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El presidente filipino, los escuadrones de la muerte y la brutal guerra contra las drogas

Fotografía donde se ven los cuerpos de dos sospechosos que fueron abatidos en una operación de la policía contra drogas ilegales

Kate Lamb

“Tírenlos al mar o a una zanja. Que no quede nada. Que no encuentren ni rastro de los cadáveres”. Son palabras tan terribles como explosivas, porque hay quien dice que las pronunció Rodrigo Duterte, hoy presidente de Filipinas. Según un testigo, es la orden que dio a un escuadrón de la muerte en 1989 cuando era el alcalde de la localidad sureña de Davao (Mindanao).

Arturo Lascanas, un expolicía, se presentó el mes pasado ante el Senado de su país para declarar bajo juramento que Duterte organizó una campaña de ejecuciones extrajudiciales, declaración que repite con tranquilidad a the Observer, pero con la firmeza y la tensión de quien ha guardado ese tipo de secretos durante muchos años.

“El nuestro fue el primer escuadrón de la muerte que hubo durante su reinado”, contaba desde su refugio de Manila donde se escondió durante meses antes de huir a Singapur. En el interior de la casa –de cortinas echadas y militares en la puerta–, se tiene la sensación de que el asunto se puede poner feo en cualquier momento. Lascanas está seguro de que lo matarán.

Duterte, que gobernó Davao durante 20 años, ganó las elecciones presidenciales de mayo de 2016 con la promesa de acabar con la droga y el crimen, de matar a todos los traficantes y consumidores y de echar sus cuerpos a los peces de la bahía de Manila. Los electores creyeron en su afirmación de que había restablecido la ley y el orden en Davao, y votaron al “alcalde Rudy” porque les parecía un hombre fuerte, un salvador y un antídoto contra el “narcoestado” en el que Filipinas se ha convertido.

Pero la estadísticas no mienten: según los datos de la policía (correspondientes al periodo 2010-2015), Davao sigue teniendo el índice de asesinatos más alto del país y el segundo más alto de violaciones. Por desgracia, el miedo a las drogas está tan enraizado en la psicología filipina que los ciudadanos aceptan el asesinato masivo de traficantes y consumidores.

Han matado a más de 7.000 personas en nueve meses

En los nueve meses transcurridos desde que Duterte (de 72 años) llegó al poder, la policía ha matado a más de 2.500 personas y los vigilantes, a 3.600. Algunas organizaciones, como Amnistía Internacional, elevan la cifra a más de 7.000. Pero los filipinos están encantados con la campaña de asesinatos, y la intención de voto del presidente sigue bastante alta. “Las calles son más seguras –dicen muchos capitalinos–. Filipinas necesitaba un líder con puño de hierro”.

Hay gente que, en privado, se muestra espantada ante las muertes y la repentina sed de sangre de sus compatriotas, empezando por miembros de sus propias familias, pero los que no viven en las zonas pobres –que sufren la inmensa mayoría de los asesinatos–, lo tienen fácil para adoptar una postura de recelosa aceptación. Al fin y al cabo, los muertos sólo son una cifra que crece con el paso del tiempo.

Las denuncias sobre la existencia de escuadrones de la muerte en Davao se desestimaron durante muchos años. En septiembre del 2016, un antiguo pistolero (Edgar Matobato) declaró ante el Senado e implicó a Duterte y a su hijo en una serie de asesinatos de supuestos narcotraficantes y delincuentes. Pero no había pruebas irrefutables y, evidentemente, tampoco había ningún líder de los escuadrones que estuviera dispuesto a declarar. Hasta que apareció Lascanas.

El expolicía (de 56 años) tenía la intención original de negar la existencia de los escuadrones de la muerte, pero, tras someterse a una operación de riñón –que, al parecer, pagó Duterte–, dijo que había tenido una revelación de carácter espiritual y, tras consultar el asunto con unas monjas de Davao, decidió contar la historia del presidente sin preocuparse por las consecuencias.

El manual de Davao

“La única forma de romper este círculo vicioso es decir la verdad –dice Lascanas en su habitación, que apenas tiene muebles–. Quiero asegurarme de que no condenarán a las generaciones venideras por lo que hice yo, por lo que hicimos nosotros. Lo hago por mis hijos y por los hijos de mis hijos”.

El mes pasado, Lascanas se retractó de su testimonio anterior y declaró ante el Senado –en una audiencia televisada que duró seis horas– que los escuadrones de la muerte eran reales y que se crearon por orden de Duterte con intención expresa de ejecutar a las personas que indicara. El expolicía añadió que mintió al principio porque temía por su vida y por la seguridad de su familia, y que después se dio cuenta de que no se podía llevar su “lado maligno” a la tumba.

Lascanas, que dice haber asesinado personalmente a “alrededor de 200 personas” y haber sido jefe de un escuadrón de la muerte, sostiene que actuaban como unidad anticrimen de la policía de Davao. Su objetivo inicial era la eliminación de delincuentes peligrosos, aunque luego se amplió a opositores políticos y periodistas que criticaban al entonces alcalde.

Según su declaración, recibían órdenes directas de Duterte, quien les indicaba a quién matar y cómo deshacerse de los cuerpos. Lascanas afirma que Duterte pronunció las palabras que abren este artículo (“Tírenlos al mar o a una zanja. Que no quede nada. Que no encuentren ni rastro de los cadáveres”) durante una de sus muchas reuniones con la unidad, que cobraba en función del “valor” de sus blancos.

Durante sus tres décadas en el cuerpo, el expolicía fue “ciegamente leal” a la causa, que veía como una forma “noble” de servicio público. “Creíamos que nos jugábamos la vida por el bienestar de la gente –asegura–. Tenía la sensación de que estaba sirviendo al país y a un bien mayor”.

Lascanas empezó a trabajar en el departamento de policía de Davao cuando tenía 21 años. Ocho años después –según cuenta–, se convirtió en uno de los miembros más jóvenes del escuadrón de la muerte. Es una de esas personas que recuerdan hasta los detalles más pequeños y, a la pregunta sobre el tiempo que estuvo en el departamento, responde con precisión: “Treinta y cuatro años y ocho meses”.

Durante la entrevista, menciona un incidente que le ha provocado muchas pesadillas: en 1996, su equipo recibió la orden de matar a un presunto delincuente, a su mujer embarazada y a su hijo de cuatro años, quienes viajaban en el mismo vehículo. “Intenté salvar al chico –dice con una mueca–, pero el jefe del escuadrón replicó que nos había visto la cara y que podría reconocernos e identificarnos cuando creciera”.

Lascanas afirma que la orden de matar a la familia partió del propio Duterte. “El alcalde Rudy aprobó la recomendación del comandante de nuestra unidad delante de todos nosotros. Dijo que elimináramos el problema, es decir, que los matáramos. Esa fue la orden. Sólo pidió que no quedaran pruebas”.

En aquella ocasión, Lascanas se libró de tener que apretar el gatillo porque era el miembro más joven del grupo, pero participó en la tarea de arrastrar los cadáveres y lanzarlos a una fosa común situada en la cantera de grava de Maa.

Su carrera de asesinatos empezó después. Tenía que matar a los sospechosos para que lo aceptaran en la fraternidad del escuadrón: “Era uno de los requisitos obligatorios, la forma de demostrar nuestra valía”. Y esa lealtad ciega lo llevó a tomar la “triste y dolorosa” decisión de ordenar la muerte de sus dos hermanos, acusados de dedicarse al tráfico de drogas.

Las encuestas, favorables a Duterte

Aunque la comunidad internacional contemple las matanzas con horror, Duterte sigue siendo muy popular en su país, al menos, según las encuestas. Con sus letanías de comentarios desvergonzados, insultos a líderes mundiales y hasta chistes sobre violaciones, el presidente filipino se ha creado una imagen de hombre directo que lucha contra las élites.

Según algunos analistas, la popularidad del presidente no se verá afectada por las revelaciones del expolicía. “Duterte no tiene nada que temer por el lado de la guerra contra las drogas o las ejecuciones extrajudiciales –dice Antonio La Viña, columnista y profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Filipinas–. Su posición sólo se volverá más débil si los asesinatos tienen consecuencias económicas o si otras de sus decisiones políticas dañan su imagen y lo convierten en un personaje irracional e imprevisible”.

Las ejecuciones extrajudiciales no son algo nuevo en Filipinas; puede que la escala actual lo sea, pero el problema es tan viejo que los escuadrones de la muerte ya eran un secreto a voces cuando los filipinos votaron a Duterte. De hecho, lo votaron a pesar de que él mismo declaró que estaba relacionado con la campaña de asesinatos: “¿Que si yo soy los escuadrones de la muerte? Sí, lo soy. Es verdad”, dijo a una televisión local en mayo del año 2015, un año antes de llegar al poder.

Desde las elecciones, el personal de Duterte no ha dejado de pedir a los periodistas que no se tomen sus palabras de forma excesivamente literal, lo cual incluye afirmaciones como la mencionada antes. En diciembre del año pasado, el presidente dijo a un grupo de empresarios: “Cuando estaba en Davao, lo hacía en persona. Era una forma de decir a los chicos [la policía] que, si yo podía hacerlo, ellos también podían. Además, me subía a una moto, a una moto bastante grande, y patrullaba las calles en busca de problemas. Iba en busca de una confrontación para poder matar”.

Las declaraciones de Duterte llegan a ser tan estrafalarias que los periodistas filipinos no saben qué pensar. ¿Habla en serio cuando se muestra a favor de imponer la ley marcial, por ejemplo? “Yo creo que sí –dice La Viña–. No creo que tenga un plan, pero es un hombre impulsivo y actuará por instinto”.

La guerra contra las drogas se desarrolla junto a la guerra por saber la verdad de lo que ocurre. El mes pasado, Human Rights Watch publicó un informe donde decía que Duterte puede ser culpable de crímenes contra la humanidad por haber instigado una ola de asesinatos extrajudiciales, pero el presidente contestó que “los delincuentes no tienen humanidad” y que, en consecuencia, matarlos no es delito.

A pesar de ello, el Gobierno ha negado reiterada y vehementemente la existencia de escuadrones de la muerte en Davao y en la lucha actual contra el narcotráfico. Ronald de la Rosa, jefe del Cuerpo Nacional de Policía, afirma que los escuadrones son “una invención de los medios”, a los que ha criticado recientemente por “exagerar” la cantidad de ejecuciones extrajudiciales.

¿Se puede destituir al presidente?

Antonio Trillanes, senador de la oposición, cree que el problema de los escuadrones de la muerte no va a desaparecer. De hecho, dice que Duterte está haciendo lo posible para que no desaparezca. Trillanes es el hombre que coordina la protección de Lascanas, y afirma que hay cuatro exmiembros más de los escuadrones de la muerte que están dispuestos a declarar.

El senador, que fue teniente de la Marina, cumplió una condena de siete años y medio de cárcel por haber liderado el motín de Oakwood (2003), cuando 300 soldados y oficiales subalternos tomaron las torres Oakwood (situadas en Makati, el barrio financiero de Manila) en protesta por la corrupción rampante del Gobierno de la entonces presidenta Gloria Macapagal Arroyo. Llegó al Senado en el año 2007, estando en prisión, y se declara decidido a destituir a Duterte. Uno de sus aliados ha presentado una propuesta de destitución en el Parlamento filipino, que no iniciará su próximo periodo de sesiones hasta el 2 de mayo.

Trillanes cree que el tiempo que queda hasta entonces es suficiente para que los detalles sobre los escuadrones de la muerte calen en la opinión pública y varíen su actitud. “Esto [las revelaciones] es distinto. Matar delincuentes es una cosa; pero saber que Duterte asesinó u ordenó asesinar a un niño de cuatro años y a una mujer embarazada es algo completamente distinto. Lo cambia todo”.

Sin embargo, es poco probable que Duterte sea destituido en los próximos meses. Para que fuera posible, el proceso de destitución debería tener el apoyo de un mínimo de 100 diputados y de dos tercios de la Cámara Alta.

Trillanes no está solo en su causa, que cuenta con el respaldo de cinco senadores más, pero la gente lo percibe como una especie de lobo solitario porque se ha convertido en la voz principal de la oposición tras el arresto de la senadora Leila de Lima (por una controvertida acusación de relaciones con el narcotráfico).

Consciente de ello, lo explica por la dinámica interna del propio Senado filipino, que sólo tiene 24 senadores, y cita el caso del expresidente Joseph Estrada como ejemplo de lo que puede llegar a pasar: a pesar de ser tan popular como Duterte, fue destituido en el año 2001 tras ser acusado de corrupción.

La Viña afirma que el apoyo político a Duterte es tan abrumador como superficial. “No hay lealtad alguna –dice–. Sólo lo apoyan por interés y, cuando ya no represente sus intereses, el 90% lo abandonará. Me refiero al Senado y al Parlamento”.

El Social Weather Stations Institute publicó una encuesta en diciembre del año pasado que puede servir como ejemplo del cambio de percepción que se ha producido desde que Duterte llegó a la presidencia: aunque la guerra contra las drogas sigue siendo muy popular, el 78% de los encuestados admitieron que tenían miedo de que ellos o alguno de sus conocidos se conviertan en víctimas de la campaña.

Lascanas no se hace ilusiones sobre lo que está pasando. “Lo de Manila es lo mismo que pasó en Davao, lo mismo –dice–. Desde matar en tándem [desde una moto] hasta otros detalles como la cinta de embalar, los carteles y los apuñalamientos. Y, en cuanto a las investigaciones policiales, las llevan a cabo de la misma manera y terminarán del mismo modo, dejando las muertes en el limbo de los casos sin cerrar”.

Durante los primeros meses de la guerra del presidente contra las drogas, se encontraron cientos de cadáveres con cabezas envueltas en cinta de embalar y carteles donde los acusaban de ser traficantes, consumidores o violadores; exactamente lo mismo que ocurrió en Davao.

“A veces secuestrábamos a alguien, le poníamos cinta en la cabeza para que se asfixiara y lo tirábamos a la calle –recuerda Lascanas–. Y a veces, dejábamos un cartel que decía: huguag tularan, que en tagalo significa ‘no seas como él’”.

En enero de este año, la guerra contra las drogas quedó temporalmente en suspenso. Unos agentes acababan de matar en la sede nacional de la policía a un empresario surcoreano, a cuya familia intentaron extorsionar después con el falso argumento de que seguía vivo. Pero la suspensión temporal acabó el mes pasado, cuando empezó la operación Double Barrel Reloaded.

No obstante, el ritmo de asesinatos ha bajado mucho: de los cientos de víctimas del principio de la campaña se ha pasado a las 69 de marzo, todas caídas en el transcurso de alguna operación policial.

Lascanas sabe que sus declaraciones lo han convertido en el hombre más buscado del país, y se dedica a leer el Nuevo Testamento y a rezar por su salvación y por el bienestar de su familia. “Lo conozco [a Duterte], y también conozco las habilidades de mis antiguos compañeros, pero espero que no hagan daño a mi familia. En cuanto a mí, estoy preparado para lo que me pueda pasar. He hecho lo que quería. Ahora soy libre”.

La entrevista ya ha terminado cuando Lascanas insiste en añadir algo más: “No creo que el presidente sea libre por lo que ha hecho. Intenta convencerse de que no es mortal, de que no es como yo o como las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales. Piensa que tiene el poder de Dios, pero él también es mortal. Y no es libre”.

Traducido por Jesús Gómez

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