEUU sobre un vaso de whiskey. “Si en Casablanca estamos en diciembre de 1941, ¿qué fecha es en Nueva York?”, se preguntaba un enfadado Humphrey Bogart.

De una manera que sus predecesoras apenas lograron, Casablanca representó todas las cuestiones morales que la Segunda Guerra Mundial puso en juego para Estados Unidos. Mientras que otras películas bélicas anteriores estaban llenas de alegres miembros del proletariado convirtiéndose en carne de cañón, Casablanca incorporó a todos los inadaptados sociales del género negro: apostadores, refugiados, policías mujeriegos, ladrones y alguna trabajadora sexual apenas disimulada. Para todos ellos, la vida se había vuelto seria.

Es un logro mucho mayor si uno le echa un ojo a la obra de teatro en la que se basó la película. En Everybody Comes to Rick’s, la historia es la misma, pero la mayor parte del diálogo suena como una obra de Noël Coward. Tal vez por eso nunca se había interpretado. Pero algún ejecutivo se debió de haber dado cuenta que la obra podría convertirse en un relato universal para ser visto una y otra vez y para siempre porque retrataba a gente cínica y tranquila al mismo tiempo en medio de un dilema: cuándo, por qué y contra quién pelear.

Dentro del mundo angloparlante, lo más fácil para los que toman las decisiones en el negocio de contar historias (los grandes cines, las productoras de cine y las de televisión) sería consolarse con las últimas ilusiones propagadas por los medios de comunicación estadounidenses: que Trump es como Reagan sólo que mal peinado; que el establishment lo va a domesticar; o que son solo cuatro años y vuelta a la normalidad.

Pero la sublevación que llevó a Trump al poder representa una ruptura ideológica con cualquier situación conocida por los creadores de mitos de EEUU. A partir de ahora, aun en el más pequeño de los dramas domésticos, la etnia de todos los personajes cobra relevancia. Si el personaje es un hombre negro, ¿pertenece al 13% de hombres negros que votaron al hombre del Ku Klux Klan o al resto que votó en su contra? Para cualquier actor que trabaje en el personaje de una obra actual, la pregunta hoy es: ¿qué piensa mi personaje sobre Trump, sobre el Brexit y sobre el derrumbe de las normas progresistas que regían la vida pública?

Los mecanismos de la industria cinematográfica para superar la situación actual están bastante anquilosados. La razón por la que cinco de las diez películas que más recaudaron este año son de superhéroes es que ellos venden más que los héroes humanos. Tanto la franquicia Bond como la de Bourne (para ser sincero, yo contribuí con esta última saga) han querido agregar temas sociales y un lado más oscuro de la psicología, pero el público lo toma con cautela. Incluso Deadpool, una sátira del género de superhéroes, recaudó más que cualquier superproducción cuyo protagonista fuera completamente humano.

Estar buscando siempre el próximo éxito de taquilla hace que los procesos de desarrollo sean más largos, más comerciales y más dependientes de la intuición de los muchachos de finanzas. Podrían decir que siempre fue así, pero eso no impidió que Warner Bros comprara en enero de 1942 los derechos de la obra de teatro de Casablanca y la estrenara en noviembre en la pantalla grande.

Ante tantos obstáculos, alguien tiene que empezar en algún lugar a llevar a la pantalla grande las historias de la clase trabajadora de EEUU. Contarlas de manera sincera, como Michael Cimino con The Deer Hunter (El cazador). Entonces se acabará el mito del “hombre blanco de clase trabajadora” generalmente reaccionario. El The Deer Hunter moderno, o la Casablanca moderna, podría no tener a un hombre como protagonista. La mujer tiene ahora un papel central en el trabajo, en la comunidad y en la resistencia de la clase trabajadora estadounidense.

En su libro La colaboración, Ben Urwand detalla la relación llena de culpa entre Hollywood y Hitler en la década de los treinta. En tal caso, Tinseltown se redimió después de Pearl Harbor. Esta vez, si Hollywood es culpable de algo, es de la autocomplacencia liberal por la que asumen que las masas ignorarán el extremismo de derechas si son alimentadas con relatos predecibles de redención y violencia mítica.

Es hora de que le exijamos a la industria de la narración historias que nos muestren la verdad. Un hombre se hace cargo de EEUU subido a una ola de odio misógino y racial; embarra de tal manera el orden mundial que el mundo entra en caos. Por estas calles malvadas, como dice Raymond Chandler, debe ir un hombre o una mujer “que no sea vil, un hombre sin miedo ni mancha”. Ni un mono tití ni un nativo del planeta Krypton, sino un ser humano.

Traducido por Francisco de Zárate

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