El sesgo de la unanimidad

3 de febrero de 2025 19:00 h

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La democracia es el gobierno de la discrepancia: con independencia de sus variaciones, todas las definiciones de la democracia contienen esta tesis implícitamente. Cuando se abdica de ejercer el derecho a la discrepancia, el sistema confunde consenso con unanimidad. El consenso es la aspiración de cualquier demócrata que admite la pluralidad y que pretende transformar la sociedad a través de las ideas y del ejemplo personal y colectivo (solo el consenso propicia transformaciones profundas y duraderas), porque es el resultado de una suma de inquietudes libres. Sin embargo, la unanimidad es el delirio que trabajan por imponer los oligarcas de todo signo, porque es el resultado de una suma de docilidades cobardes. La democracia se debilita cuando desaparece la discrepancia (como controversia de pensamiento, nunca como antagonismo beligerante). Y ese debilitamiento se acentúa cuando las dos tensiones se cruzan y realimentan: cuando, al mismo tiempo, se rechaza el consenso activamente (no es batalla cultural, sino cultura de la batalla) y se persigue la unanimidad, siquiera pasivamente (nada más lampedusiano que la unanimidad).

En una democracia cualquier política debería ser objeto de permanente debate, siempre con el propósito de alcanzar consensos (el debate, como fin en sí mismo, puede ser estimulante, diletante, pero en absoluto práctico), incluso para reformar el consenso antes alcanzado (el consenso como forma de hacer política es el mejor legado, el mejor capital de la Transición española). Desgraciadamente, durante los últimos años, están sucediéndose movimientos políticos, el wokismo y la nueva derecha, que, influyendo vertiginosamente en las dinámicas post-II Guerra Mundial de una democracia liberal y de bienestar, han negado el debate con el otro, y así han anulado radicalmente la posibilidad del consenso; quieren erigir una aceptación unánime de su canon rígido, ubicuo, dogmático. Comparten una lógica confesional que, quizá precisamente por ello, les llena de una soberbia mesiánica: no buscamos la verdad, sino que ya tenemos la verdad. Una lógica de esta clase no solo revela pereza, sino falta de ambición: lo último que desea una inteligencia, para la que la verdad es objeto de permanente búsqueda, es hallar la verdad (una hipótesis puramente especulativa, por cierto), ya que entonces su vitalidad se convertiría en aburrimiento irremediablemente. ¡Quizá en lo que más coinciden el wokismo y la nueva derecha es en su afán de aburrirnos intelectualmente, porque saben que solo así puede llegar a “entretenernos” su teatralización vacía! De todas formas, la dialéctica polarizadora no es exactamente novedosa, sino que nos recuerda a la de la Reforma y la Contrarreforma del siglo XVI o a la de la Revolución y Contrarrevolución de los siglos XIX y la primera mitad del XX. La novedad radica, más bien, en la falta de creatividad del enfrentamiento: con sus aciertos y defectos, aquellos tuvieron la capacidad de inventar nuevos mundos, mientras que el presente no invoca imaginarios nuevos (o por lo menos yo no soy capaz de percibirlos, o quizá me falta perspectiva histórica para evaluarlos), sino que recicla los pasados. Y, éste es otro peligro que advierto, y contra el que me rebelo, puesto que la unanimidad triunfa más fácilmente (y la democracia de progreso se erosiona) donde se ha agotado la creatividad. 

La negociación del decreto-ley ómnibus nos ha ofrecido una manifestación de todo lo que he expuesto. En primer lugar, en cuanto a la forma: el giro de guion sobre la bocina, el pacto entre PSOE y Junts, fue tan poco sorprendente como los de esas series de Netflix que diseña su algoritmo y que nos aburren a efectos digitales, pero nos privan del asombro genuino de una idea (ojalá que brillante). En segundo lugar, en cuanto al fondo: parece que la opinión más conspicua de todo el espectro ideológico se orquestó para apoyar el contenido de la norma, con lo que, salvo las voces ahogadas de un puñado de disidentes, se ha hurtado a la opinión pública el ejercicio de su derecho a discrepar de la bondad o conveniencia de la actualización de las pensiones con el IPC, del mantenimiento de las subvenciones al transporte público o de las garantías ofrecidas a los propietarios de viviendas okupadas. Confieso que yo discrepo de todas esas medidas, porque defiendo otras que, creo, dotarían a España de un modelo más próspero, igualitario y sostenible; medidas que, desde luego, no merecían un aislamiento automático, sino análisis y discusión y afirmación o refutación. Pero el veleidoso Gobierno de Sánchez ha manejado astutamente el sesgo de la unanimidad para brindarse una nueva etapa en su huida hacia adelante, mientras que la adocenada oposición de Feijóo se ha acomodado o dejado arrastrar para eludir su obligación de tejer discrepancias hacia nuevos consensos. Aquí radica la inconsistencia que ha contagiado el funcionamiento de nuestra democracia (puedo ser un ingenuo, pero nada mejora salvo que se compare con un ideal): en que, con independencia de la votación que lo convalide, no podrá proclamarse que el decreto-ley se ha aprobado por consenso, porque sus medidas no se han pensado y debatido, porque la disputa solo ha gravitado alrededor de los tacticismos partidistas y no ha habido controversia sobre las medidas adoptadas. 

De hecho, la ausencia de propuestas alternativas a esas medidas, al menos en el foro de la opinión pública con más alcance, revela cómo la unanimidad arrasa la creatividad y cómo, a la inversa pero simultáneamente, la falta de creatividad conduce a la unanimidad irrevocable. Cierto es que nuestros gobernantes se han acostumbrado a licitar la consultoría de los planes estratégicos de sus Administraciones para esconder su incapacidad creativa y su falta de personalidad: su gusto por el letargo y la unanimidad.

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