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Los tópicos nihilistas de la corrupción

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Poco más puedo decir sobre la corrupción que, por mor de la desaforada trama que asedia al PSOE y al Gobierno (que nos asedia a los ciudadanos), no se esté diciendo ya en todos los foros de opinión doméstica o pública. ¡Cómo me entristece y subleva el despilfarro de los recursos públicos, con lo que cuesta facturar y tributar! Sin embargo, como los columnistas debemos ofrecer una perspectiva original, me esforzaré por desmentir tres tópicos en los que está incurriendo esa orquesta de opiniones, con el riesgo de que se vulgarice el diagnóstico y se yerre en la solución.

1.- Cada vez que emerge un caso de corrupción, se impone una percepción a la que se inviste de una apariencia de infalibilidad: ¿cómo no va a haber políticos corruptos en el país de los pícaros? Esta lógica nace de una petición de principio, una falacia de razonamiento circular. Dividamos la secuencia de este tópico, contra el que me bato: los españoles son corruptos (ontológicamente, además, por su ética mediterránea), luego sus políticos son corruptos, lo que hace que los españoles sean cada vez más corruptos, lo que hace que sus políticos sean a su vez más corruptos… y así sucesiva, infinitamente. Pero España no es el país de los pícaros, que es lo que venimos proyectando de nosotros mismos (fuera de contexto) desde que nuestros autores del Siglo de Oro crearan algunas de las obras maestras de la literatura picaresca; y no solo lo avala la discreta mirada al entorno de cada uno, sino las estadísticas.

Una de las principales conclusiones que acredita el estudio Repensando la economía informal y el efecto Hugo, de los economistas Pappadà y Rogoff, es la correlación inversa entre crecimiento y economía sumergida: países como Alemania o Francia presentan una mayor volatilidad de la economía sumergida, medida por la fluctuación de su volumen por ciclos económicos, que la tasa de España. En otras palabras: lo que resulta decisivo para que España tenga un nivel absoluto de informalidad superior en diez puntos al de Alemania (un pavoroso 24% del PIB) es que, según Eurostat, durante este siglo hemos retrocedido un 19% en la convergencia en Paridad de Poder de Compra (PPA) con la media de la Unión Europea. Los españoles no somos más pícaros per se, por lo que nuestros políticos tampoco están llamados a serlo; sino que somos más pobres estructuralmente, y de ahí la proporción más elevada de conductas económicas informales. Y, en buena medida, lo somos porque las políticas económicas de nuestros gobiernos no han sido más que tímidamente liberales.

2.- Uno de los claims del PSOE y del Gobierno (permítanme el anglicismo, pero es que este término, propio del marketing, define mejor su naturaleza que la de argumento) insiste en que han “fallado las personas”, no la organización o la institución (y no todas, claro, sino solo aquellas que conviene que caigan: no deben ser personas quienes eligen y deben vigilar a esas personas taimadas). Detrás de ese claim subyace la crítica a la utilización de un argumento ad hominen, en concreto, una falacia inductiva por asociación. Sin embargo, no se aprecia esa ilícita estrategia discursiva, sino que es el claim lo que resulta engañoso o fallido. Ciertamente, resulta aventurado que se cuestione una organización en su conjunto por las características de algunos de sus miembros; pero la perversión de la falacia por asociación exige que la correspondencia o asimilación de cualidades se base en una relación intrascendente: y aquí está la clave, ya que el carácter (intelectual, volitivo, ético y anímico) de los individuos no es intrascendente, sino capital, para las organizaciones de las que forman parte.

Es falaz quien asegura que, como Santos Cerdán, Ábalos o Koldo son corruptos, todos los cargos públicos del PSOE y del Gobierno son corruptos, porque la relación entre ellos y el resto de los cargos públicos es accidental, contingente; pero no lo es quien asegura que, como aquellos lo son, el PSOE y el Gobierno también, pues el partido político no existiría sin sus militantes ni sus representantes públicos, les vincula una relación constitutiva. ¿Significa esto que la organización o institución a la que pertenecen los corruptos deba desaparecer? En absoluto. ¿Significa que la organización o institución contaminada debe revisarse integralmente (toda su infraestructura y todos sus medios humanos)? Desde luego: no basta con puniciones o remedios personales, sino reformas corporativas preventivas.

3.- La última trampa dialéctica, que aviva el fuego cruzado entre el Gobierno y la oposición, es que los casos de corrupción son comparables, que puede concebirse una clasificación de gravedades. Esto puede ser aceptable desde la dimensión jurídico-penal (tienen que graduarse las penas según parámetros objetivos), pero no desde la ética: toda corrupción es igualmente dañina y reprobable. Un inconveniente de ese utilitarismo relativista es que conduce a una justificación evasiva de la responsabilidad. La valoración moral de las acciones según un cálculo de sus consecuencias favorables y desfavorables nos expone a la extorsión, a transigir con un mal menor para evitar la amenaza de un mal mayor: no dimito ni convoco elecciones porque entregar las riendas del país a PP y Vox sería una tremenda irresponsabilidad”, en palabras de Sánchez (¿la derecha no puede gobernar, si así lo eligen los votantes?); o, en las de Feijóo, “el PNV apoyó una moción de censura contra Mariano Rajoy por una causa que, comparativamente, hoy se consideraría menor” (cuidado, no soy equidistante: critico cómo la oposición articula su mensaje, pero son el Gobierno y el PSOE los que deben responder por cavar una nueva tumba de degradación democrática). Quizá éste sea uno de los efectos más perniciosos de la corrupción: somete el debate público al chantaje, y el chantaje trastoca los incentivos racionales, arrasa con las convicciones y anula la libertad. ¡El chantaje no es democrático!

Adviértase que los tres tópicos encierran un angustioso pesimismo, porque se fundan en la resignación: la corrupción es inevitable. Pero no, ¡me niego!, las decisiones humanas de corromper y corromperse no son inevitables: solo lo serán si, entre otras cosas, seguimos creyendo en estos astutos ardides retóricos que aparentan querellarse contra la corrupción, cuando, en realidad, la sostienen.

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