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Sobre este blog

Comer en bares y restaurantes de Malasaña, además de otros apuntes gastronómicos.

Por Lu

Kinza, Georgia en San Bernardo

Khinkali, esos seres extraños

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Según Wikipedia, Georgia es territorio euroasiático, tiene frontera con Turquía, Rusia, Azerbaiyán y Armenia y su capital es Tiflis; yo añadiría que, además, una parte se baña en el mar Negro aunque, en realidad, yo solo sabía que había sido parte de la URSS, que estaba cerca de Armenia y que tiene buenos vinos.

Voy a poner música, por supuesto, algo muy georgiano, «Georgia on my mind». Ya, ya, se supone que la versión de Ray Charles se refiere a Georgia en EE.UU., pero originariamente parece ser que hablaba de una chica —Georgia— que era la hermana del compositor, Hoagy Carmichael; a lo mejor Georgia era de la Georgia euroasiática y así hacemos pleno de Georgias. Siempre informando con seriedad y esmero de lo que interesa.

Kinza, según dicen en su web, se llama así en honor a una de sus especias más preciadas, el cilantro, así que cilantrófobos no vayáis a Georgia, ni a Kinza. Tampoco los picantófobos tienen cabida en este lugar. Aunque esta vez no probé nada picante, hace años en San Petersburgo disfrutamos de un estofado en un restaurante georgiano que produjo serios problemas a M., a mí no porque mi estómago es marca ACME.

En su web también cuentan una leyenda que fundamenta la localización del restaurante. Según dicen, los georgianos se reunían los domingos de la primera mitad del siglo XX en la plaza de Santo Domingo donde había una feria de flores, fresas y quesos. Al público del lugar les encantó el sulguni, un queso georgiano que se elabora con diversos grados de curación — y también ahumado—, y tras un exitoso día de ventas los georgianos se iban a celebrarlo por los establecimientos de la zona, véase San Bernardo. Y finaliza con que muchos georgianos se han quedado en esta gran y hermosa ciudad, vamos, que vivieron felices y comieron perdices. También se ofrecen para franquicias y esto me hace sospechar. En enero de este año escribí este artículo sobre Sfânt, un sitio en Espíritu Santo donde vendían bretzels en versión rumana que ya ha pasado a mejor vida, ha durado poco o nada.

Posteriormente, en mayo de este mismo año, escribían este artículo en El Mundo y, sí, se habían inspirado en una supuesta familia rumana, los Sfânt, de quienes supuestamente habían tomado las recetas, pero quienes manejaban el cotarro eran un argentino y una uruguaya, aunque cara al público estaban unos rumanos. Pues eso, a lo mejor detrás de este supuesto georgiano está el pato Donald o una pareja argentino-uruguaya, a saber. Mi carácter asocial y timidez intrínseca solo me permiten adquirir el servicio, véase comer y beber en sitios, pagar el importe correspondiente e irme, todo lo que sea preguntar cosas a gente que no conozco me resulta un ejercicio imposible; evidentemente, como periodista no tengo precio.

Bueno, pues el local presenta un aire industrial, con conductos de climatización vistos y separador de cristal, madera y hierro que parece recién sacado de una chatarrería de Brooklyn, todo ello acompañado por un traje regional que preside la zona de entrada levitando, como poseído, que contrasta con una gran TV. Presente, pasado y futuro en una decoración que, finalmente, resulta acogedora gracias al uso e madera y bancos corridos tapizados. Según su web, deseaban ser hospitalarios, la atmósfera lo propicia.

Me gusta particularmente la iluminación a base de racimos de calabazas de cerámica, le aporta un toque rústico-poético encantador.

Elegimos, para beber, agua 0,5 l (2,50 €) y vino de la casa, saperavi (4,50 €/copa). El agua es agua y el vino es vino. Partiendo de esta increíble y sutil apreciación, debo decir que la uva saperavi hecha vino, cuya marca desconozco, resulta bien agradabilísima; ligero terciopelo, arándano, acidez y regaliz, un vino oscuro en cuanto a sabor y color y suave en sus formas, ¡me encanta! Lo recomiendo totalmente. Lo acompañan con unas aceitunas grandes (parecen gordal) y pequeñas (parecen arbequinas), aliñadas con ligero toque de páprika, de lo más estupendas que parece ser son típicas también de Georgia.

¡Georgia es una caja de sorpresas!

La carta es variada, presenta sopas prometedoras, guisos apetecibles y caviar de beluga iraní, por si eres grandón.

Empezamos con una khachapuri adjaruli (13,90 €), una especie de focaccia en forma de ojo relleno del famoso queso georgiano indicado previamente, el sulguni, y con una yema de huevo en el centro, aunque en la foto no se observe. Por lo visto, su nombre deriva de algo tan prosaico como «khacha», que en georgiano significa «queso cuajado», y «puri o poori», que proviene de la India y significa «pan». Yo pensaría en un nombre místico tipo «el ojo que todo lo ve» o distópico «te estamos vigilando», pero no, su nombre se refiere a los elementos que lo conforman. Esta preparación, por lo visto, se realiza en diversas regiones de Georgia, poniendo en cada una de ella diferentes ingredientes, véase cilantro, tomate u otros aunque la base común sea el queso y la masa. Dependiendo de la zona, el khachapuri —a mí lo de «puri» me tiene hablando sola— presenta un adjetivo vinculado al origen del mismo, en este caso adjaruli deriva de Ayaria (región también conocida como Adjaria). Adjaria está a orillas del mar Negro y en los siglos XVI y XVII estuvieron bajo el dominio otomano por lo que su población es mayormente musulmana, de ahí que los llamen «los georgianos musulmanes»; un poco obvio, sí. Y dicen que la forma que presenta la khachapuri evoca una barca. Yo en la vida pensaría semejante cosa, aunque estén a orillas del mar Negro; con su yema en medio a modo de pupila es claramente el ojo de Ra, de Horus, el ojo de Fátima, el ojo de la Providencia o delta luminoso, un amuleto comestible como otro cualquiera. Pero bueno, dicen que es una barca. Sea como sea, según nos explica el amable camarero de tierras euroasiáticas, se debe revolver la yema con el queso, lo cual hace él rápidamente sin que me dé tiempo a fotografiar el ojo —qué ansiedad—, y luego hay que empezar a comer cogiendo el lagrimal (proa) y el extremo opuesto (popa) y mojándolos en el interior de la esclerótica (la cubierta del barco). La masa está estupenda, es una masa entre la característica del cornicione (borde) de la pizza y una focaccia, pienso que lleva algo de leche, es esponjosa y parece cocinada en horno de leña, tal vez el típico para estos panes en la zona, consistente en un pozo de ladrillo al fondo del cual se encuentra la lumbre y en cuyas paredes se pegan los panes hasta que están en su punto. El interior sabe a queso ligeramente curado, salado y ahumado.

La combinación del sabor a pan fragante y la suave pero contundente crema de queso está fantástica. Es un plato tradicional, tosco y sabroso, recomendado para gentes de buen comer; no es un té verde precisamente.

Continuamos con un kebab georgiano casero (13 €) porque no había un guiso de ternera con berenjenas que tenía muy buena pinta. Acompañado de cilantro, granada, cebolla roja y salsa de tomate, el kebab se presentaba como una albóndiga alargada formada por varios tipos de carne (véase, al menos, cerdo y ternera) sobre un pan similar a las tortillas mexicanas. El tomate, aunque pueda parecer que no, le va bien, le aporta jugosidad al conjunto donde prevalece el cilantro y el cilantro seco en la carne. Sabe y huele a antiguo, incluso su presentación tiene algo de antiguo. Está bien, es más auténtico que el kebab que uno encuentra por ahí —aunque a mí el kebab típico que se encuentra por aquí tampoco me disgusta, sí, ese trozopón de carne o lo que sea, si tiene buenas salsas de acompañamiento es gloria bendita—, es diferente, es agradablemente primitivo. Nosotros lo preparamos en modo kebab y lo comimos con las manos.

Y, para finalizar, khinkali (13,90 €). Una especie de dumplings enormous rellenos de carne picada y caldo. Estos también tienen su táctica de degustación, véase cogerlos por el moño, morder y, al mismo tiempo, absorber el caldo. Como se puede ver, aquí todo es de comer a mano, lo cual es cómodo a la par que informal y, para los tiquismiquis, antihigiénico. Parecen hechos al vapor y el moño ha quedado algo duro, pero el interior es curioso, la combinación de la carne picada con delicadas especias y el caldo es rara, tiene un toque salino, y la masa que los envuelve, aunque algo plasticosa, no resulta mal.

Bien, originales y, una vez más, una plato extremadamente potente.

No tomamos postre porque vamos a morir ya en casa, tranquilos.

Recomiendo este restaurante si quieres salir calentito en invierno, comida saciante y diferente, con sabores sólidos, nada de pijadas, una comida con raigambre y fuerza (esa garra, esa fuerza, ese saber estar).

Web de Kinza: kinzamadrid.es

Y bueno, eso, mis parabienes: feliz Navidad, / feliz Navidad. / Feliz Navidad, / próspero año y felicidad. ¡Salud!

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