Sobre okupas y los problemas que verdaderamente deberían ocuparnos
Ahora mismo en Madrid hay un centro social que tiene los días contados. Se llama La Ingobernable y nació como guinda de una manifestación que, bajo el lema “por una ciudad que merezca la pena ser vivida”, denunciaba la mercantilización y el expolio de esta villa. La derechísima trinidad que manda en el Ayuntamiento ha jurado su próximo desalojo, algo que también prometió el equipo anterior. La Ingobernable no es el único centro social autogestionado activo aquí pero sí es el más visible y quizá el que muestra más las vergüenzas de la deriva que denunciaba la manifestación que lo parió. Muestra, por ejemplo, cómo una alcaldesa como Ana Botella puede dar a un amiguete un edificio de propiedad pública bajo el formato de cesión conocido como chanchullo. Y lo hace en pleno eje Prado – Recoletos, la madre de todos los reclamos turísticos y el invento propuesto —también por Botella, pero apoyado luego por Carmena y ahora por Almeida— como candidato para que Madrid tenga algo en la lista Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO (por cierto, no deja de ser un chiste muy madrileño querer presumir ante el mundo de una autopista urbana). La Ingobernable es un lugar donde todos los días pasan cosas necesarias para que la ciudad sea digna de llamarse así —charlas, talleres, actividades culturales, reuniones de movimientos sociales…—, cosas que hace la gente para la gente. Pero La Ingo es una okupa y esa palabra provoca un consenso que da yuyu.
En Madrid, y en España, la palabra okupación se usa como reclamo publicitario de partidos políticos y empresas de alarmas. La estrategia del miedo funciona: uno diría que la opinión pública ha comprado el rechazo absoluto al término sin acabar de entender lo que hay detrás. Si hablamos de residencias okupadas, nadie parece fijarse en datos que dicen que casi el 25% de los españoles vive afectado por la exclusión en vivienda, que la okupación es la última opción de familias que vienen de desahucios, que el 70% de los pisos okupados son de bancos y están vacíos. No, aquí parece que no tenemos un problema de vivienda, tenemos un problema de okupas. Si hablamos de centros sociales okupados, lo mismo: da igual que las dotaciones públicas, sociales y culturales estén en retirada y cada vez más mercantilizadas y alejadas de la gente.
Tampoco parece importar la historia, ni la más reciente ni la menos. Las ciudades se han hecho, y se siguen haciendo, a base de asentamientos ilegales. Esa última opción de buscarse un techo ha sido la única que han dejado las urbes a muchas de las personas que atraen o están a punto de expulsar, personas que son ciudad tanto como cualquiera. Crear espacios comunes donde encontrarse y hacer cosas también es una forma impuesta por la condición urbana. En Madrid, las okupas con la k puesta por el movimiento autónomo que venía del punk, empiezan a principios de los 80 en Amparo, en Ronda de Atocha, en Argumosa. Sin ellas y las que vinieron después no seríamos igual, viviríamos peor. En Malasaña lo sabemos. La actividad del Patio Maravillas, dentro y fuera de los distintos inmuebles por los que pasó el nombre, ha estado muchos años haciendo barrio. Aunque este tipo de ejercicios hipotéticos tienen mucho de absurdo, es muy probable que sin okupas en Madrid no hubiera habido 15M ni ayuntamiento del cambio, por poner sólo un par de ejemplos.
En fin, uno trata de entender el susto que provoca la palabra en un país que es de propietarios, como Franco y su ministro Arrese quisieron. También que, cuando todo el mundo se parapeta detrás de una verdad, es difícil estar del otro lado. Pero cuesta asimilar la falta de sensibilidad y pensamiento crítico. No es fácil ser el hombre chino delante del tanque, pero, en asuntos así, lo imposible es conformarse con estar en el lugar común.
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