¿Feliz año nuevo judicial?
La anómala erosión institucional que atraviesa España tiene una significativa traducción en las solemnes aperturas de los años judiciales que se celebran en el Tribunal Supremo: desde hace años, y ante las tentaciones de instrumentalización autoritaria, los discursos de este foro se han alejado (han tenido que alejarse) de la realidad cotidiana y práctica del funcionamiento de la Administración de Justicia, para reivindicar principios constitutivos del sistema como la renovación del CGPJ o la independencia del poder político. Sin embargo, no puedo dejar de lamentar que la gravedad de esa coyuntura institucional opaque el examen de los múltiples problemas concretos que afectan a la calidad de nuestro sistema judicial, que siguen creciendo y que, acumuladamente, rebasan la trascendencia de la primera; y es que el acto de apertura de este año judicial, con su asegurada difusión mediática, se ha convertido en una nueva ocasión desperdiciada para sustanciar otros tantos debates urgentes.
Falta autocrítica, pues muchos de los problemas los provocamos los propios agentes que participamos en el sistema, aunque el corporativismo acalle esa subversión (de la misma manera que justifica la ineficiencia y clasismo de que la actividad judicial se interrumpa, casi completamente, durante agosto); o quizá se deba a la mediocridad a la que, consecuencia incidental inexorable, conduce el diseño de los procedimientos judiciales (la mediocridad sirve para apaciguar el conflicto). También falta de empatía con los ciudadanos, que perciben cómo se habla de los derechos de los operadores jurídicos, pero no de sus derechos cuando intervienen en un proceso judicial (a una sentencia argumentada de forma idónea y a un expediente resuelto con agilidad, por ejemplo), o, aún más doloroso, que solo se habla de los suyos, de soslayo, en la medida que resulten afectados por los de aquéllos. A esa autocrítica, basada en la experiencia directa y rutinaria como miembro del sistema (y, por eso, empática), voy a dedicar este artículo, con el propósito de que, en este inicio de año judicial, pueda estimular la enmienda de todos sus agentes involucrados (clientes, abogados y jueces).
Muchas veces se lamenta que los abogados generan pleitos, pero discrepo de esa reflexión: lo que más litigios produce, en el ámbito de materias sobre las que las partes pueden transigir, es la incapacidad de los clientes para negociar y alcanzar acuerdos. Auguro que los famosos MASC (Medios Adecuados de Solución de Controversias), que la LO 1/2025 instaura como el principal instrumento para aliviar la congestión de los Juzgados y Tribunales, fracasarán porque aquí impera una cultura de llevar la razón, que implica una victoria completa, y no de solucionar el problema, que habitualmente exigirá cesiones. Detesto la manida metáfora de la batalla legal porque, en una sociedad cada vez más compleja en la que los matices resultan determinantes (en otras palabras, y si es que eso ha sido posible alguna vez, en la que es muy improbable que alguien pueda tener la razón absoluta), distorsiona el enfoque privado con el que deberíamos aproximarnos a las disputas: convertirlas en un canal propiciatorio de que cada parte pueda cumplir, de un modo equilibrado, con sus objetivos o expectativas.
Los abogados tenemos una importante cuota de culpabilidad en las frustraciones del sistema (aunque, y no se me ocurre otra profesión en la que suceda este desplazamiento, somos quienes respondemos por los errores o negligencias de los demás agentes). Éste es el pecado que más se nos puede achacar: que nos evadimos fácilmente de la noción de que somos un filtro del sistema. Admito que el ejercicio introduce un sesgo hacia la parcialidad, apenas nos cuesta convencernos de que cualquier tesis merece defensa (incluso, más nos entusiasmamos cuanto más difícil se presenta esa defensa). Y, aunque sea una tendencia inevitable por la inherente estructura dialéctica de nuestro trabajo, deberíamos esforzarnos por moderarla éticamente, atendiendo a esa utilidad social de nuestra profesión: somos, efectivamente, el primer filtro del sistema, lo que reclama ecuanimidad para descartar los asuntos o intereses probablemente inviables (y educar al cliente en las razones de esa probable inviabilidad). En particular, quienes más se olvidan de esa función, y puede parecer contradictorio para quien no está acostumbrado a tratarlas, son los abogados de las Administraciones Públicas: debe escandalizar que la Agencia Tributaria, que se halla en una situación informativa privilegiada para que siempre triunfen sus pretensiones, pierda la mitad de sus juicios.
Reservo para los jueces el último capítulo. No se cansan de pedir más recursos, humanos y materiales, y es cierto que existen carencias acuciantes; pero, a veces, tiene que sonar a chivo expiatorio cuando la organización de su trabajo (reparto responsabilidades con su oficina) acentúa su saturación: ¿Cómo puede ser que haya salas de vistas vacías donde no se celebran juicios, cuando algunos Juzgados acumulan retrasos de dos horas en los señalamientos y emplazan a las vistas un año después de que se admita la demanda? ¿Cómo puede ser que la jurisdicción contencioso-administrativa de La Rioja tarde en emitir sus sentencias al menos un año (de nuevo, desde la admisión de la demanda) cuando, según datos de la última memoria del TSJ, apenas recibe 1,3 casos por día, que se distribuyen entre tres órganos? Además, la redacción de las sentencias cada vez adolece de un lenguaje y una redacción más prosaicas, poco pulidas (no excusa la precipitación por el exceso de expedientes); y, dado que el derecho no es sino una construcción abstracta de la que nos dotamos para regular nuestra convivencia, y que la materia prima de esa abstracción es la palabra, de una expresión descuidada se deduce un pensamiento incorrecto (y una apatía por enriquecerlo), por muy enciclopédico que sea el conocimiento de las normas. La autoridad se gana con competencia, nos lo advierten los clásicos, y no con la obsoleta concepción de una preeminencia social derivada del cargo, lo que debe aplicarse a jueces y abogados.
Aunque, afortunadamente, la mayoría de los ciudadanos no frecuentan la Administración de Justicia (y, por eso, sus deficiencias no exaltan manifestaciones), su experiencia raramente resulta satisfactoria, incluso aunque una resolución estime sus pretensiones. La LO 1/2025 está implantando, durante este año, un profundo cambio organizativo en el sistema que, creo, hubiera merecido un análisis, crítico y propositivo, de sus principales representantes en ese acto de apertura del año judicial: porque nuestra más inmediata preocupación, como agentes que integramos la Administración de Justicia, debería ser cómo resolver esa paradoja.
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